domingo, 16 de octubre de 2011

13.- Desarma con debilidad y vulnerabilidad estratégicas.


Demasiada manipulación de tu parte puede despertar sospechas. Lo mejor para cubrir tus
huellas es hacer que la otra persona se sienta superior y más fuerte. Si das la impresión de ser
débil, vulnerable, esclavo del otro e incapaz de controlarte, tus acciones parecerán más
naturales, menos calculadas. La debilidad física —lágrimas, vergüenza, palidez— contribuirá
a producir ese efecto. Para merecer más confianza, cambia honestidad por virtud: establece tu
"sinceridad" confesando algún pecado; no es necesario que sea real. La sinceridad es más
importante que la bondad. Hazte la víctima, y luego transforma en amor la compasión de tu
objetivo.
LA ESTRATEGIA DE LA VÍCTIMA.
En aquel sofocante agosto de la década de 1770 en que la regidora de Tourvel visitó el
chateau de su vieja amiga Madame de Rosemonde, habiendo dejado a su esposo en
casa, ella esperaba disfrutar de la paz y quietud de la vida rural más o menos sola. Pero
gustaba de los placeres sencillos, y pronto su vida cotidiana en el chateau adoptó una
cómoda pauta: misa diaria, paseos por el campo, obras de caridad en los pueblos
vecinos, juegos de cartas en la noche. Así pues, cuando el sobrino de Madame de
Rosemonde llegó a visitarla, la regidora sintió molestia, aunque también curiosidad.
El sobrino, el vizconde de Valmont, era el libertino más conocido de París. Era guapo,
sin duda, pero no como ella esperaba: parecía triste, algo abatido y, lo más extraño, casi
no le prestaba atención. La regidora no era una coqueta; vestía con sencillez, ignoraba
la moda y amaba a su esposo. Aun así, era joven y bonita, y solía rechazar las
atenciones de los hombres. En el fondo de su mente, le perturbó un tanto que él
reparara tan poco en ella. Un día, atisbo en misa a Valmont aparentemente absorto en
oraciones. Se le ocurrió que pasaba por un periodo de examen de conciencia.
Tan pronto como se supo que Valmont estaba en el chateau, la regidora había recibido
carta de una amiga en la que la prevenía contra ese hombre peligroso. Pero ella se creía
la última mujer en el mundo que pudiera ser vulnerable a él. Además, Valmont parecía
a punto de arrepentirse de su perverso pasado; quizá ella podría contribuir a moverlo
en esa dirección. ¡Qué maravillosa victoria para Dios sería ésa! Así, la regidora tomaba
nota de los ires y venires de Valmont, intentando comprender lo que ocurría en su
cabeza. Era extraño, por ejemplo, que a menudo saliera en la mañana a cazar, pero
nunca regresara con una presa. Un día, ella decidió hacer que su sirvienta hiciera un
poco de inofensivo espionaje, y le sorprendió y deleitó saber que Valmont no había ido
a cazar en absoluto: había visitado un pueblo local, donde había dado dinero a una
familia pobre a punto de ser echada de su casa. Sí, ella tenía razón: la apasionada alma
de él pasaba de la sensualidad a la virtud. ¡Qué feliz la hizo eso!
Esa noche, Valmont y la regidora se encontraron solos por primera vez, y Valmont
soltó de repente una confesión asombrosa. Estaba perdidamente enamorado de ella, y
con un amor que nunca antes había experimentado: su virtud, su bondad, su belleza,
sus amables maneras lo habían arrollado por completo. La generosidad de él con los
pobres esa tarde había sido por ella; quizá inspirada por ella, tal vez algo más siniestro:
para impresionarla. Él jamás habría confesado esto, pero viéndose solo con ella, no
podía controlar sus emociones. Luego se puso de rodillas y le rogó que lo ayudara, que
lo guiara en su desgracia.
Tomada por sorpresa, la regidora empezó a llorar. Sumamente trastornada, salió
corriendo del recinto, y los días siguientes fingió estar enferma. No sabía cómo
reaccionar a las cartas que Valmont comenzó a mandarle entonces, rogándole que lo
perdonara. Elogiaba su bello rostro y hermosa alma, y aseguraba que ella le había
hecho reconsiderar su vida entera. Estas emotivas cartas producían emociones
inquietantes, y Tourvel se enorgullecía de su serenidad y prudencia. Sabía que debía
insistir en que él dejara el chateau, y le escribió para tal efecto; él aceptó, reacio, aunque
con una condición: que le permitiera escribirle desde París. Ella consintió, mientras las
cartas no fueran ofensivas. Cuando le dijo a Madame de Rosemonde que se marchaba,
la regidora sintió remordimiento: su anfitriona y tía lo extrañaría, y él lucía tan pálido...
Era obvio que sufría.
Las cartas de Valmont empezaron a llegar, y Tourvel lamentó pronto haberle permitido
esa libertad. El ignoró su solicitud de que evitara el tema del amor; en realidad,
Valmont le juró amor eterno. La reprendió por su frialdad e insensibilidad. Le explicó
la mala senda que había seguido en la vida: no era culpa suya, no había tenido
dirección, otros lo habían extraviado. Sin su ayuda, recaería en ese mundo. "No sea
cruel", le dijo; "fue usted quien me sedujo. Soy su esclavo, la víctima de sus encantos y
bondad; como usted es fuerte, y no siente igual que yo, no tiene nada que perder". Y,
en efecto, la regidora de Tourvel terminó por apiadarse de Valmont; parecía tan débil,
tan fuera de control. ¿Cómo podía ayudarlo? ¿Y por qué pensaba siquiera en él, cada
vez más? Era una mujer felizmente casada. No, al menos debía poner fin a esa tediosa
correspondencia. No más palabras de amor, escribió, o no contestaría. Valmont dejó de
escribirle. Ella se sintió aliviada. Por fin un poco de paz y tranquilidad.
Sin embargo, una noche estaba sentada en el comedor cuando de pronto oyó atrás la
voz de Valmont, dirigiéndose a Madame de Rosemonde. Sin pensarlo, dijo él, había
decidido regresar para hacer una breve visita. Ella sintió que un escalofrío subía y
bajaba por su espalda, y se ruborizó; él se aproximó y se sentó a su lado. La miró, ella
desvió la vista y se excusó pronto, para dejar la mesa y subir a su habitación. Pero no
pudo evitarlo del todo en los días siguientes, y vio que lucía más pálido que antes. Él
era cortés, y ella podía pasar un día entero sin que lo viera, pero esas breves ausencias
tenían un efecto paradójico; Tourvel comprendió entonces lo que había sucedido. Lo
extrañaba, quería verlo. Este dechado de virtudes y bondad se había enamorado de
alguna manera de un libertino incorregible. Furiosa consigo misma y con lo que había
permitido que ocurriese, salió del chateau a media noche, sin avisar a nadie, y se
dirigió a París, donde planeaba arrepentirse de algún modo de ese pecado abominable.
Interpretación. El personaje de Valmont en Las amistades peligrosas, novela epistolar
de Choderlos de Lacios, se basa en algunos de los mayores libertinos reales de la
Francia del siglo XVIII. Todo lo que Valmont hace está calculado para llamar la
atención: las acciones ambiguas que despiertan la curiosidad de Tourvel por él, el acto
de caridad en el pueblo (él sabe que se le sigue), la nueva visita al chateau, la palidez
de su rostro (sostiene un romance con una muchacha en el chateau, y su jaleo de toda
la noche le da una apariencia de decaimiento). Pero lo más devastador es que se sitúe
como el débil, el seducido, la víctima. ¿Cómo puede imaginar la regidora que él la
manipula cuanto todo sugiere que simplemente está abrumado por su belleza, física o
espiritual? No puede ser un impostor cuando repetidamente se empeña en confesar la
"verdad" sobre sí mismo: admite que su caridad tuvo motivos cuestionables, explica
por qué se ha descarriado, confía a ella sus emociones. (Toda esta "honestidad" es
calculada, por supuesto.) En esencia, él es como una mujer, o al menos como una mujer
de esa época: emotivo, incapaz de controlarse, temperamental, inseguro. Ella es la fría
y cruel, como un hombre. Al situarse como víctima de Tourvel, Valmont no sólo puede
encubrir sus manipulaciones, sino también incitar piedad y preocupación. Haciéndose
la víctima, puede despertar la misma ternura producida por un niño enfermo o un
animal herido. Y estas emociones son fáciles de encauzar hacia el amor, como, para su
consternación, descubre la regidora.
La seducción es un juego consistente en reducir la desconfianza y la resistencia. La
forma más hábil de hacer esto es lograr que la otra persona se sienta más fuerte, más al
control de las cosas. La desconfianza suele proceder de la inseguridad; si tus objetivos
se sienten superiores y seguros en tu presencia, es improbable que duden de tus
motivos. Eres demasiado débil, demasiado emocional, para tramar algo. Sigue este
juego mientras dure. Haz alarde de tus emociones y de lo mucho que te afectan. Hacer
sentir a la gente el poder que tiene sobre ti es muy halagador para ella. Confiesa algo
malo, o incluso algo malo que le hayas hecho a ella, o contemplado hacerle. La
honestidad es más importante que la virtud, y un gesto honesto le impedirá ver
innumerables actos engañosos. Da la impresión de debilidad: física, mental, emocional.
La fuerza y seguridad pueden ser alarmantes. Haz de tu debilidad un consuelo, y pasa
por víctima: del poder de la gente sobre ti, de las circunstancias, de la vida en general.
Ésta es la mejor manera de no dejar rastros.
Un hombre no vale un cacahuate si no puede llorar en el momento indicado.
—Lyndon Baines Johnson.
CLAVES PARA LA SEDUCCIÓN.
Todos tenemos debilidades, vulnerabilidades, flaquezas de carácter. Quizá somos
tímidos o demasiado susceptibles, o necesitamos atención; cualquiera que sea nuestra
debilidad, es algo que no podemos controlar. Podemos intentar compensarla, o
esconderla, pero esto es con frecuencia un error: la gente percibe algo falso o forzado.
Recuerda: lo natural en tu carácter es inherentemente seductor. La vulnerabilidad de
una persona, lo que parece que es incapaz de controlar, suele ser lo más seductor en
ella. Las personas que no muestran debilidades, por otro lado, a menudo causan
envidia, temor y enojo: queremos sabotearlas, sólo para hacerlas caer.
No luches contra tus vulnerabilidades, ni trates de reprimirlas, sino ponías en juego.
Aprende a transformarlas en poder. Este juego es sutil; si te deleitas en tu debilidad, si
cargas la mano, se te juzgará ansioso de compasión o, peor aún, patético. No, lo mejor
es permitir que la gente tenga un destello ocasional del lado débil y frágil de tu
carácter, por lo general cuando ya tiene un tiempo de conocerte. Ese destello te
humanizará, lo que reducirá la desconfianza de los otros y preparará el terreno para un
vínculo más firme. Normalmente fuerte y al mando, suéltate a ratos, cede a tus
debilidades, déjalas ver.
Valmont usó su debilidad de esa manera. Había perdido su inocencia tiempo atrás,
pero, en algún lugar de su interior, lo lamentaba. Era vulnerable a alguien
verdaderamente inocente. Su seducción de la regidora fue exitosa porque no era por
completo una actuación; había una debilidad genuina de su parte, que incluso le
permitía llorar a veces. Dejó ver a la regidora este lado suyo en momentos clave, para
desarmarla. Como Valmont, puedes actuar y ser sincero al mismo tiempo.
Supongamos que realmente eres tímido; en ciertos momentos, da mayor peso a tu
timidez, exagérala. Debería serte fácil adornar un rasgo que ya posees.
Luego de que Lord Byron publicó su primer gran poema, en 1812, se volvió célebre al
instante. Además de ser un escritor talentoso, era apuesto, incluso bello, y tan
perturbador y enigmático como los personajes de los que escribía. Las mujeres
enloquecían por él. Tenía una infausta "mirada de soslayo": inclinaba levemente la
cabeza y dirigía la vista a una mujer, haciéndola temblar. Pero también tenía otros
rasgos; era imposible que quienes lo conocían no notaran sus movimientos inquietos,
su ropa desajustada, su extraña timidez y su notable cojera. Este hombre infame, que
despreciaba todas las convenciones y parecía tan peligroso, era personalmente
inseguro y vulnerable.
En el poema de Byron Don Juan, el protagonista es menos un seductor de mujeres que
un hombre constantemente perseguido por ellas. Era un poema autobiográfico; las
mujeres querían hacerse cargo de ese hombre un tanto frágil, que parecía tener poco
control sobre sus emociones. Más de un siglo después, John F. Kennedy se obsesionó
de joven con Byron, el hombre al que más quería emular. Incluso trató de apropiarse
de su "mirada de soslayo". Kennedy era un joven endeble, con constantes problemas de
salud. También era en cierto modo bonito, y sus amigos veían algo femenino en él. Sus
debilidades
:—físicas y mentales, porque era asimismo inseguro, tímido y demasiado susceptible—
eran justo lo que atraía a las mujeres. Si Byron y Kennedy hubieran tratado de esconder
sus vulnerabilidades bajo una arrogancia masculina, no habrían poseído ningún
encanto seductor. En cambio, aprendieron a exhibir sutilmente sus debilidades,
dejando que las mujeres percibieran su lado frágil.
Hay temores e inseguridades peculiares de cada sexo: tu uso de la debilidad estratégica
siempre debe tomar en cuenta esas diferencias. Una mujer, por ejemplo, podría sentirse
atraída por la fuerza y seguridad de un hombre, pero, asimismo, un exceso de ello
podría causar temor, y parecer forzado, e incluso desagradable. Particularmente
[intimidante es la percepción de que un hombre es frío e insensible. Ella podría temer
que él sólo busque sexo, y nada más. Los seductores aprendieron hace mucho a ser más
femeninos: a mostrar sus emociones, y a parecer interesados en la vida de sus víctimas.
Los trovadores medievales fueron los primeros en dominar esta estrategia: escribían
poesía en honor a las mujeres, exaltaban interminablemente sus sentimientos y
pasaban horas en los tocadores de sus damas, escuchando las quejas de las mujeres y
empapándose de su espíritu. A cambio de su disposición a hacerse los débiles, los
trovadores obtenían el derecho de amar.
Poco ha cambiado desde entonces. Algunos de los mayores seductores de la historia
reciente —Gabriele D'Annunzio, Duke Ellington, Errol Flynn— comprendieron el valor
de actuar servilmente con una mujer, como un trovador arrodillado. La clave es ceder a
tu lado débil mientras sigues siendo tan masculino como te sea posible. Esto podría
incluir una demostración ocasional de vergüenza, considerada por el filósofo S0ren
Kierkegaard una táctica extremadamente seductora para un hombre: da a la mujer una
sensación de confort, y aun de superioridad. Recuerda, sin embargo, ser moderado. Un
atisbo de timidez es suficiente; demasiada, y el objetivo se desesperará, temiendo tener
que hacer todo el trabajo.
Los temores e inseguridades de un hombre suelen concernir a su sentido de
masculinidad; por lo general se siente amenazado por una mujer demasiado
manipuladora, demasiado al mando. Las mayores seductoras de la historia sabían
cómo esconder sus manipulaciones haciéndose las niñas en necesidad de protección
masculina. Una famosa cortesana de la antigua China, Su Shou, solía maquillarse para
parecer particularmente débil y pálida. También caminaba en forma que la hiciera
parecer endeble. La gran cortesana del siglo XIX, Cora Pearl literalmente se vestía y
actuaba como niña. Marilyn Monroe sabía cómo dar la impresión de que dependía de
la fuerza de un hombre para sobrevivir. En todos estos casos, las mujeres eran las que
controlaban la dinámica, estimulando el sentido de masculinidad de un hombre a fin
de esclavizarlo en última instancia. Para volver esto más eficaz, una mujer debía
parecer tanto en necesidad de protección como sexual-mente excitable, concediendo así
al hombre su mayor fantasía.
La emperatriz Josefina, esposa de Napoleón Bonaparte, obtuvo pronto el dominio
sobre su esposo por medio de una coquetería calculada. Después se aferró a ese poder
mediante su constante —y no tan inocente— uso de lágrimas. Ver llorar a alguien suele
tener un efecto inmediato en nuestras emociones: no podemos permanecer neutrales.
Sentimos compasión, y muy a menudo haremos cualquier cosa por detener las
lágrimas, incluidas cosas que normalmente no haríamos. Llorar es una táctica
increíblemente eficaz, pero quien llora no siempre es tan inocente. Por lo común hay
algo real detrás de las lágrimas, pero también puede haber un elemento de actuación,
de fingir para impresionar. (Y si el objetivo percibe esto, la táctica está condenada al
fracaso.) Más allá del impacto emocional de las lágrimas, hay algo seductor en la
tristeza. Queremos consolar a la otra persona y, como descubrió Tourvel, ese deseo se
convierte pronto en amor. Afectar tristeza, aun llorar a veces, posee enorme valor
estratégico, incluso en un hombre. Ésta es una habilidad que puedes aprender. El
protagonista de Marianne, novela francesa del siglo XVIII, de Ma-rivaux, recordaba
algo triste de su pasado para poder llorar y parecer triste en el presente.
Usa las lágrimas módicamente, y guárdalas para el momento indicado. Quizá éste
podría ser un momento en que tu blanco parece desconfiar de tus motivos, o en que te
preocupa no ejercer ningún efecto en él. Las lágrimas son un barómetro seguro de lo
enamorada que la otra persona está de ti. Si parece enfadada, o se resiste a morder el
anzuelo, es probable que tu caso sea irremediable.
En situaciones sociales y políticas, parecer demasiado ambicioso, o demasiado
controlado, hará que la gente te tema; es crucial que muestres tu lado débil. Exhibir
una debilidad ocultará múltiples manipulaciones. La emoción, e incluso las lágrimas,
también funcionarán aquí. Lo más seductor es hacerse la víctima. Para su primer
discurso en el parlamento, Benjamin Disraeli preparó una elaborada alocución, pero
cuando la pronunció la oposición gritó y rió tan fuerte que casi nada pudo oírse. El
siguió adelante y pronunció el discurso completo, pero cuando se sentó sintió que
había fracasado en forma lamentable. Para su sorpresa, sus colegas le dijeron que su
discurso había sido todo un éxito. Habría sido un fiasco si él se hubiera quejado y
rendido; pero al continuar como lo hizo, quedó como la víctima de una facción cruel y
poco razonable. Casi todos se compadecieron de él entonces, lo que le sería muy útil en
el futuro. Atacar a tus malévolos adversarios puede hacerte parecer violento también;
en cambio, aguanta sus golpes y hazte la víctima. La gente se pondrá de tu lado, en una
reacción emocional que sentará las bases para una grandiosa seducción política.
Símbolo. La imperfección. Una cara bonita es un deleite para la vista, pero si es
demasiado perfecta nos dejará fríos, y aun algo intimidados. Es el pequeño lunar, la
hermosa marca, lo que vuelve humano y adorable el rostro. Asi, no ocultes todas tus
imperfecciones. Las necesitas para suavizar tus rasgos e inducir ternura.
REVERSO.
El sentido de la oportunidad es todo en la seducción; busca siempre señales de que el
objetivo cae bajo tu hechizo. Una persona que se enamora tiende a ignorar las
debilidades de la otra, o a juzgarlas atractivas. Un persona no seducida, racional, por
otro lado, podría considerar patéticos la vergüenza y los arrebatos emocionales.
También hay ciertas debilidades que no tienen valor seductor, por enamorado que esté
el objetivo.
A la gran cortesana del siglo XVII Ninon de l'Enclos le gustaban los hombres con un
lado débil. Pero a veces un hombre llegaba demasiado lejos, quejándose de que ella no
lo amaba lo suficiente, era demasiado veleidosa e independiente, y él era maltratado y
agraviado. Para Ninon, esa conducta rompía el encanto, y ella terminaba pronto la
relación. Quejas, gimoteos, indigencia y petición de compasión no parecerán a tus
objetivos debilidades encantadoras, sino intentos de manipulación con una especie de
poder negativo. Así que cuando te hagas la víctima, hazlo sutilmente, sin excesos. Las
únicas debilidades que vale la pena exagerar son las que te volverán adorable. Todas
las demás deben reprimirse y erradicarse a como dé lugar.

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