domingo, 16 de octubre de 2011

5.- Engendra una necesidad: Provoca ansiedad y descontento.


Una persona completamente satisfecha no puede ser seducida. Tienes que infundir tensión y disonancia en la
mente de tus objetivos. Suscita en ellos sensaciones de descontento, disgusto con sus circunstancias y ellos
mismos: su vida carece de aventura, se han apartado de sus ideales de juventud, se han vuelto aburridos. Las
sensaciones de insuficiencia que crees te brindarán la oportunidad de insinuarte, de hacer que te vean como la
solución a sus problemas. Angustia y ansiedad son los precursores apropiados del placer. Aprende a inventar la
necesidad que tú puedes saciar.
ABRIR UNA HERIDA.
En la ciudad minera de Easton, en el centro de Inglaterra, David Herbert Lawrence era
considerado un muchacho algo extraño. Pálido y delicado, no tenía tiempo para juegos ni
pasatiempos juveniles, sino que se interesaba en la literatura; y prefería la compañía de las
mujeres, quienes componían la mayor parte de su grupo de amigos. Lawrence visitaba con
frecuencia a la familia Chambers, que había sido su vecina hasta que ella se mudó de Easton a
una granja no muy lejos. Le gustaba estudiar con las hermanas Chambers, y en particular con
Jessie; ella era tímida y seria, y lograr que se abriera y se confiara a él fue un reto agradable.
Jessie le tomó mucho cariño a lo largo de los i años, y se hicieron buenos amigos.
Un día de 1906, Lawrence, quien tenía entonces veintiún años, no apareció a la hora de
costumbre para su sesión de estudio con Jessie. Llegó mucho después, con un humor que ella
nunca le había visto: preocupado y silencioso. Esta vez fue el tumo de ella de hacer que se
abriera. Por fin él habló: sentía que ella estaba demasiado apegada a él. ¿Y el futuro de Jessie?
¿Con quién se casaría? Sin duda no con él, dijo Lawrence, porque sólo eran amigos. Pero era
injusto que él le impidiera tratar a otros. Desde luego que debían seguir siendo amigos y
conversando, aunque quizá con menor frecuencia. Cuando él terminó y se fue, ella sintió un
extraño vacío. Pero tenía que pensar mucho en el amor o el matrimonio. De pronto tenía dudas.
¿Cuál sería su futuro? ¿Por qué no pensaba en eso? Se sintió ansiosa y disgustada, sin saber por
qué.
Lawrence siguió visitándola, pero todo había cambiado. La criticaba por esto y aquello. Ella no
era muy dada al contacto físico. ¿Qué \ clase de esposa sería entonces? Un hombre necesitaba
de una mujer más que sólo conversación. La comparó con una monja. Comenzaron a verse cada
vez menos. Cuando, tiempo después, Lawrence aceptó un puesto docente en una escuela fuera
de Londres, ella se sintió aliviada en parte de librarse un tiempo de él. Pero cuando Lawrence se
despidió, y dio a entender que ésa podía ser la última vez que se verían, ella se quebró y lloró.
Luego, él empezó a mandarle cartas cada semana. Le escribía de las mujeres con las que salía;
tal vez una de ellas seria su esposa. Más tarde, a instancias de él, ella lo visitó en Londres. Se
entendieron bien, como en los viejos tiempos, pero él seguía fastidiándola con su futuro,
removiendo la antigua herida. En navidad Jessie estaba de regreso en Easton, y cuando él la
visitó parecía jubiloso. Había decidido casarse con ella, quien le había atraído desde siempre.
Debían mantenerlo en secreto un tiempo; aunque la carrera literaria de Lawrence ya despegaba
(su primera novela estaba a punto de publicarse), necesitaba reunir más dinero. Tomada por
sorpresa con ese súbito anuncio, y rebosante de felicidad, Jessie accedió a todo, y se hicieron
amantes.
Pronto, sin embargo, se repitió la ya conocida pauta: críticas, rompimientos, anuncios de que él
se había comprometido con otra. Esto no hizo sino reforzar el control que Lawrence ejercía
sobre ella. No fue hasta 1912 que Jessie decidió no volver a verlo jamás, afectada por el retrato
que había hecho de ella en la novela autobiográfica Hijos y amantes. Pero Lawrence mantuvo
una obsesión de por vida con ella.
En 1913, una joven inglesa llamada Ivy Low, que había leído las novelas de Lawrence, inició
una relación epistolar con él, con cartas que desbordaban admiración. Para entonces Lawrence
ya estaba casado, con una alemana, la baronesa Frieda von Richthofen. Para sorpresa de Ivy,
Lawrence la invitó a que los visitara en Italia. Ella sabía que era probable que él fuese un tanto
donjuán, pero ansiaba conocerlo, y aceptó la invitación. Lawrence no fue como ella esperaba: su
voz era aguda, su mirada penetrante, y había algo vagamente femenino en él. Pronto daban
paseos juntos, en los que Lawrence se confiaba a ella. Ivy sintió que se hacían amigos, y esto le
encantó. Pero de repente, justo antes de que ella se marchara, él se embarcó en una serie de
críticas en su contra: era poco espontánea, predecible, menos ser humano que robot. Devastada
por ese inesperado ataque, Ivy tuvo que aceptarlo de cualquier forma: lo que él había dicho era
cierto. ¿Qué podía haber visto él en ella en primer término? ¿Quién era ella, a todo esto? Ivy
dejó Italia sintiéndose vacía, pero Lawrence siguió escribiéndole, como si nada hubiera pasado.
Ella se dio cuenta pronto de que se había enamorado irremediablemente de él, pese a todo lo
que Lawrence le había dicho. ¿O no era pese a lo que había dicho, sino a causa de eso?
En 1914, el escritor John Middleton-Murry recibió una carta de su buen amigo Lawrence. En
ella, a propósito de nada, éste lo criticaba por ser poco apasionado y no suficientemente galante
con su esposa, la novelista Katherine Mansfield. Middleton-Murry escribiría después: "Jamás
había sentido por un hombre lo que la carta de Lawrence me hizo sentir por él. Era algo nuevo,
único, en mi experiencia; y seguiría siendo único". Sintió que bajo las críticas de Lawrence
había una rara especie de afecto. En lo sucesivo, cada vez que veía a Lawrence sentía una
extraña atracción física que no podía explicar.
Interpretación. El número de mujeres, y de hombres, que cayeron bajo el hechizo de Lawrence
es pasmoso, tomando en cuenta lo desagrada ble que podía ser. En casi cada caso la relación
comenzaba en amistad, con conversaciones francas, intercambio de confidencias, un vínculo
espiritual. Luego, invariablemente, él arremetía de pronto contra ellos, expresando crueles
críticas personales. Para entonces los conocía bien, y las críticas solían ser acertadas, y tocar una
fibra sensible. De modo inevitable, esto detonaba confusión en sus víctimas, y una sensación de
ansiedad, de que algo en ellas estaba mal. Violentamente despojadas de su usual sensación de
normalidad, se sentían divididas en su
interior. Con una mitad de su mente se preguntaban por qué él hacía eso, y pensaban que era
injusto; con la otra, creían que todo era cierto. Luego, en esos momentos de desconfianza de sí
mismas, recibían una carta o visita de él, en la que Lawrence se mostraba tan encantador como
antes.
Para ese momento, sus víctimas lo veían de otra forma. Para ese momento, ellas eran débiles y
vulnerables, estaban en necesidad de algo; él, en cambio, parecía muy fuerte. Para ese momento,
él las atraía, y los sentimientos de amistad se convertían en afecto y deseo. Una vez que ellas se
sentían inseguras de sí mismas, eran susceptibles a enamorarse. La mayoría de nosotros nos
protegemos de la rudeza de la vida sucumbiendo a rutinas y pautas, cerrándonos a los demás.
Pero bajo esos hábitos hay una inmensa sensación de inseguridad y defensividad.
Sentimos como si en realidad no estuviéramos vivos. El seductor debe remover esa herida y
llevar a la conciencia plena esas ideas semiconscientes. Esto era lo que Lawrence hacía: sus
golpes repentinos, brutalmente inesperados, herían a la gente en su punto débil.
Aunque Lawrence tuvo mucho éxito con su método frontal, a me-nudo es mejor suscitar ideas
de insuficiencia e incertidumbre en forma indirecta, sugiriendo comparaciones contigo o con los
demás, e insinuando de alguna manera que la vida de tus víctimas es menos gran' diosa de lo
que ellas imaginan. Debes lograr que se sientan en guerra consigo mismas, desgarradas en dos
direcciones, y ansiosas por eso. La f ansiedad, una sensación de carencia y necesidad, es el
antecedente de todo deseo. Estas sacudidas en la mente de tu víctima dejan espacio para que tú
insinúes tu veneno, el llamado de aventura o realización de las sirenas que la hará seguirte a tu
telaraña. Sin ansiedad y sensación de carencia no puede haber seducción.
Deseo y amor tienen por objeto cosas o cualidades que un hombre no posee de momento, sino
de las que carece.
—Sócrates.
CLAVES PARA LA SEDUCCIÓN.
Todos usamos una máscara en sociedad; fingimos ser más seguros de nosotros mismos de lo que
somos. No queremos que los demás se asomen a ese ser desconfiado en nosotros. En verdad,
nuestro ego y personalidad son mucho más frágiles de lo que parecen; encubren sentimientos de
confusión y vacío. Como seductor, nunca confundas la apariencia de una persona con la
realidad. La gente siempre es susceptible de ser seducida, porque de hecho todos carecemos de
la sensación de plenitud, sentimos que en el fondo algo nos falta. Saca a la superficie las dudas
y ansiedades de la gente y podrás conducirla e inducirla a seguirte.
Nadie podrá verte como alguien por seguir o de quien enamorarse a menos que antes reflexione
en sí mismo, y en lo que le falta. Para que la seducción pueda darse, debes poner un espejo
frente a los demás en el que vislumbren su vacío interior. Conscientes de una carencia, podrán
entonces concentrarse en ti como la persona capaz de llenar ese vacío. Recuerda: la mayoría
somos perezosos. Aliviar nuestra sensación de aburrimiento o insuficiencia implica mucho
esfuerzo; dejar que alguien lo haga es más fácil y emocionante. El deseo de que alguien llene
nuestro vacío es la debilidad que todos los seductores aprovechan. Haz que la gente se sienta
ansiosa por el futuro, que se deprima, que cuestione su identidad, que sienta el tedio que corroe
su vida. El terreno está listo. Las semillas de la seducción pueden ser sembradas.
En el Simposio de Platón —el más antiguo tratado occidental sobre el amor, y un texto que ha
tenido una influencia determinante en nuestras ideas acerca del deseo—, la cortesana Diotima
explica a Sócrates el origen de Eros, el dios del amor. El padre de Eros fue Ingenio, o Astucia, y
su madre Pobreza, o Necesidad. Eros salió a ellos: está en constante necesidad, y se las ingenia
incesantemente para satisfacerla. Cómo dios del amor, sabe que éste no puede inducirse en otra
persona a menos que ella también se sienta necesitada. Y eso es lo que hacen las flechas: al
traspasar el cuerpo de un individuo, le hacen experimentar una carencia, un dolor, un ansia. Esta
es la esencia de tu tarea como seductor. Al igual que Eros, debes producir una herida en tu
víctima, orientándote a su punto débil, la grieta en su autoestima. Si ella está estancada, haz que
lo sienta más hondo, aludiendo "inocentemente" al asunto y hablando de él. Lo que necesitas es
una herida, una inseguridad que puedas extender un poco, una ansiedad cuyo alivio ideal sea
relacionarse con otra persona, o sea tú. Tu víctima debe sentir esa herida para poder enamorarse.
Ve cómo Lawrence generaba ansiedad, atacando siempre el punto débil de sus víctimas: en
Jessie Chambers, su frialdad física; en Ivy Low, su falta de espontaneidad; en Middleton-Murry,
su ausencia de galantería,
Cleopatra logró que Julio César se acostara con ella la noche misma en que se conocieron, pero
la verdadera seducción, la que lo convirtió en su esclavo, comenzó después. En sus
conversaciones posteriores, ella hablaba una y otra vez de Alejandro Magno, el héroe del que
supuestamente descendía. Nadie podía compararse con él. Por implicación, ella hacía sentir
inferior a César. Comprendiendo que, bajo su bravuconería, César era inseguro, Cleopatra
despertó en él una ansiedad, un ansia de demostrar su grandeza. Una vez que él se sintió así, fue
fácil avanzar en su seducción. Las dudas sobre su masculinidad eran su punto débil.
Asesinado César, Cleopatra volvió la mirada a Marco Antonio, uno de los sucesores de aquél en
la conducción de Roma. Marco Antonio adoraba el placer y el espectáculo, y sus gustos eran
burdos. Ella apareció ante él primeramente en su barcaza real, y luego le dio de beber y comer, y
motivos de celebración. Todo esto perseguía hacerle ver a Marco Antonio la superioridad del
modo de vida egipcio sobre el romano, al menos en lo relativo al placer. Los romanos eran
aburridos y poco sofisticados en comparación. Y una vez que a Marco Antonio se le hizo sentir
cuánto se perdía al pasar tiempo con sus soldados insulsos y su matronal esposa romana, fue
posible que viera a Cleopatra como la encarnación de todo lo excitante. Se volvió su esclavo.
p Éste es el atractivo de lo exótico. En tu papel de seductor, intenta ubicarte como procedente de
fuera, un extraño, por así decirlo. Representas el cambio, la diferencia, un quiebre de rutinas.
Haz sentir a tus víctimas que, en comparación, su vida es aburrida, y sus amigos menos
interesantes de lo que creían. Lawrence hacía que sus blancos se sintieran personalmente
insuficientes; si te es difícil ser tan brutal, concéntrate en sus amigos, sus circunstancias, lo
externo de su vida. Hay muchas leyendas sobre Don Juan, pero a menudo lo describen
seduciendo a una muchacha de pueblo con el truco de hacerle sentir que su vida es
horriblemente provinciana. El, entre tanto, viste prendas destellantes y tiene un porte
aristocrático. Extraño y exótico, siempre es de otra parte. Ella siente primero el aburrimiento de
su vida, y luego lo ve a él como su salvación. Recuerda: la gente prefiere sentir que si su vida
carece de interés, no es por ella, sino por sus circunstancias, las insípidas personas que conoce,
la ciudad donde nació. Una vez que le hagas sentir el atractivo de lo exótico, la seducción será
fácil.
Otra área endiabladamente seductora por atacar es el pasado de la víctima. Crecer es renunciar
a, o comprometer los ideales juveniles, volverse menos espontáneo, menos vivo de alguna
manera. Esta certeza yace dormida en todos nosotros. Como seductor, debes sacarla a la
superficie, dejar claro cuánto se ha apartado la gente de sus metas e ideales pasados. Muéstrate a
tu vez como representante de ese ideal, quien brinda la oportunidad de recuperar la juventud
perdida mediante la aventura, la seducción. En su madurez, la reina Isabel I de Inglaterra cobró
fama como gobernante un tanto severa y exigente. Se propuso no permitir que sus cortesanos
vieran nada blando o débil en ella. Pero entonces Robert Devereux, el segundo conde de Essex,
llegó a la corte. Mucho más joven que la reina, el gallardo Es-sex censuraba a menudo el
malhumor de Isabel. La reina lo perdonaba; él desbordaba vida, era espontáneo, no podía
controlarse. Pero sus comentarios calaron hondo; en presencia de Essex, ella daba en recordar
sus ideales de juventud —brío, encanto femenino—, que desde entonces se habían desvanecido
en su vida. También sentía retornar un poco de ese espíritu juvenil cuando estaba con él.
Devereux se volvió pronto su favorito, y en poco tiempo ella se enamoró de él. A la vejez
siempre le seduce la juventud; pero, primero, la gente joven debe tener claro qué les falta a los
mayores, cómo han perdido sus ideales. Sólo entonces estos últimos sentirán que la presencia de
los jóvenes habrá de permitirles recuperar esa chispa, el espíritu rebelde que la edad y la
sociedad han conspirado por reprimir.
Este concepto tiene infinitas aplicaciones. Las empresas y los políticos saben que no pueden
seducir a la gente para que compre o haga lo que ellos quieren a menos que antes despierten una
sensación de necesidad o descontento. Vuelve inseguras de su identidad a las masas y podrás
contribuir a definirla por ellas. Esto es tan cierto de grupos o naciones como de individuos: no
es posible seducirlos sin hacerles sentir una carencia. Parte de la estrategia electoral de John E
Kennedy en 1960 consistió en provocar insatisfacción en los estadunidenses por la década de
1950, y por el grado en que el país se había alejado de sus ideales. Al hablar de los años
cincuenta, Kennedy no mencionaba la estabilidad económica de la nación ni su surgimiento
como superpotencia. En cambio, daba a entender que ese periodo estaba marcado por la
conformidad, la falta de riesgo y aventura, la pérdida de los valores pioneros. Votar por
Kennedy era embarcarse en una aventura colectiva, regresar a los ideales abandonados. Pero
para que alguien se uniera a su cruzada, era preciso volverlo consciente de cuánto había perdido,
de lo que le faltaba. Un grupo, como un individuo, puede estancarse en la rutina, y perder de
vista sus metas originales. Demasiada prosperidad le resta fuerza. Tú puedes seducir a una
nación entera apuntando a su inseguridad colectiva, esa sensación latente de que nada es lo que
parece. Causar insatisfacción con el presente y recordar a un pueblo su glorioso pasado puede
alterar su sentido de identidad. Podrás ser entonces quien la redefina: grandiosa seducción.
Símbolo: La flecha de Cupido. Lo que despierta deseo en el seducido no es un toque suave o
una sensación grata: es una herida. La flecha produce pena, dolor, necesidad de alivio. Para
que haya deseo debe haber pena. Dirige la flecha al punto débil de la víctima, y causa una
herida que puedas abrir y reabrir.
REVERSO.
Si llegas demasiado lejos en la reducción de la autoestima de tus objetivos, podrían sentirse
demasiado inseguros para acceder a tu seducción. No seas torpe; como Lawrence, sigue siempre
el ataque hiriente con un gesto tranquilizador. De lo contrario, simplemente los alejarás de ti.
El encanto suele ser una ruta de seducción más sutil y efectiva. El primer ministro Victoriano
Benjamín Disraeli siempre hacía sentir bien a la gente. Le tenía deferencia, la convertía en el
centro de atención, hacía que se sintiera ingeniosa y radiante. Esto halagaba la vanidad de la
gente, que se volvía adicta a él. La seducción de este tipo es difusa: carece de tensión y de las
profundas emociones que la variedad sexual produce, y esquiva el ansia de la gente, su
necesidad de algún género de realización. Pero si eres sutil y astuto, también puede ser un modo
de lograr que los demás bajen sus defensas, mediante el recurso de formar una amistad
inofensiva. Una vez que ellos estén bajo tu hechizo de esta manera, podrás abrir la herida.
Después de que Disraeli encantó a la reina Victoria y forjó una amistad con ella, la hacía sentir
vagamente insuficiente en el establecimiento del imperio y la satisfacción de sus propios
ideales. Todo depende del objetivo. La gente repleta de inseguridades puede requerir la variedad
moderada. En cuanto se sienta a gusto contigo, apunta tus flechas.

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