domingo, 16 de octubre de 2011

11.- Presta atención a los detalles.


Las nobles palabras de amor y los gestos imponentes pueden ser sospechosos: ¿por qué te
empeñas tanto en complacer? Los detalles de una seducción —los gestos sutiles, lo que haces
sin pensar— suelen ser más fascinantes y reveladores. Aprende a distraer a tus victimas con
miles de pequeños y ¡gratos rituales: amables regalos justo para ellas, ropa y accesorios
destinados a complacerlas, actos que den realce al tiempo y atención que les dedicas. Todos sus
sentidos participan en los detalles que orquestas. Crea espectáculos que las deslumbren;
hipnotizadas por lo que ven, no advertirán lo que en verdad te propones. Aprende a sugerir con
detalles los sentimientos y el ánimo apropiados
EL EFECTO HIPNÓTICO.
En diciembre de 1898, las esposas de los siete principales embajadores occidentales en
China recibieron una extraña invitación: la emperatriz viuda Tzu Hsi, de sesenta y tres
años de edad, ofrecería un banquete en su honor en la Ciudad Prohibida de Pekín. Los
embajadores estaban muy a disgusto con la emperatriz viuda, por varias razones. Era
manchú, [ raza del norte que había conquistado China a principios del siglo XVII,
[estableciendo la dinastía Ching y gobernando el país durante cerca de trescientos
años. Para la década de 1890, las potencias occidentales " habían empezado a dividirse
partes de China, país al que consideraban 1 atrasado. Querían que China se
modernizara, pero los manchúes eran conservadores, y se oponían a toda reforma. A
principios de 1898, el emperador chino, Kuang Hsu, sobrino de la emperatriz viuda, de
veintisiete años, había emprendido una serie de reformas, con la aprobación de
Occidente. Cien días después de iniciado este periodo, de la Ciudad Prohibida llegó a
los diplomáticos occidentales el rumor de que el emperador estaba muy enfermo, y de
que la emperatriz viuda había tomado el poder. Sospecharon juego sucio; era probable
que la emperatriz hubiera actuado para detener las reformas. Se maltrataba al
emperador, quizá incluso se le envenenaba; tal vez ya estaba muerto. Cuando las
esposas de los siete embajadores se preparaban para su ^inusual visita, sus esposos les
advirtieron no confiar en la emperatriz viuda. Mujer astuta de vena cruel, había salido
de la oscuridad para convertirse en concubina del anterior emperador, y al paso del
tiempo había logrado acumular enorme poder. En mucho mayor medida que el
emperador, ella era la persona más temida en China.
El día previsto, las mujeres fueron trasladadas a la Ciudad Prohibida en una procesión
de palanquines cargados por eunucos de la corte enfundados en deslumbrantes
uniformes. Ellas mismas, para no quedarse atrás, lucían la moda occidental más
reciente: corsés ajustados, largos vestidos de terciopelo con mangas tipo jamón,
crinolinas, sombreros altos con plumas. Los residentes de la Ciudad Prohibida miraban
asombrados sus prendas, en particular el modo en que sus vestidos dejaban ver su
busto prominente. Las esposas estaban seguras de haber impresionado a sus
anfitriones. En la Sala de Audiencias las recibieron príncipes y princesas, así como la
baja realeza. Las chinas vestían magníficos atuendos manchúes con el tradicional
tocado alto y negro con incrustaciones de joyas; seguían un orden jerárquico, el cual se
reflejaba en la tonalidad de sus vestidos, pasmoso arco iris de colores.
A las esposas se les sirvió té en las tazas de porcelana más delicadas, y luego se les
condujo a la presencia de la emperatriz viuda. La vista les quitó el aliento. La
emperatriz estaba sentada en el Trono del Dragón, tachonado de joyas. Portaba ropajes
con decoraciones de brocado, un tocado majestuoso cubierto de diamantes, perlas y
jades, y un enorme collar de perlas perfectamente combinadas. Era menuda; pero en el
trono, con ese atavío, parecía un gigante. Sonreía a las damas con visible cordialidad y
sinceridad. Para alivio de estas últimas, sentado bajo ella en un trono menor estaba su
sobrino el emperador. Lucía pálido, pero las recibió con entusiasmo, y parecía de buen
ánimo. Quizá era cierto que simplemente estaba enfermo.
La emperatriz estrechó la mano de cada una de las mujeres. Mientras lo hacía, un
eunuco de su séquito le entregaba un enorme anillo de oro que llevaba engastada una
perla inmensa, el cual ella deslizaba en la mano de cada mujer. Tras esta introducción,
las esposas fueron llevadas a otra sala, en la que tomaron té de nuevo, y después se les
condujo a un salón de banquetes, donde la emperatriz se sentó en una silla de satén
amarillo, siendo el amarillo el color imperial. Les habló un rato; tenía una voz hermosa.
(Se decía que con ella podía atraer literalmente a las aves desde los árboles.) Al término
de la conversación, tendió de nueva cuenta la mano a cada mujer, y con gran emoción
les dijo: "Una familia, una gran familia". Las mujeres vieron luego una función en el
teatro imperial. Finalmente, la emperatriz las recibió por última vez. Se disculpó por la
función que acababan de ver, sin duda inferior a las que acostumbraban en Occidente.
Hubo una ronda más de té, y en esta ocasión, como informó la esposa del embajador
estadunidense, la emperatriz "se acercó, se llevó a los labios cada taza y le dio un sorbo,
para ofrecerla después al otro extremo, a nuestros labios, volviendo a decir: 'Una
familia, una gran familia'.". Las mujeres recibieron más regalos, y posteriormente se les
condujo otra vez a sus palanquines y fuera de la Ciudad Prohibida.
Las mujeres transmitieron a sus esposos su firme convicción de que se habían
equivocado por completo respecto a la emperatriz. La esposa del embajador
estadunidense informó: "Ella estaba radiante y feliz, y su rostro refulgía de buena
voluntad. No había huella alguna de crueldad por descubrir. [...] Sus acciones
rebosaban generosidad y calidez. [...] [Salimos] llenas de admiración por su majestad y
esperanza para China". Los esposos reportaron a su vez a sus gobiernos: el emperador
estaba bien, y la emperatriz era digna de confianza.
Interpretación. El contingente extranjero en China no tenía idea de lo que realmente
pasaba en la Ciudad Prohibida. Lo cierto era que el emperador había conspirado para
arrestar, y quizá asesinar, a su tía. Al descubrir el complot, un crimen terrible en
términos confucianos, ella lo obligó a firmar su propia abdicación, lo hizo encerrar y
dijo al mundo exterior que estaba enfermo. Como parte de su castigo, tenía que
aparecer en las ceremonias oficiales y actuar como si nada hubiera ocurrido.
La emperatriz viuda detestaba a los occidentales, a quienes consideraba bárbaros. Le
disgustaban las esposas de los embajadores, con su fea moda y absurdas maneras. El
banquete fue una ostentación, una seducción, para apaciguar a las potencias
occidentales, que amenazaban con invadir si el emperador había sido asesinado. La
meta de esta seducción fue simple: deslumbrar a las esposas con colores, espectáculo,
teatro. La emperatriz aplicó toda su experiencia en esta tarea, y tenía don para los
detalles. Planeó los espectáculos en orden ascendente: los eunucos uniformados
primero, luego las damas manchúes con sus tocados, y al final ella misma. Era teatro
puro, y fue avasallador. Más tarde la emperatriz bajó el tono del espectáculo,
humanizándolo con regalos, saludos cordiales, la tranquilizadora presencia del
emperador, tés y entretenimientos, en absoluto inferiores a los de Occidente. Concluyó
el banquete con otra nota alta: el pequeño drama de compartir las tazas, seguido por
regalos aún más fastuosos. A las mujeres les daba vueltas la cabeza al marcharse. En
verdad, nunca habían visto tan exótico esplendor, y jamás supieron cuan
cuidadosamente había orquestado la emperatriz todos los detalles. Encantadas por el
espectáculo, transfirieron su satisfacción a la emperatriz y le dieron su aprobación,
justo lo que ella necesitaba.
La clave para distraer a la gente (seducción es distracción) es llenar sus ojos y oídos de
detalles, pequeños rituales, objetos coloridos. El detalle es lo que hace que las cosas
parezcan reales y sustanciales. Un regalo ponderado no parecerá tener un motivo
oculto. Un ritual repleto de minúsculas y encantadoras acciones es un espectáculo
sumamente disfrutable. La joyería, los accesorios bellos, los toques de color en la ropa
deslumbran al ojo. Es una debilidad infantil nuestra: preferimos fijarnos en los
detallitos agradables que en el panorama general. Cuanto mayor sea el número de los
sentidos a los que apeles, más hipnótico será el efecto. Los objetos que usas para
seducir (regalos, prendas, etcétera) hablan un lenguaje propio, y eficiente. Jamás
ignores un detalle ni lo dejes al azar. Orquéstalos en un espectáculo y nadie notará lo
manipulador que eres.
EL EFECTO SENSUAL.
Un día, un mensajero dijo al príncipe Genjí —el maduro pero aún consumado seductor
de la corte Heian del Japón de fines del siglo X— que una de sus conquistas de
juventud había muerto repentinamente, dejando huérfana a una joven llamada
Tamakazura. Genji no era el padre de Tamakazura, pero decidió llevarla a la corte y ser
su protector de todos modos. Poco después de su llegada, hombres del más alto rango
empezaron a cortejarla. Genji había dicho que era hija suya, perdida; en consecuencia,
ellos supusieron que era hermosa, porque él era el hombre más guapo de la corte. (En
ese entonces era raro que los hombres vieran el rostro de una joven antes del
matrimonio; en teoría, se les permitía hablar con ella sólo al otro lado de un biombo.)
Genji la colmó de atenciones, y la ayudaba a revisar todas las cartas de amor que
recibía, aconsejándola sobre la pareja adecuada.
Como protector de Tamakazura, Genji podía ver su rostro, y en verdad era hermoso. Se
enamoró de ella. Qué lástima, pensó, era tener que dar esa adorable criatura a otro
hombre. Una noche, abrumado por sus encantos, la tomó de la mano y le dijo cuánto se
parecía a su madre, a la que él alguna vez había amado. Ella tembló, pero no de
emoción, sino de miedo, pues aunque él no era su padre, se suponía que era su
protector, no un pretendiente. Su séquito se había marchado y era una bella noche.
Genji se quitó silenciosamente su perfumado manto y tendió a Tamakazura a su lado.
Ella empezó a llorar, y a resistirse. Siempre caballero, Genji le dijo que respetaría sus
deseos y la cuidaría sin falta, y que no tenía nada que temer. Luego se excusó
cortésmente.
Días después, Genji ayudaba a Tamakazura con su correspondencia cuando leyó una
carta de amor de su hermano menor, el príncipe Hotaru, quien se contaba entre sus
pretendientes. En la carta, Hotaru la reprendía por no permitirle acercarse lo suficiente
para conversar y expresarle sus sentimientos. Tamakazura no había respondido; ajena
a los usos de la corte, se había sentido cohibida e intimidada. Como para ayudarla,
Genji hizo que una de sus siervas escribiera a Hotaru en nombre de Tamakazura. En la
carta, escrita en hermoso papel perfumado, se invitaba cordialmente al príncipe a
visitarla.
Hotaru apareció a la hora prevista. Percibió un cautivante incienso, seductor y
misterioso. (Combinado con esta fragancia estaba el propio perfume de Genji.) El
príncipe sintió una oleada de excitación. Tras acercarse al biombo detrás del cual estaba
sentada Tamakazura, le confesó su amor. Sin hacer ruido, ella se retiró a otro biombo,
más lejos. De repente hubo un destello, como si una antorcha flameara, y Hotaru vio su
perfil tras el biombo: era más hermosa de lo que había imaginado. Dos cosas deleitaron
al príncipe: el súbito, enigmático destello, y el breve atisbo de su amada. Se enamoró de
verdad entonces.
Hotaru empezó a cortejar a Tamakazura con asiduidad. Entre tanto, cierta de que Genji
ya no la perseguía, ella veía a su protector más a menudo. Así, no pudo evitar reparar
en pequeños detalles: los mantos de Genji parecían relucir, con gratos y radiantes
colores, como teñidos por manos ultraterrenas. Los de Hotaru parecían apagados en
comparación. Y los perfumes impregnados en las prendas de Genji, ¡qué
embriagadores eran! Nadie más despedía esos aromas. Las cartas de Hotaru eran
corteses y estaban bien escritas, pero en las que Genji le enviaba, plasmadas en
magnífico papel, perfumado y entintado, se citaban versos, siempre sorprendentes,
aunque siempre apropiados para la ocasión. Genji también cultivaba y cortaba flores —
claveles silvestres, por ejemplo—, que ofrecía como regalo y que parecían simbolizar su
excepcional encanto.
Una noche Genji propuso a Tamakazura enseñarle a tocar el koto. Ella se mostró
encantada. Le fascinaba leer novelas románticas, y cada vez que Genji tocaba el koto, se
sentía transportada a uno de sus libros. Nadie tocaba ese instrumento mejor que Genji;
se sintió honrada de aprender de él. El la veía seguido entonces, y el método de sus
lecciones era simple: ella elegía una canción para que él la tocara, y luego intentaba
imitarlo. Después de tocar, se tendían lado a lado, apoyadas las cabezas en el koto,
para contemplar la luna. Genji hacía distribuir
antorchas en el jardín, para dar a la vista un resplandor tenue. Entre mejor conocía a la
corte —al príncipe Hotaru, los demás pretendientes, al emperador mismo—, más se
percataba Tamakazura de que nadie podía compararse con Genji. Se suponía que él era
su protector, sí, cierto, pero ¿acaso era pecado enamorarse de él? Confundidla, se
descubrió cediendo a los besos y caricias con que él comenzó a sorprenderla, ahora que
era demasiado débil para resistirse.
Interpretación. Genji es el protagonista de La historia de Genji, novela del siglo XI
escrita por Murasaki Shikibu, mujer de la corte Heian. Es muy probable que este
personaje esté inspirado en el seductor real fijiwara no Korechika. Para seducir a
Tamakazura, la estrategia de Genji fue simple: hizo que ella reparara indirectamente en
lo encantador e irresistible que él era rodeándola de mudos detalles. También la puso
en contacto con su hermano; la comparación con esa figura tiesa y gris dejó en claro la
superioridad de Genji. La noche en que Hotaru la visitó por primera vez, GenjiTo
dispuso todo, como para contribuir a que Hotaru la sedujera: el perfume misterioso, el
destello a través del biombo. (Esta luz procedió de un, efecto novedoso: antes de que
anocheciera, Genji juntó cientos de luciérnagas en un costal. En el momento indicado,
las soltó.) Pero cuando Tamakazura vio que Genji alentaba a Hotaru a ir en pos de ella,
sus defensas contra su protector se relajaron, permitiendo así que ese maestro de los
efectos seductores saturara sus sentidos. Genji orquestó cada posible detalle: el papel
perfumado, los mantos coloridos, las luces en el jardín, los claveles silvestres, la
acertada poesía, las lecciones de koto que indujeron una irresistible sensación de
armonía. Tamakazura se vio arrastrada entonces a un torbellino sensual. Eludiendo la
timidez y desconfianza que las palabras o actos sólo habrían acentuado, Genji rodeó a
su pupila de objetos, vistas, sonidos y perfumes que simbolizaban el placer de su
compañía mucho mejor que su auténtica presencia física; de hecho, su presencia sólo
habría podido ser amenazante. Sabía que los sentidos de una joven son su punto más
vulnerable.
La clave de la magistral orquestación de detalles por Genji rué su atención al blanco de
su seducción. Como Genji, sintoniza tus sentidos con los de tus objetivos,
observándolos atentamente, adaptándote a su ánimo. Percibirás cuando estén a la
defensiva y en retirada. También, cuando cedan y avancen. Entre ambos extremos, los
detalles que ofrezcas —regalos, entretenimientos, la ropa que usas, las flores que eliges
— apuntarán precisamente a sus gustos y predilecciones. Genji sabía que trataba con
una joven adoradora de las novelas románticas; sus flores silvestres, ejecución del koto
y poesía daban vida a ese mundo para ella. Atiende cada movimiento y deseo de tus
blancos, y revela tu atención en los detalles y objetos con que los rodeas, ocupando sus
sentidos con el ánimo que deseas inspirar. Ellos podrán refutar tus palabras, pero no el
efecto que ejerces en sus sentidos.
A mi modo de ver, entonces, cuando el cortesano quiere declarar su amor debe hacerlo
con actos antes que con palabras, porque a veces los sentimientos de un hombre se
revelan más claramente [...] con una muestra de respeto o cierta timidez que con
volúmenes de palabras.
—Baltasar De Castiglione.
CLAVES PARA LA SEDUCCIÓN.
De niños, nuestros sentidos eran mucho más activos. Los colores de un nuevo juguete,
o un espectáculo como un circo, nos subyugaban; un olor o un sonido podía
fascinarnos. En los juegos que inventábamos, muchos de los cuales reproducían algo
del mundo adulto a menor escala, ¡qué placer nos daba orquestar cada detalle! Nos
fijábamos en todo.
Cuando crecemos, nuestros sentidos se embotan. Ya no nos fijamos tanto, porque
invariablemente estamos de prisa, haciendo cosas, pasando a la siguiente tarea. En la
seducción, siempre tratas que tu objetivo regrese a los dorados momentos de la
infancia. Un niño es menos racional, más fácil de engañar. También está más en
sintonía con los placeres de los sentidos. Así, cuando tus objetivos están contigo, nunca
debes darles la sensación que normalmente reciben en el mundo real, donde todos
estamos apresurados, tensos, fuera de nosotros mismos. Retarda deliberadamente las
cosas, y haz retornar a-tus blancos a los sencillos momentos de su niñez. Los detalles
que orquestas —colores, regalos, pequeñas ceremonias— apuntan a sus sentidos, y al
deleite infantil que nos deparan los inmediatos encantos del mundo natural. Llenos de
delicias sus sentidos, ellos serán menos capaces de juicio y racionalidad. Presta
atención a los detalles y te descubrirás asumiendo un ritmo más lento; tus objetivos no
se fijarán en lo que podrías perseguir (favores sexuales, poder, etcétera), porque
pareces muy considerado, muy atento. En el reino infantil de los sentidos en que los
envuelves, ellos obtienen una clara sensación de que los sumerges en algo distinto a la
realidad, un ingrediente esencial de la seducción. Recuerda: cuanto más consigas que
la gente se concentre en las cosas pequeñas, menos notará tu dirección final. La
seducción adoptará el paso lento e hipnótico de un ritual, en el que los detalles tienen
acentuada importancia y cada momento rebosa solemnidad.
En la China del siglo VIII, el emperador Ming Huang vislumbró a una hermosa joven
peinándose junto a un estanque imperial. Se llamaba Yang Kuei-fei; y aunque era la
concubina de su hijo, él tenía que hacerla suya. Como era el emperador, nadie podía
detenerlo. Ming era un hombre práctico: tenía muchas concubinas, y todas ellas
poseían sus encantos propios, pero nunca había perdido la cabeza por una mujer. Yang
Kuei-fei era diferente. Su cuerpo exudaba la fragancia más exquisita. Usaba vestidos
hechos con la más fina gasa de seda, bordado cada cual con flores diferentes,
dependiendo de la estación. Al caminar parecía que flotara, invisibles sus pasos
diminutos bajo su vestido. Bailaba a la perfección, escribía canciones en honor al
emperador, que entonaba magníficamente; tenía una forma de mirarlo que le hacía
hervir la sangre de deseo. Ella se convirtió rápidamente en su favorita.
Yang Kuei-fei distraía al emperador. El le construyó palacios, pasaba todo el tiempo
con ella, satisfacía cada uno de sus caprichos. En poco tiempo, su reino quebró y se
arruinó. Yang Kuei-fei era una hábil seductora con un efecto devastador en todos los
hombres que se cruzaban en su camino. Eran tantas las maneras en que su presencia
encantaba: los aromas, la voz, los movimientos, la conversación ingeniosa, las arteras
miradas, los vestidos bordados. Estos placenteros detalles hicieron de un rey poderoso
un bebé distraído.
Desde tiempos inmemoriales, las mujeres han sabido que dentro del hombre
aparentemente más sereno hay un animal que ellas pueden dirigir si llenan sus
sentidos con los atractivos físicos apropiados. La clave es atacar tantos frentes como sea
posible. No ignores tu voz, tus gestos, tu andar, tu ropa, tus miradas. Algunas de las
mujeres más tentadoras de la historia distrajeron tanto a sus víctimas con detalles
sensuales que los hombres no se percataron de que todo era ilusión.
De la década de 1940 a principios de la de 1960, Pamela Churchill Harriman sostuvo
una serie de romances con algunos de los hombres más prominentes y acaudalados del
mundo: Averell Harriman (con quien se casaría años después), Gianni Agnelli
(heredero de la fortuna Fiat), el barón Elie de Rothschild. Lo que atraía a esos hombres,
y los mantenía subyugados, no era la belleza, linaje o vivaz personalidad de Pamela,
sino su extraordinaria atención a los detalles. Todo empezaba con su mirada atenta
cuando escuchaba cada palabra de ellos, para embeberse de sus gustos. Una vez que se
abría paso hasta su casa, la llenaba con las flores favoritas de esos hombres, hacía que
el chef cocinara platillos que ellos sólo habían probado en los mejo-res restaurantes,
¿Habían mencionado a un artista de su gusto? Días después, ese artista asistía a una de
sus fiestas. Ella les hallaba las antigüedades perfectas, se vestía como más les agradaba
y excitaba, y lo hacía sin que ellos dijesen palabra alguna: ella espiaba, reunía
información de terceros, los oía hablar con otros. La atención de Pamela a los detalles
tuvo un efecto embriagador en todos los hombres presentes en su vida. Esto tenía algo
en común con los mimos de una madre, para dar orden y comodidad a la vida de ellos,
satisfaciendo sus necesidades. La vida es cruel y competitiva. Atender los detalles de
un modo relajante para otra persona la hace dependiente de ti. La clave es sondear sus
necesidades en forma no demasiado obvia; para que cuando hagas precisamente el
gesto correcto, eso parezca misterioso, como si hubieras leído su mente. Esta es otra
manera de devolver a tus objetivos a su infancia, cuando todas sus necesidades estaban
satisfechas.
A ojos de mujeres del mundo entero, Rodolfo Valentino reinó como el Gran Amante
durante buena parte de la década de 1920. Las cualidades detrás de su atractivo
ciertamente incluían su gallardo y casi hermoso rostro, sus habilidades dancísticas, la
curiosamente excitante vena de crueldad en su actitud. Pero quizá su rasgo más
atrayente era su método pausado para cortejar. En sus películas aparecía seduciendo
lentamente a una mujer, con esmerados detalles: enviar flores (eligiendo la variedad
para que coincidiera con el estado anímico que él quería inducir), tomarla de la mano,
encenderle un cigarro, conducirla a lugares románticos, llevarla en la pista de baile.
Eran películas mudas, y el público jamás lo oyó hablar; todo estaba en sus gestos. Los
hombres acabaron por detestarlo, porque sus esposas y novias ya esperaban de ellos el
lento, cuidadoso trato de Valentino.
Valentino poseía una vena femenina: se decía que cortejaba a una mujer como lo haría
otra. Pero la feminidad no necesariamente figura en este método de seducción. A
principios de la década de 1770, el príncipe Grigori Potemkin empezó un romance con
la emperatriz Catalina la Grande de Rusia, que duraría muchos años. Potemkin era un
hombre varonil, aunque nada apuesto. Pero logró conquistar el corazón de la
emperatriz, con las pequeñas cosas que hacía, y que siguió haciendo mucho después de
comenzado el romance. La consentía con espléndidos regalos, nunca se cansaba de
escribirle largas cartas, disponía todo tipo de entretenimientos para ella, componía
canciones a su belleza. Sin embargo, ante ella aparecía descalzo, despeinado, con la
ropa arrugada. No había nada de meticuloso en su atención, que, sin embargo, dejaba
ver que él llegaría al fin del mundo por Catalina. Los sentidos de una mujer son más
refinados que los de un hombre; a una mujer, el explícito atractivo sensual de Yang
Kuei-fei le parecería demasiado apresurado y directo. Sin embargo, esto significa que
lo único que el hombre tiene que hacer es tomarse las cosas con calma, convirtiendo la
seducción en un ritual lleno de toda clase de las pequeñas cosas que debe hacer por su
víctima. Si se toma su tiempo, la tendrá comiendo de su mano.
Todo en la seducción es una señal, y nada lo es más que la ropa. No que tengas que
vestirte en forma rara, elegante o provocativa, sino que has de vestirte para tu objetivo:
debes apelar a sus gustos. Mientras Cleopatra seducía a Marco Antonio, su atuendo no
era declaradamente sexual; se ataviaba como una diosa griega, conociendo la debilidad
de él por esas figuras de la fantasía. Madame de Pompadour, la amante del rey Luis
XV, conocía la debilidad de éste, su aburrimiento crónico; constantemente cambiaba su
ropa, no sólo de color, sino también de estilo, brindando al rey un incesante festín
visual. Pamela Harriman era mesurada en la moda, conforme a su papel de geisha de
alta sociedad y en reflejo de los sobrios gustos de los hombres que seducía. El contraste
opera bien en este caso; en el trabajo o en casa, podrías vestir de modo informal —
Marilyn Monroe, por ejemplo, se ponía jeans y camisetas en casa—; pero cuando estés
con tu blanco, usa algo elaborado, como si te disfrazaras. Tu transformación al estilo de
Cenicienta provocará excitación, y la sensación de que has hecho algo justamente por la
persona con quien estás. Cada vez que tu atención se individualiza (no te vestirías así
para nadie más), es infinitamente más seductora.
En la década de 1870, la reina Victoria se vio cortejada por Benjamín Disraeli, su primer
ministro. Las palabras de Disraeli eran halagadoras, y su actitud insinuante; asimismo,
mandaba a la reina flores, tarjetas de San Valentín, regalos; pero no cualquier flor y
cualquier regalo, del tipo que la mayoría de los hombres enviarían. Las flores eran
prímulas, símbolo de su simple pero hermosa amistad. En lo sucesivo, cada vez que
Victoria veía prímulas, pensaba en Disraeli. O bien, él le escribía en una tarjeta de San
Valentín: "No ya en el atardecer, sino en el ocaso de mi existencia, he tropezado con
una vida de ansiedad y esfuerzo; pero también esto tiene su romanticismo, ¡cuando
recuerdo que trabajo para el más gentil de los seres!". O podía enviarle una cajita sin
ninguna inscripción, pero con un corazón traspasado por una flecha a un lado y la
palabra FideUter, o "Fidelidad", en el otro. Victoria se enamoró de él.
Un regalo posee inmenso poder seductor, pero el objeto mismo es menos importante
que el gesto, y el sutil pensamiento o emoción que comunica. Quizá fa elección se
relacione con algo del pasado del objetivo, o simbolice algo entre ustedes, o represente
meramente lo que estás dispuesto a hacer por complacer. No era el dinero que Disraeli
gastaba lo que impresionaba a Victoria, sino el tiempo que dedicaba a buscar la cosa
apropiada o a hacer el gesto conveniente. Los regalos caros no conllevan sentimiento
alguno; pueden emocionar temporalmente a su receptor, pero pronto se olvidan, como
un niño olvida un juguete nuevo. Un objeto que refleja la atención de quien lo da, tiene
un poder sentimental duradero, que resurge cada vez que su dueño lo ve.
En 1919, el escritor y héroe de guerra italiano Gabriele D'Annunzio logró reunir una
banda de partidarios y tomar la ciudad de Fiume, en la costa adriática (hoy parte de
Eslovenia). Ahí establecieron su pro-pió gobierno, que duró más de un año.
D'Annunzio inició entonces una serie de espectáculos públicos que ejercerían gran
influencia en políticos de otras partes. Se dirigía al público desde un balcón que daba a
la plaza principal de la ciudad, llena de coloridos estandartes, banderas, símbolos
religiosos paganos y, de noche, antorchas. Los discursos eran seguidos por
procesiones. Aunque D'Annunzio no era en absoluto fascista, lo que hizo en Fiume
tendría un efecto crucial en Benito Mussolini, quien adoptó sus saludos romanos, uso
de símbolos y modo de discursos públicos. Espectáculos como éstos han sido usados
desde entonces por gobiernos de todas partes, aun democráticos. Su impresión general
puede ser grandiosa, pero son los detalles orquestados los que los hacen funcionar: el
número de sentidos a los que apelan, la variedad de emociones que suscitan. Quieres
distraer a la gente, y nada distrae más que la abundancia de detalles: fuegos artificiales,
banderas, música, uniformes, desfiles militares, la sensación de la multitud apiñada.
Así se hace difícil pensar claramente, en particular sí los símbolos y detalles agitan
emociones patrióticas.
Por último, las palabras son importantes en la seducción, y tienen enorme poder para
confundir, distraer y halagar la vanidad del objetivo. Pero a la larga lo más seductor es
lo que no dices, lo que comunicas en forma indirecta. Las palabras se presentan
fácilmente, y la gente desconfía de ellas. Cualquiera puede decir las frases indicadas; y
una vez dichas, nada obliga a cumplirlas, e incluso es posible olvidarlas del todo. El
gesto, el regalo ponderado, los pequeños detalles parecen mucho más reales y
sustanciales. También son mucho más encantadores que las nobles palabras de amor,
precisamente porque hablan por sí solos y dejan que el seducido vea en ellos más de lo
que contienen. Nunca le digas a alguien lo que sientes; que lo adivine en tus miradas y
gestos. Este es el lenguaje más persuasivo.
Símbolo. El banquete. Se ha preparado un festín en tu honor. Todo ha sido
minuciosamente coordinado: flores, adornos, selección de invitados, bailarines,
música, comida de cinco platillos, vino inagotable. El banquete te suelta la lengua, y
te libera de tus inhibiciones.
REVERSO.
No lo hay. Los detalles son esenciales para cualquier seducción exitosa, y no pueden
ignorarse.

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