domingo, 16 de octubre de 2011

El Arte de la seducción


Prefacio.

Hace miles de años, el poder se conquistaba principalmente mediante
la violencia física, y se mantenía con la tuerza bruta. No había
necesidad de sutileza; un rey o emperador debía ser inmisericorde.
Sólo unos cuantos selectos tenían poder, pero en este esquema de cosas
nadie sufría más que las mujeres. No tenían manera de competir,
ningún arma a su disposición con que lograr que un hombre hiciera lo
que ellas querían, política y socialmente, y aun en el hogar.
Claro que los hombres tenían una debilidad: su insaciable deseo de
sexo. Una mujer siempre podía jugar con este deseo; pero una vez que
cedía al sexo, el hombre recuperaba el control. Y si ella negaba el
sexo, él simplemente podía voltear a otro lado, o ejercer la fuerza.
¿Qué había de bueno en un poder tan frágil y pasajero? Aún así, las
mujeres no tenían otra opción que someterse. Pero hubo algunas con
tal ansia de poder que, a la vuelta de los años y gracias a su enorme
inteligencia y creatividad, inventaron una manera de alterar
completamente esa dinámica, con lo que produjeron una forma de
poder más duradera y efectiva.
Esas mujeres —como Betsabé, del Antiguo Testamento; Helena de
Troya; la sirena china Hsi Shi, y la más grande de todas, Cleopatra—
inventaron la seducción. Primero atraían a un hombre por medio de
una apariencia tentadora, para lo que ideaban su maquillaje y
ornamento, a fin de producir la imagen de una diosa hecha carne. Al
exhibir únicamente indicios de su cuerpo, excitaban la imaginación de
un hombre, estimulando así el deseo no sólo de sexo, sino también de
algo mayor: la posibilidad de poseer a una figura de la fantasía. Una
vez que obtenían el interés de sus víctimas, estas mujeres las inducían
a abandonar el masculino mundo de la guerra y la política y a pasar
tiempo en el mundo femenino, una esfera de lujo, espectáculo y placer.
También podían literalmente descarriarla, llevándolas de viaje, como
Cleopatra indujo a Julio César a viajar por el Nilo. Los hombres se
aficionaban a esos placeres sensuales y refinados: se enamoraban. Pero
después, invariablemente, las mujeres se volvían frías e indiferentes, y
confundían a sus víctimas. Justo cuando los hombres querían más, les
eran retirados sus placeres. Esto los obligaba a perseguirlos, y a
probarlo todo para recuperar los favores que alguna vez habían
saboreado, con lo que se volvían débiles y emotivos. Los hombres,
dueños de la fuerza física y el poder social —como el rey David, el
troyano París, Julio César, Marco Antonio y el rey Fu Chai—, se veían
convertidos en esclavos de una mujer.
En medio de la violencia y la brutalidad, esas mujeres hicieron de la
seducción un arte sofisticado, la forma suprema del poder y la
persuasión. Aprendieron a influir en primera instancia en la mente,
estimulando fantasías, logrando que un hombre siempre quisiera más,
creando pautas de esperanza y desasosiego: la esencia de la seducción.
Su poder no era físico sino psicológico; no enérgico, sino indirecto y
sagaz. Esas primeras grandes seductoras eran como generales que
planeaban la destrucción de un enemigo; y, en efecto, en descripciones
antiguas la seducción suele compararse con una batalla, la versión
femenina de la guerra. Para Cleopatra, fue un medio para consolidar
un imperio. En la seducción, la mujer no era ya un objeto sexual
pasivo; se había vuelto un agente activo, una figura de poder.
Con escasas excepciones —el poeta latino Ovidio, los trovadores
medievales—, los hombres no se ocuparon mucho de un arte tan
frivolo como la seducción. Más tarde, en el siglo XVII, ocurrió un gran
cambio: se interesaron en la seducción como medio para vencer la
resistencia de las jóvenes al sexo. Los primeros grandes seductores de
la historia —el duque de Lauzun, los diferentes españoles que
inspiraron la leyenda de Don Juan— comenzaron a adoptar los
métodos tradicionalmente empleados por las mujeres. Aprendieron a
deslumbrar con su apariencia (a menudo de naturaleza andrógina), a
estimular la imaginación, a jugar a la coqueta. Añadieron también un
elemento masculino al juego: el lenguaje seductor, pues habían
descubierto la debilidad de las mujeres por las palabras dulces. Esas
dos formas de seducción —el uso femenino de las apariencias y el uso
masculino del lenguaje— cruzarían con frecuencia las fronteras de los
géneros: Casa-nova deslumbraba a las mujeres con su vestimenta;
Ninon de l'Enclos encantaba a los hombres con sus palabras.
Al mismo tiempo que los hombres desarrollaban su versión de la
seducción, otros empezaron a adaptar ese arte a propósitos sociales.
Mientras en Europa el sistema feudal de gobierno se perdía en el
pasado, los cortesanos tenían que abrirse paso en la corte sin el uso de
la fuerza. Aprendieron que el poder debía obtenerse seduciendo a sus
superiores y rivales con juegos psicológicos, palabras amables y un
poco de coquetería. Cuando la cultura se democratizó, los actores,
dandys y artistas dieron en usar las tácticas de la seducción como vía
para cautivar y conquistar a su público y su medio social. En el siglo
XDC sucedió otro gran cambio: políticos como Napoleón se concebían
conscientemente como seductores, a gran escala. Estos hombres
dependieron del arte de la oratoria seductora, pero también dominaron
las estrategias alguna vez consideradas femeninas: montaje de grandes
espectáculos, uso de recursos teatrales, creación de una intensa
presencia física. Todo esto, aprendieron, era —y sigue siendo— la
esencía del carisma. Seduciendo a las masas, pudieron acumular
inmenso poder sin el uso de la fuerza.
, Ahora hemos llegado al punto máximo en la evolución de la
seducción. Hoy más que nunca se desalienta la tuerza o brutalidad de
cualquier clase. Todas las áreas de la vida social exigen la habilidad
para convencer a la gente sin ofenderla ni presionarla. Formas de
seducción pueden hallarse en todos lados, combinando estrategias
masculinas y femeninas. La publicidad se infiltra, predomina la venta
blanda. Si queremos cambiar las opiniones de la gente —y afectar la
opinión es básico para la seducción—, debemos actuar de modo sutil y
subliminal. Hoy ningura estrategia política da resultados sin
seducción. Desde la época de John F. Kennedy, las figuras de la
política deben poseer cierto grano de carisma, una presencia
cautivadora para mantener la atención de su público, lo cual es la
mitad de la batalla. El cine y los medios crean una galaxia de estrellas
e imágenes seductoras. Estamos saturados de seducción. Pero aun si
mucho ha cambiado en grado y alcance, la esencia de la seducción
sigue siendo la misma: jamás lo enérgico y directo, sino el uso del
placer como anzuelo, a fin de explotar las emociones de la gente,
provocar deseo y confusión e inducir la rendición psicológica. En la
seducción, tal como hoy se le practica, siguen imperando los métodos
de Cleopatra.
La gente trata sin cesar de influir en nosotros, de decirnos qué hacer, y
con idéntica frecuencia no le hacemos caso, oponemos resistencia a sus
intentos de persuasión. Pero hay un momento en nuestra vida, en que
todos actuamos de otro modo: cuando nos enamoramos. Caemos
entonces bajo una suerte de hechizo. Nuestra mente suele estar
abstraída en nuestras preocupaciones; en esa hora, se llena de
pensamientos del ser amado. Nos ponemos emotivos, no podemos
pensar con claridad, hacemos tonterías que nunca haríamos. Si esto
dura demasiado, algo en nosotros se vence: nos rendimos a la voluntad
del ser amado, y a nuestro deseo de poseerlo.
Los seductores son personas que saben del tremendo poder con-tenido
en esos momentos de rendición. Analizan lo que sucede cuando la
gente se enamora, estudian los componentes psicológicos de ese
proceso: qué espolea la imaginación, qué fascina. Por instinto y
práctica dominan el arte de hacer que la gente se enamore. Como
sabían las primeras seductoras, es mucho más efectivo despertar amor
que pasión. Una persona enamorada es emotiva, manejable y fácil de
engañar. (El origen de la palabra "seducción" es el término latino que
significa "apartar".) Una persona apasionada es más difícil de controlar
y, una vez satisfecha, bien puede marcharse. Los seductores se toman
su tiempo, engendran encanto y lazos amorosos; para que cuando
llegue, el sexo no haga otra cosa que esclavizar más a la víctima.
Engendrar amor y encanto es el modelo de todas las seducciones:
sexual, social y política. Una persona enamorada se rendirá.
Es inútil tratar de argumentar contra ese poder, imaginar que no te
interesa, o que es malo y repulsivo. Cuanto más quieras resistirte al
señuelo de la seducción —como idea, como forma de poder—, más
fascinado te descubrirás. La razón es simple: la mayoría conocemos el
poder de hacer que alguien se enamore de nosotros. Nuestras acciones
y gestos, lo que decimos, todo tiene efectos positivos en esa persona;
tal vez no sepamos bien a bien cómo la tratamos, pero esa sensación de
poder es embriagadora. Nos da seguridad, lo que nos vuelve más
seductores. También podemos experimentar esto en una situación
social o de trabajo: un día estamos de excelente humor y la gente
parece más sensible, más complacida con nosotros. Esos momentos de
poder son efímeros, pero resuenan en la memoria con gran intensidad.
Los queremos de vuelta. A nadie le gusta sentirse torpe, tímido o
incapaz de impresionar a la gente. El canto seductor de la sirena es
irresistible porque el poder es irresistible, y en el mundo moderno
nada te dará más poder que la habilidad de seducir. Reprimir el deseo
de seducir es una suerte de reacción histérica, que revela tu honda
fascinación por ese proceso; lo único que consigues con ello es
agudizar tus deseos. Algún día saldrán a la superficie.
Tener ese poder no te exige transformar por completo tu carácter ni
hacer ningún tipo de mejora física en tu apariencia. La seducción es un
juego de psicología, no de belleza, y dominar ese juego está al alcance
de cualquiera. Lo único que necesitas es ver al mundo de otro modo, a
través de los ojos del seductor.
Un seductor no activa y desactiva ese poder: ve toda interacción social
y personal como una seducción en potencia. No hay momento que
perder. Esto es así por varias razones. El poder que los seductores
ejercen sobre un hombre o una mujer surte efecto en condiciones
sociales porque ellos han aprendido a moderar el elemento sexual sin
prescindir de él. Aun si creemos adivinar sus intenciones, es tan
agradable estar con ellos que eso no importa. Querer dividir tu vida en
momentos en que seduces y otros en que te contienes sólo te
confundirá y limitará. El deseo erótico y el amor acechan bajo la
superficie de casi cualquier encuentro humano; es mejor que des
rienda suelta a tus habilidades a que trates de usarlas exclusivamente
en la recámara. (De hecho, el seductor ve el mundo como su
recámara.) Esta actitud genera un magnífico ímpetu seductor, y con
cada seducción obtienes práctica y experiencia. Una seducción social o
sexual hace más fácil la que sigue, pues tu seguridad aumenta y te
vuelves más tentador. Atraes a un creciente número de personas
cuando el aura del seductor desciende sobre ti.
Los seductores tienen una perspectiva bélica de la vida. Imaginan a
cada persona como una especie de castillo amurallado que sitian. La
seducción es un proceso de penetración: primero se penetra la mente
del objetivo, su inicial estación de defensa. Una vez que los seductores
han penetrado la mente, logrando con ello que su objetivo fantasee con
ellos, es fácil reducir la resistencia y causar la rendición física. Los
seductores no improvisan; no dejan al azar este proceso. Como todo
buen general, hacen planes y estrategias, con la mira puesta en las
particulares debilidades de su blanco.
El principal obstáculo para ser seductor es nuestro absurdo prejuicio
de considerar al amor y al romance como una especie de mágico reino
sagrado en el que las cosas simplemente suceden, si deben hacerlo.
Esto puede parecer romántico y pintoresco, pero en realidad no es sino
una excusa de nuestra pereza. Lo que seducirá a una persona es el
esfuerzo que invirtamos en ella, porque esto muestra cuánto nos
importa, lo valiosa que es para nosotros. Dejar las cosas al azar es
buscarse problemas, y revela que no tomamos al amor y al romance
muy en serio. El esfuerzo que Casanova invertía, el artificio que
aplicaba a cada aventura, era lo que lo hacía tan endiabladamente
seductor. Enamorarse no es cuestión de magia, sino de psicología. Una
vez que conozcas la psicología de tu objetivo, y que traces la estrategia
consecuente, estarás en mejores condiciones para ejercer sobre él un
hechizo "mágico". Un seductor no ve el amor como algo sagrado, sino
como una guerra, en la cual todo se vale.
Los seductores nunca se abstraen en sí mismos. Su mirada apunta
afuera, no adentro. Cuando conocen a alguien, su primer paso es
identificarse con esa persona, para ver el mundo a través de sus ojos.
Son varias las razones de esto. Primero, el ensimismamiento es señal
de inseguridad, es antiseductor. Todos tenemos inseguridades, pero los
seductores consiguen ignorarlas, pues su terapia al dudar de sí mismos
consiste en embelesarse con el mundo. Esto les concede un espíritu
animado: queremos estar con ellos. Segundo, identificarse con otro,
imaginar qué se siente ser él, ayuda al seductor a recabar valiosa
información, a saber qué hace vibrar a esa persona, qué la hará no
poder pensar claramente y caer en la trampa. Armado con esta
información, puede prestar una atención concentrada e
individualizada, algo raro en un mundo en el que la mayoría de la
gente sólo nos ve desde atrás de la pantalla de sus prejuicios.
Identificarse con los objetivos es el primer paso táctico importante en
la guerra de penetración.
Los seductores se conciben como fuente de placer, como abejas que
toman polen de unas flores para llevarlo a otras. De niños nos
dedicamos principalmente al juego y al placer. Los adultos suelen sentir
que se les ha echado de ese paraíso, que están sobrecargados de
responsabilidades. El seductor sabe que la gente espera placer, pues
nunca obtiene suficiente de sus amigos y amantes, y no puede
obtenerlo de sí misma. No puede resistirse a una persona que entra en
su vida ofreciendo aventura y romance. Placer es sentirse llevado más
allá de los límites propios, ser arrollado: por otra persona, por una
experiencia. La gente clama para que la arrollen, por liberarse de su
obstinación usual. A veces, su resistencia contra nosotros es una
manera de decir: "Sedúceme, por favor". Los seductores saben que la
posibilidad del placer hará que una persona los siga, y que
experimentarlo la hará abrirse, vulnerable al contacto. Asimismo, se
preparan para ser sensibles al placer, pues saben que sentir placer les
facilitará enormemente contagiar a quienes los rodean.
Un seductor ve la vida como teatro, en el que cada quien es actor. La
mayoría creemos tener papeles ceñidos en la vida, lo que nos vuelve
infelices. Los seductores, en cambio, pueden ser cualquiera y asumir
muchos papeles. (El arquetipo es en este caso el dios Zeus, insaciable
seductor de doncellas cuya principal arma era la capacidad de adoptar
la forma de la persona o animal más llamativo para su víctima.) Los
seductores derivan placer de la actuación y no se sienten abrumados
por su identidad, ni por la necesidad de ser ellos mismos o ser
naturales. Esta libertad suya, esta soltura de cuerpo y espíritu, es lo
que los vuelve atractivos. Lo que a la gente le hace falta en la vida no
es más realidad, sino ilusión, fantasía, juego. La forma de vestir de los
seductores, los lugares a los que te llevan, sus palabras y actos son
ligeramente grandiosos; no demasiado teatrales, sino con un delicioso
filo de irrealidad, como si ellos y tú vivieran una obra de ficción o
fueran personajes de una película. La seducción es una especie de
teatro en la vida real, el encuentro de la ilusión y la realidad.
Por último, los seductores son completamente amorales en su forma de
ver la vida. Esta es una diversión, un campo de juego. Sabiendo que los
moralistas, esos amargados reprimidos que graznan contra las
perversidades del seductor, envidian en secreto su poder, no les
importan las opiniones de los demás. No comercian en juicios morales;
nada podría ser menos seductor. Todo es adaptable, fluido, como la
vida misma. La seducción es una forma de engaño, pero a la gente le
gusta que la descarríen, anhela que la seduzcan. Si no fuera así, los
seductores no hallarían tantas víctimas dispuestas. Deshazte de toda
tendencia moralizante, adopta la festiva filosofía del seductor y el
resto del proceso te resultará fácil y natural.
El arte de la seducción se ideó para ofrecerte las armas de la persuasión y
el encanto, a fin de que quienes te rodean pierdan poco a poco su
capacidad de resistencia sin saber cómo ni por qué. Este es un arte
bélico para tiempos delicados.
Toda seducción tiene dos elementos que debes analizar y comprender:
primero, tú mismo y lo que hay de seductor en ti, y segundo, tu
objetivo y las acciones que penetrarán sus defensas y producirán su
rendición. Ambos lados son igualmente importantes. Si planeas sin
prestar atención a los rasgos de tu carácter que atraen a los demás, se
te verá como un seductor mecánico, falso y manipulador. Si te fías de
tu personalidad seductora sin prestar atención a la otra persona,
cometerás errores terribles y limitarás tu potencial.
Por consiguiente, El arte de la seducción se divide en dos partes. En la
primera, "La personalidad seductora'*, se describen los nueve tipos de
seductor, además del antiseductor. Estudiar estos tipos te permitirá
darte cuenta de lo inherentemente seductor en tu personalidad, el
factor básico de toda seducción. La segunda parte, "El proceso de la
seducción", incluye las veinticuatro maniobras y estrategias que te
enseñarán a crear tu hechizo, vencer la resistencia de la gente, dar
agilidad y tuerza a tu seducción e inducir rendición en tu objetivo.
Como una especie de puente entre las dos partes, hay un capítulo sobre
los dieciocho tipos de víctimas de una seducción, cada una de las
cuales carece de algo en la vida, acuna un vacío que tú puedes llenar.
Saber con qué tipo tratas te ayudará a poner en práctica las ideas de
ambas secciones. Si ignoras cualquiera de las partes de este libro, serás
un seductor incompleto.
Las ideas y estrategias de El arte de la seducción se basan en las obras y
relaciones históricas de los seductores más exitosos de la historia.
Entre esas fuentes se cuentan las memorias de seductores (Casanova,
Errol Flynn, Natalie Bamey, Marilyn Monroe); biografías (de
Cleopatra, Josefina Bonaparte, John F. Kennedy, Duke Ellington);
manuales sobre el tema (en particular el Arte de amar de Ovidio); y
relatos imaginarios de seducciones (Las amistades peligrosas, de Choder-los
de Lacios; Diario de un seductor, de Soren Kierkegaard; La historia de Genji, de
Murasaki Shikibu). Los héroes y heroínas de estas obras literarias
tienen por lo general como modelo a seductores reales. Las estrategias
que emplean revelan el enlace ultimo entre ficción y seducción, lo que
genera ilusión y mueve a una persona a continuar. Al poner en
práctica las lecciones de este libro, seguirás la senda de los grandes
maestros de este arte.
Finalmente, el espíritu que te convertirá en un seductor consumado es
el mismo con el que deberías leer este libro. El filósofo francés Denis
Diderot escribió: "Dejo a mi mente en libertad de seguir la primera
idea, necia o sensata, que se presenta, tal como en la Avenue de Foy
nuestros jóvenes disolutos pisan los talones a una ramera y luego la
dejan para asediar a otra, asaltando a todas sin prenderse de ninguna.
Mis ideas son mis rameras". Quiso decir que se dejaba seducir por sus
ideas, yendo detrás de la que le agradara hasta que aparecía una mejor,
infundiendo así a sus pensamientos una suerte de excitación sexual.
Una vez que entres a estas páginas, haz lo que aconseja Diderot: déjate
tentar por sus historias e ideas, con mente abierta y pensamientos
fluidos. Pronto te verás absorbiendo el veneno por la piel y empezarás
a ver todo como seducción, incluidas tu manera de pensar y tu forma
de ver el mundo.
La virtud suele ser una súplica de más seducción.
—Natalie Bamey.

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