domingo, 16 de octubre de 2011

Arquetipos: 8. El carismático.


El carisma es una presencia que nos excita. Procede de una cualidad interior —seguridad,
energía sexual, determinación, placidez— que la mayoría de la gente no tiene y desea. Esta
cualidad resplandece, e impregna los gestos de los carismáticos, haciéndolos parecer
extraordinarias y superiores, e induciéndonos a imaginar que son más grandes de lo que
parecen: dioses, santos, estrellas. Ellos aprenden a aumentar su carisma con una mirada
penetrante, una oratoria apasionada y un aire de misterio. Pueden seducir a gran escala.
Crea la ilusión carismática irradiando fuerza, aunque sin involucrarte.
CARISMA Y SEDUCCIÓN.
El carisma es seducción en un plano masivo. Los carismáticos hacen que multitudes se
enamoren de ellos, y luego las conducen. Ese proceso de enamoramiento es simple y sigue
un camino similar al de una seducción entre dos personas. Los carismáticos tienen ciertas
cualidades muy atractivas y que los distinguen. Podrían ser su creencia en sí mismos, su
osadía, su serenidad. Mantienen en el misterio la fuente de estas cualidades. No explican
de dónde procede su seguridad o satisfacción, pero todos a su lado la sienten: resplandece,
sin una impresión de esfuerzo consciente. El rostro del carismático suele estar animado, y
lleno de energía, deseo, alerta: como el aspecto de un amante, instantáneamente atractivo,
incluso vagamente sexual. Seguimos con gusto a los carismáticos porque nos agrada ser
guiados, en particular por personas que ofrecen aventura o prosperidad. Nos perdemos en
su causa, nos apegamos emocionalmente a ellas, nos sentimos más vivos creyendo en ellas:
nos enamoramos. El carisma explota la sexualidad reprimida, crea una carga erótica. Sin
embargo, esta palabra no es de origen sexual, sino religioso, y la religión sigue
profundamente incrustada en el carisma moderno.
Hace miles de años, la gente creía en dioses y espíritus, pero muy pocos podían decir que
hubieran presenciado un milagro, una demostración física del poder divino. Sin embargo,
un hombre que parecía poseído por un espíritu divino —y que hablaba en lenguas,
arrebatos de éxtasis, expresión de intensas visiones— sobresalía como alguien a quien los
dioses habían elegido. Y este hombre, sacerdote o profeta, obtenía enorme poder sobre los
demás. ¿Qué hizo que los hebreos creyeran en Moisés, lo siguieran fuera de Egipto y le
fuesen fieles, pese a su interminable errancía en el desierto? La mirada de Moisés, sus
palabras inspiradas e inspiradoras, su rostro, que brillaba literalmente al bajar del monte
Sinaí: todo esto daba la impresión de que tenía comunicación directa con Dios, y era la
fuente de su autoridad. Y eso era lo que se entendía por "carisma", palabra griega en
referencia a los profetas y a Cristo mismo. En el cristianismo primitivo, el carisma era un
don o talento otorgado por la gracia de Dios y revelador de su presencia. La mayoría de
las grandes religiones fueron fundadas por un carismático, una persona que exhibía
físicamente las señales del favor de Dios.
Al paso del tiempo, el mundo se volvió más racional. Finalmente, la gente obtenía poder no
por derecho divino, sino porque ganaba votos, o demostraba su aptitud. Sin embargo, el
gran sociólogo alemán de principios del siglo XX, Max Weber, señaló que, pese a nuestro
supuesto progreso, entonces había más carismáticos que nunca. Lo que caracterizaba a un
carismático moderno, según él, era la impresión de una cualidad extraordinaria en su
carácter, equivalente a una señal del favor de Dios. ¿Cómo explicar si no, el poder de un
Robes-pierre o un Lenin? Más que nada, lo que distinguía a esos hombres, y constituía la
fuente de su poder, era la fuerza de su magnética personalidad. No hablaban de Dios, sino
de una gran causa, visiones de una sociedad futura. Su atractivo era emocional; parecían
poseídos. Y su público reaccionaba con tanta euforia como el antiguo público ante un
profeta. Cuando Lenin murió, en 1924, se formó un culto en su memoria, que transformó
al líder comunista en deidad.
Hoy, de cualquier persona con presencia, que llame la atención al entrar a una sala, se dice
que posee carisma. Pero aun estos géneros menos exaltados de carismáticos muestran un
indicio de la cualidad sugerida por el significado original de la palabra. Su carisma es
misterioso e inexplicable, nunca obvio. Poseen una seguridad inusual. Tienen un don —
facilidad de palabra, a menudo— que los distingue de la muchedumbre. Expresan una
visión. Tal vez no nos demos cuenta de ello, pero en su presencia tenemos una especie de
experiencia religiosa: creemos en esas personas, sin tener ninguna evidencia racional para
hacerlo. Cuando intentes forjar un efecto de carisma, nunca olvides la fuente religiosa de
su poder. Debes irradiar una cualidad interior con un dejo de santidad o espiritualidad.
Tus ojos deben brillar con el fuego de un profeta. Tu carisma debe parecer natural, como
si procediera de algo misteriosamente fuera de tu control, un don de los dioses. En nuestro
mundo racional y desencantado, la gente anhela una experiencia religiosa, en particular a
nivel grupal. Toda señal de carisma actúa sobre este deseo de creer en algo. Y no hay nada
más seductor que darle a la gente algo en qué creer y seguir.
El carisma debe parecer místico, pero esto no significa que no puedas aprender ciertos
trucos para aumentar el que ya posees, o que den la impresión exterior de que lo tienes.
Las siguientes son las cualidades básicas que te ayudarán a crear la ilusión de carisma.
Propósito. Si la gente cree que tienes un plan, que sabes adónde vas, te seguirá
instintivamente. La dirección no importa: elige una causa, un ideal, una visión, y
demuestra que no te desviarás de tu meta. La gente imaginará que tu seguridad procede
de algo real, así como los antiguos hebreos creyeron que Moisés estaba en comunión con
Dios simplemente porque exhibía las señales externas de ello.
La determinación es doblemente carismática en tiempos difíciles. Como la mayoría de la
gente titubea antes de hacer algo atrevido (aun cuando lo que se requiera sea actuar), una
decidida seguridad te convertirá en el centro de atención. Los demás creerán en ti por la
simple fuerza de tu carácter. Cuando Franklin Delano Roosevelt llegó al poder en Estados
Unidos durante la Gran Depresión, mucha gente dudaba de que pudiera hacer grandes
cambios. Pero en sus primeros meses en el puesto exhibió tanta seguridad, tanta decisión y
claridad frente a los muchos problemas del país, que la gente empezó a verlo como su
salvador, alguien con un intenso carisma.
Misterio. El misterio se sitúa en el corazón del carisma, pero se trata de una clase
particular: un misterio expresado por la contradicción. El carismático puede ser tanto
proletario como aristócrata (Mao Tse-Tung), cruel y bondadoso (Pedro el Grande),
excitable y glacialmente indiferente (Charles De Gaulle), íntimo y distante (Sigmund
Freud). Dado que la mayoría de las personas son predecibles, el efecto de estas
contradicciones es devastadoramente carismático. Te vuelven difícil de entender, añaden
riqueza a tu carácter, hacen que la gente hable de ti. A menudo es mejor que reveles tus
contradicciones lenta y sutilmente: si las expones una tras otra, los demás podrían pensar
que tienes una personalidad errática. Muestra tu misterio gradualmente, y se correrá la
voz. También debes mantener a la gente a prudente distancia, para evitar que te
comprenda.
Otro aspecto del misterio es un dejo de asombro. La impresión de dones proféticos o
psíquicos contribuirá a tu aura. Predice cosas con seriedad y la gente imaginará a menudo
que lo que dijiste se hizo realidad.
Santidad. La mayoría de nosotros transigimos constantemente para sobrevivir, los santos
no. Ellos deben vivir sus ideales sin preocuparse por las consecuencias. El efecto piadoso
confiere carisma.
La santidad va más allá de la religión; políticos tan dispares como George Washington y
Lenin se hicieron fama de santos por vivir con sencillez, pese a su poder: ajustando su vida
personal a sus valores políticos. Ambos fueron prácticamente divinizados al morir. Albert
Einstein también tenía aura de santidad: infantil, reacio a transigir, perdido en su propio
mundo. La clave es que debes tener ciertos valores profundamente arraigados; esta parte
no puede fingirse, al menos no sin correr el riesgo de acusaciones de charlatanería que
destruirán tu carisma a largo plazo. El siguiente paso es demostrar, con la mayor sencillez
y sutileza posibles, que practicas lo que predicas. Por último, la impresión de ser afable y
sencillo puede convertirse a la larga en carisma, siempre y cuando parezcas totalmente a
gusto con ella. La fuente del carisma de Harry Truman, e incluso de Abraham Lincoln, fue
parecer una persona como cualquiera.
Elocuencia. Un carismático depende del poder de las palabras. La razón es simple: las
palabras son la vía más rápida para crear perturbación emocional. Pueden exaltar, elevar,
enojar sin hacer referencia a nada real. Durante la guerra civil española, Dolores Ibánuri,
conocida como La Pasionaria, pronunciaba discursos pro comunistas con tal poder
emotivo que determinaron varios momentos clave de esa contienda. Para conseguir este
tipo de elocuencia, es útil que el orador sea tan emotivo, tan sensible a las palabras, como
el público. Pero la elocuencia puede aprenderse: los recursos que La Pasionaria utilizaba
—consignas, lemas, reiteraciones rítmicas, frases que el público repita— son fáciles de
adquirir. Roosevelt, un tipo tranquilo y patricio, podía convertirse en un orador dinámico,
a causa tanto de su estilo de expresión oral, lento e hipnótico, como por su brillante uso de
imágenes, aliteraciones y retórica bíblica. Las multitudes en sus mítines solían conmoverse
hasta las lágrimas. El estilo lento y serio suele ser más eficaz a largo plazo que la pasión,
porque es más sutilmente fascinante, y menos fatigoso.
Teatralidad. Un carismático es exuberante, tiene una presencia fuerte. Los actores han
estudiado esta presencia desde hace siglos; saben cómo pararse en un escenario atestado y
llamar la atención. Sorpresivamente, no es el actor que más grita o gesticula el que mejor
ejerce esta magia, sino el que guarda la calma, irradiando seguridad en sí mismo. El efecto
se arruina si se hace demasiado esfuerzo. Es esencial poseer conciencia de sí, poder verte
como los demás te ven. De Gaulle sabía que esta conciencia de sí era clave para su
carisma; en las circunstancias más turbulentas —la ocupación nazi de Francia, la
reconstrucción nacional tras la segunda guerra mundial, una rebelión militar en Argelia—
mantenía una compostura olímpica que contrastaba magníficamente con la histeria de sus
colegas. Cuando hablaba, nadie le quitaba los ojos de encima. Una vez que tú sepas cómo
llamar la atención de esta manera, acentúa el efecto apareciendo en actos ceremoniales y
rituales repletos de imágenes incitantes, para parecer majestuoso y divino. La
extravagancia no tiene nada que ver con el carisma: atrae el tipo de atención incorrecto.
Desinhibición. La mayoría de las personas están reprimidas, y tienen poco acceso a su
inconsciente, problema que crea oportunidades para el carismático, quien puede volverse
una suerte de pantalla en que los demás proyecten sus fantasías y deseos secretos. Primero
tendrás que mostrar que eres menos inhibido que tu público: que irradias una sexualidad
peligrosa, no temes a la muerte, eres deliciosamente espontáneo. Aun un indicio de estas
cualidades hará pensar a la gente que eres más poderoso de lo que en verdad eres. En la
década de 1850, una bohemia actriz estadunidense, Adah Isaacs Menken, sacudió al
mundo con su desenfrenada energía sexual y su intrepidez. Aparecía semidesnuda en el
escenario, realizando actos en los que desafiaba a la muerte; pocas mujeres podían
atreverse a algo así en la época victoriana, y una actriz más bien mediocre se volvió figura
de culto.
Como extensión de tu desinhibición, tu trabajo y carácter deben poseer una cualidad de
irrealidad que revele tu apertura a tu inconsciente. Tener esta cualidad fue lo que
transformó a artistas como Wagner y Picasso en ídolos carismáticos. Algo afín a esto es la
soltura de cuerpo y espíritu; mientras que los reprimidos son rígidos, los carismáticos
tienen una serenidad y adaptabilidad que indica su apertura a la experiencia.
Fervor. Debes creer en algo, y con tal firmeza que anime todos tus gestos y encienda tu
mirada. Esto no se puede fingir. Los políticos mienten inevitablemente; lo que distingue a
los carismáticos es que creen en sus mentiras, lo cual las vuelve mucho más creíbles. Un
prerrequisito de la creencia ardiente es una gran causa que junte a las personas, una
cruzada. Conviértete en el punto de confluencia del descontento de la gente, y muestra que
no compartes ninguna de las dudas que infestan a los seres humanos normales. En 1490, el
florentino Girolamo Savonarola se alzó contra la inmoralidad del papa y la iglesia católica.
Asegurando que actuaba por inspiración divina, durante sus sermones se animaba tanto
que la histeria se apoderaba del gentío. Savonarola logró tantos seguidores que asumió
brevemente el control de la ciudad, hasta que el papa lo hizo capturar y quemar en la
hoguera. La gente creyó en él por la profundidad de su convicción. Hoy más que nunca su
ejemplo tiene relevancia: la gente está cada vez más aislada, y ansia experiencias
colectivas. Permite que tu ferviente y contagiosa fe, en prácticamente todo, le dé algo en
qué creer.
vulnerabilidad. Los carismáticos exhiben necesidad de amor y afecto. Están abiertos a su
público, y de hecho se nutren de su energía; el público es electrizado a su vez por el
carismático, y la corriente aumenta al ir y venir. Este lado vulnerable del carisma suaviza
el de la seguridad, que podría parecer fanática y alarmante.
Como el carisma implica sentimientos parecidos al amor, por tu parte debes revelar tu
amor a tus seguidores. Este fue un componente clave del carisma que Marilyn Monroe
irradiaba en la cámara. Tú sabías que pertenecía al Público", escribió en su diario, "y al
mundo, y no porque fuera talentosa o bella, sino porque nunca había pertenecido a nada
ni nadie más. El Público era la única familia, el único príncipe azul y el único hogar con
que siempre soñé." Frente a la cámara, Marilyn cobraba vida de repente, coqueteando con
y excitando a su invisible público. Si la audiencia no siente esta cualidad en ti, se alejará.
Por otro lado, nunca parezcas manipulador o necesitado. Imagina a tu público como una
sola persona a la que tratas de seducir: nada es más seductor para la gente que sentirse
deseada.
Audacia. Los carismáticos no son convencionales. Tienen un aire de aventura y nesgo que
atrae a los aburridos. Sé desfachatado y valiente en tus actos; que te vean corriendo
riesgos por el bien de otros. Napoleón se cercioraba de que sus soldados lo vieran junto a
los cañones en batalla. Lenin paseaba por las calles, pese a las amenazas de muerte que
había recibido. Los carismáticos prosperan en aguas turbulentas; una crisis les permite
hacer alarde de su arrojo, lo que incrementa su aura. John F. Kennedy volvió en sí cuando
hizo frente a la crisis de los misiles en Cuba, Charles De Gaulle cuando enfrentó la
rebelión en Argelia. Ambos necesitaron esos problemas para parecer carismáticos, y de
hecho algunos los acusaron de provocar situaciones (Kennedy mediante su estilo
diplomático suicida, por ejemplo) que explotaban su amor a la aventura. Muestra
heroísmo para conseguir carisma de por vida. A la inversa, el menor signo de cobardía o
timidez arruinará el carisma que tengas.
Magnetismo. Si un atributo físico es crucial para la seducción son los ojos. Revelan
excitación, tensión, desapego, sin palabras de por medio. La comunicación indirecta es
crítica en la seducción, y también en el carisma. El comportamiento de los carismáticos
puede ser desenvuelto y sereno, pero sus ojos son magnéticos; tienen una mirada
penetrante que perturba las emociones de sus objetivos, ejerciendo fuerza sin palabras ni
actos. La mirada agresiva de Fidel Castro puede reducir al silencio a sus adversarios.
Cuando se le refutaba, Benito Mussolini entornaba los ojos, mostrando el blanco de una
manera que asustaba a la gente. Ahmed Sukarno, presidente de Indonesia, tenía una
mirada que parecía capaz de leer el pensamiento. Roosevelt dilataba las pupilas a
voluntad, lo que volvía su mirada tanto hipnótica como intimidante. Los ojos del
carismático nunca indican temor ni nervios.
Todas estas habilidades pueden adquirirse. Napoleón pasaba horas frente al espejo, para
ajustar su mirada a la del gran actor contemporáneo Taima. La clave es el autocontrol. La
mirada no necesariamente tiene que ser agresiva; también puede mostrar satisfacción.
Recuerda: de tus ojos puede emanar carisma, pero también pueden delatarte como
impostor. No dejes tan importante atributo al azar. Practica el efecto que deseas..
Carisma genuino significa entonces la capacidad para generar internamente y expresar
externamente extrema emoción, capacidad que convierte a alguien en objeto de atención
intensa e irreflexiva imitación de los demás.
—Liah Greenñeld.
El profeta milagroso. En el año 1425, Juana de Arco, campesina del poblado francés de
Domrémy, tuvo su primera visión: "Tenía trece años cuando Dios envió una voz para que
me guiara". Esa voz era la de san Miguel, quien llevaba un mensaje divino: Juana había
sido elegida para librar a Francia de los invasores ingleses (que gobernaban entonces la
mayor parte del país), y del caos y guerra resultantes. También debía restituir la corona
francesa al príncipe —el delfín, más tarde Carlos Vil—t su legítimo heredero. Santa
Catalina y santa Margarita también pablaron a Juana. Sus visiones eran
extraordinariamente vividas: vio a san Miguel, lo tocó, lo olió.
Al principio Juana no dijo a nadie lo que había visto; para todos los que la conocían, era
una tranquila niña campesina. Pero las visiones se hicieron más intensas, así que en 1429
dejó Domrémy decidida a realizar la misión para la que Dios la había elegido. Su meta
era .reunirse con Carlos en la ciudad de Chinon, donde él había establecido su corte en el
exilio. Los obstáculos eran enormes: Chinon estaba lejos, el viaje era peligroso y Carlos,
aun si ella lo encontraba, era un joven perezoso y cobarde con pocas probabilidades de
emprender una cruzada contra los ingleses. Impertérrita, fue de un poblado a otro,
explicando su misión a los soldados y pidiéndoles que la escoltaran a Chinon. En ese
entonces abundaban las jóvenes con visiones religiosas, y no había nada en la apariencia
de Juana que inspirara confianza; sin embargo, un soldado, Jean de Metz, quedó
intrigado por ella. Lo que lo fascinó fue el extremo detalle de sus visiones: ella liberaría la
sitiada ciudad de Orleans, haría coronar al rey en la catedral de Reims, dirigiría al ejército
a París; sabía cómo sería herida, y dónde; las palabras que atribuía a san Miguel eran
muy diferentes al lenguaje de una muchacha campesina, y transmitía una seguridad tan
serena que resplandecía de convicción. De Metz cayó bajo su hechizo. Le juró lealtad y
marchó con ella a Chinon. Pronto, también otros ofrecieron asistencia, y a oídos de Carlos
llegó la noticia de la extraña joven en pos de él.
En el trayecto de quinientos cincuenta kilómetros a Chinon, acompañada sólo de un
puñado de soldados, por un territorio infestado de bandas en pugna, Juana no mostró
temor ni vacilación. El viaje duró varios meses. Cuando finalmente ella llegó a su destino,
el delfín decidió recibir a la joven que prometía restituirle el trono, pese a la opinión de sus
consejeros; pero se aburría, y quería diversión, así que optó por jugarle una broma. Ella
se encontraría con él en una sala llena de cortesanos; para probar sus poderes proféticos,
él se disfrazó de uno de ellos, y vistió a otro de sí mismo. Pero cuando Juana llegó, y para
sorpresa de la multitud, caminó directamente hasta Carlos y le hizo una reverencia: "El
Rey del Cielo me envía a ti con el mensaje de que serás el lugarteniente del Rey del Cielo,
quien también es el rey de Francia". En la conversación que siguió, Juana pareció hacerse
eco de los más ocultos pensamientos de Carlos, mientras contaba de nuevo, con
extraordinario detalle, las hazañas que llevaría a cabo. Días después, este hombre indeciso
e inconstante se declaró convencido, y dio su aprobación a Juana para encabezar un
ejército francés contra los ingleses.
Milagros y santidad aparte, Juana de Arco tenía ciertas cualidades básicas que la volvían
excepcional. Sus visiones eran intensas; podía describirlas con tanto detalle que debían ser
reales. Los detalles tienen ese efecto: conceden una sensación de realidad aun a las más
descabelladas afirmaciones. De igual modo, en una época de gran desorden, ella estaba
sumamente concentrada, como si su fuerza procediera de otro mundo. Hablaba con
autoridad, y predicaba cosas que la gente quería: los ingleses serían derrotados, la
prosperidad retornaría. También tenía el llano sentido común de los campesinos.
Seguramente oyó descripciones de Carlos de camino a Chinon; una vez en la corte, fue
capaz de percibir la trampa que él le había puesto, y de distinguir confiadamente su
engreído rostro entre la multitud. Al año siguiente sus visiones la abandonaron, y también
su seguridad; cometió muchos errores, que condujeron a su captura por los ingleses. Era
humana, en realidad.
Quizá nosotros ya no creamos en milagros, pero todo lo que insinúa poderes extraños, de
otro mundo o hasta sobrenaturales creará carisma. La psicología es la misma: tienes
visiones del futuro, y de las cosas maravillosas que puedes cumplir. Describe esas cosas con
gran detalle, con un aire de autoridad, y destacarás de súbito. Y si tu profecía —de
prosperidad, por decir algo— es justo lo que la gente quiere oír, es probable que caiga bajo
tu hechizo, y vea más tarde los acontecimientos como confirmación de tus predicciones.
Exhibe notable seguridad y la gente pensará que tu confianza procede de un conocimiento
real. Engendrarás una profecía que se cumple sola: la creencia de la gente en ti se
traducirá en actos que contribuirán a realizar tus visiones. Todo indicio de éxito la hará
ver milagros, poderes asombrosos, el fulgor del carisma.
El animal auténtico. Un día de 1905, el salón en San Petersburgo de la condesa Ignatiev
estaba inusualmente lleno. Políticos, damas de sociedad y cortesanos habían llegado
temprano para esperar al distinguido invitado de honor; Grigori Eíimovich, Rasputín,
monje siberiano de cuarenta años de edad que se había hecho fama en toda Rusia como
curandero, quizá santo. Cuando Rasputín arribó, pocos pudieron ocultar su decepción: su
rostro era feo¿ desgreñado su cabello, y él mismo era desgarbado y rústico. Se preguntaron
qué hacían ahí. Pero entonces Rasputín se acercó a cada uno de ellos, les envolvió los
dedos entre sus enormes manos y los miró directamente a los ojos. Al
principio su mirada era inquietante: mientras los contemplaba de hito _ hito, parecía
sondearlos y juzgarlos. Pero de pronto su expresión cambió, y su cara irradió bondad,
alegría y comprensión. Abrazó a varias damas, con extrema elusividad. Este llamativo
contraste tuvo efectos profundos.
El ánimo en la sala pasó pronto de la decepción a la emoción. La voz de Rasputín era
grave y serena; y aunque su lenguaje era tosco, las ideas que expresaba resultaban
deliciosamente simples, y sonaban a grandes verdades espirituales. Justo cuando los
invitados empezaban a relajarse con ese campesino de sucia apariencia, el humor i de éste
pasó de súbito al enojo: "Los conozco, puedo leer en su alma.
Son demasiado engreídos. [...] Esas finas prendas y artes suyas son infiles y perniciosas.
¡Los hombres deben aprender a humillarse! De-n ser sencillos, muy, muy sencillos. Sólo
entonces Dios se acercará a ustedes". El rostro del monje se animó, sus pupilas se
dilataron, parecía completamente distinto. Su mirada iracunda era tan imponente que
recordó a Jesús echando a los comerciantes del templo. Luego Rasputín se calmó, volvió a
mostrarse gentil, pero los invitados ya lo veían como alguien extraño y notable. Entonces,
en una actuación que repetiría pronto en salones de toda la ciudad, puso a cantar a los
invitados una melodía popular; y mientras cantaban, él empezó a bailar, una danza
extraña y desinhibida de su invención, al tiempo que rodeaba a las mujeres más atractivas
ahí presentes, a quienes invitaba con los ojos a unírsele. La danza se volvió vagamente
sexual; cuando BUS parejas caían bajo su hechizo, él murmuraba a su oído sugestivos
comentarios. Pero ninguna pareció ofenderse.
Durante los meses siguientes, mujeres de todos los niveles de la sociedad de San
Petersburgo visitaron a Rasputín en su departamento. Hablaba con ellas de temas
espirituales, pero después, sin previo [aviso, se volvía sensual, y les susurraba las más
burdas insinuaciones. Se justificaba con el dogma espiritual: ¿cómo podía arrepentirse
uno si no había pecado? La salvación sólo llega a quienes se descarrían. Una de las pocas
mujeres que rechazaron sus avances fue interrogada por una amiga: "¿Cómo es posible
negar algo a un santo?". "¿Acaso un santo necesita del amor pecaminoso?", contestó ella.
La amiga replicó: “E1 vuelve sagrado todo lo que toca. Yo le he pertenecido ya, y estoy
orgullosa y satisfecha de eso". "¡Pero estás casada! ¿Qué dice tu esposo?". "Lo considera
un gran honor. Si Rasputín desea a una mujér, todos lo consideramos una bendición y
distinción, nuestros esposos tanto como nosotras mismas."
El hechizo de Rasputín se extendió en poco tiempo al zar Nicolás, y en particular a su
esposa, la zarina Alejandra, luego de que, al parecer, curó a su hijo de una lesión mortal.
Años después, él era el hombre más poderoso de Rusia, con absoluto dominio sobre la
pareja real.
Las personas son más complejas que las máscaras que usan en sociedad. Un hombre que
parece noble y delicado quizá oculte un lado oscuro, el que con frecuencia se manifestará
en formas extrañas; si su nobleza y refinamiento son de hecho una impostura, tarde o
temprano la verdad saldrá a la luz, y su hipocresía decepcionará y ahuyentará. Por el
contrario, nos atraen las personas que parecen más holgadamente humanas, que no se
molestan en esconder sus contradicciones. Ésta era la fuente del carisma de Rasputín. Un
hombre tan auténtico, tan desprovisto de apocamiento o hipocresía, era sumamente
atractivo. Su maldad y su santidad eran tan extremas que lo volvían desbordante. El
resultado era un aura carismática inmediata y preverbal; irradiaba de sus ojos, y del
contacto de sus manos.
La mayoría somos una combinación de demonio y santo, lo noble y lo innoble, y pasamos
la vida tratando de reprimir nuestro lado oscuro. Pocos podemos dar rienda suelta a
ambos lados, como hacía Rasputín, pero podemos crear carisma en menor grado
liberándonos de cohibiciones, y de la incomodidad que la mayoría sentimos por nuestra
complicada naturaleza. No puedes evitar ser como eres, así que sé genuino. Esto es lo que
nos atrae de los animales: hermosos y crueles, no dudan de sí. Esta cualidad es doblemente
fascinante en los seres humanos. Las personas que gustan de guardar las apariencias
podrían condenar tu lado oscuro, pero la virtud no es lo único que crea carisma; todo lo
extraordinario lo hará. No te disculpes ni te quedes a medio camino. Entre más
desenfrenado parezcas, más magnético será tu efecto.
Por su propia naturaleza, la existencia de la autoridad carismática es específicamente
inestable. El detentador puede verse privado de su carisma; puede sentirse "abandonado
por su Dios" como Jesús en la cruz; puede demostrar a sus seguidores que "la virtud se ha
agotado". Su misión se extingue entonces, y la esperanza aguarda y busca un nuevo
detentador de carisma.
MAX WEBER, DE MAX WEBER: ENSAYOS DE SOCIOLOGÍA, EDICIÓN DE HANS GERTH Y C
WRIGHT MILLS.
El artista demoníaco. En su infancia se consideraba a Elvis Presley un chico extraño y
muy reservado. En la preparatoria, en Memphis, Tennessee, llamaba la atención por su
copete y patillas y su atuendo rosa y negro, pero quienes intentaban hablarle no
encontraban nada en él: era terriblemente soso o irremediablemente tímido. En la fiesta
de graduación, fue el único que no bailó. Parecía perdido en un mundo privado,
enamorado de la guitarra que llevaba a todas partes. En el Ellis Auditorium, al final de
una función de música gospel o lucha libre, el gerente de concesiones solía hallarlo en el
escenario imitando una actuación y recibiendo los aplausos de un público imaginario.
Cuando le pedía que se marchara, Elvis se iba sin decir nada. Era un muchacho muy
cortés.
En 1953, justo recién salido de la preparatoria, Elvis grabó su primera canción, en un
estudio local. Se trataba de una prueba, una oportunidad de oír su voz. Un año después, el
dueño del estudio, Sam Phillips, lo llamó para grabar dos canciones de blues con una
pareja de músicos profesionales. Trabajaron durante horas, pero nada parecía embonar;
Elvis estaba nervioso e inhibido. Casi al fin de la velada, aturdido por la fatiga, de pronto
se soltó y empezó a brincar como niño por todas partes, en un momento de completo
desfogue. Los músicos se le sumaron, la canción era cada vez más arrebatada y los ojos de
Phillips de encendieron: ahí había algo.
Un mes más tarde, Elvis dio su primera función pública, en un parque al aire libre en
Memphis. Estaba tan nervioso como lo había estado en la sesión de grabación, y
tartamudeaba apenas cuando tenía que hablar; pero en cuanto empezó a cantar, las
palabras brotaron solas. La multitud reaccionó emocionada, llegando al clímax en ciertos
momentos. Elvis no sabía qué pasaba. "Al terminar la canción me acerqué al manager",
diría después, "y le pregunté qué había enloquecido al público. Me respondió: 'No sé, pero
creo que se pone a gritar cada vez que sacudes la pierna izquierda. Sea lo que sea, no
pares'."
Un sencillo grabado por Elvis en 1954 tuvo éxito. Poco después, vendía mucho ya. Subir al
escenario lo llenaba de ansiedad y emoción, al grado de convertirlo en otro, como si
estuviera poseído. "He hablado con algunos cantantes y se ponen un poco nerviosos, pero
dicen que los nervios como que se les calman cuando empiezan a can-lar. A mí no. Es una
especie de energía, [...] algo parecido al sexo, tal vez." En los meses siguientes descubrió
más gestos y sonidos —sacudidas de baile, una voz más trémula— que enloquecían a las
multitudes, en especial a las adolescentes. Un año después era el músico más popular de
Estados Unidos. Sus conciertos eran sesiones de histeria colectiva.
Elvis Presley tenía un lado oscuro, una vida secreta. (Algunos la han atribuido a la muerte,
al nacer, de su hermano gemelo.) De joven reprimió mucho ese lado oscuro, que incluía
toda clase de fantasías, a las que únicamente podía ceder cuando estaba solo, aunque su
ropa poco convencional quizá haya sido también un síntoma de lo mismo. Cuando
actuaba, no obstante, podía soltar esos demonios. Emergían como una peligrosa fuerza
sexual. Espasmódico, andrógino, desinhibido, él era un hombre que cumplía extrañas
fantasías ante el público. La audiencia sentía esto y se excitaba. Lo que daba carisma a
Elvis no era un estilo y apariencia extravagantes, sino la electrizante expresión de su
turbulencia interior.
Una muchedumbre o grupo de cualquier tipo tiene una energía única. Justo bajo la
superficie está el deseo, una constante excitación sexual que debe reprimirse, por ser
socialmente inaceptable. Si tú posees la capacidad de despertar esos deseos, la multitud
verá que tienes carisma. La clave es aprender a acceder a tu inconsciente, como hacía Elvis
cuando se soltaba. Estás lleno de una agitación que parece proceder de una misteriosa
fuente interna. Tu desinhibición invitará a otras personas a abrirse, lo que detonará una
reacción en cadena: su excitación te animará más aún. Las fantasías que saques a la
superficie no necesariamente tienen que ser sexuales; cualquier tabú social, cualquier cosa
reprimida y con urgencia de una salida, será suficiente. Haz sentir esto en tus grabaciones,
tus obras de arte, tus libros. La presión social mantiene tan reprimida a la gente que ésta
se sentirá atraída por tu carisma antes siquiera de haberte conocido en persona.
El salvador. En marzo de 1917, el parlamento de Rusia obligó a abdicar al soberano de la
nación, el zar Nicolás, y estableció un gobierno provisional. Rusia estaba en ruinas. Su
participación en la primera guerra mundial había sido un desastre; el hambre se extendía
por todos lados, el inmenso campo era presa del saqueo y el linchamiento, y los soldados
desertaban en masa del ejército. Políticamente, el país estaba muy dividido; las principales
facciones eran la derecha, los socialdemócratas y los revolucionarios de izquierda, y cada
uno de estos grupos estaba aquejado a su vez por la disensión.
En medio de este caos llegó Vladimir Ilich Lenin, de cuarenta y siete años de edad.
Revolucionario marxista, líder del partido comunista bolchevique, había sufrido un exilio
de doce años en Europa hasta que, reconociendo el caos que invadía a Rusia como la
oportunidad que tanto había esperado, volvió de prisa a su país. Llamó entonces a
suspender la participación en la guerra, y a una inmediata revolución socialista. En las
primeras semanas tras su arribo, nada habría podido parecer más ridículo. Como hombre,
Lenin era poco impresionante, de baja estatura y facciones toscas. Además, había pasado
años en Europa, aislado de su pueblo e inmerso en la lectura y las discusiones intelectuales.
Más aún, su partido era pequeño, apenas un grupúsculo de la coalición de izquierda, con
poca organización. Pocos lo tomaban en serio como líder nacional.
Impertérrito, Lenin se puso a trabajar. En todas partes repetía el mismo mensaje simple:
poner fin a la guerra, establecer el régimen del proletariado, abolir la propiedad privada,
redistribuir la riqueza. Exhausto por las interminables guerras políticas intestinas de la
nación y la complejidad de sus problemas, el pueblo empezó a escuchar. Lenin era tan
decidido, tan seguro. Nunca perdía la calma. En ásperos debates, simplemente demolía con
su lógica cada argumento de los adversarios. A obreros y soldados les impresionaba su
firmeza. Una vez, en medio de un disturbio en ciernes, asombró a su chofer saltando al
estribo del auto y señalando el camino entre la multitud, con considerable riesgo personal.
Cuando le decían que sus ideas no tenían nada que ver con la realidad, contestaba: "Peor
para la realidad!".
Junto a la seguridad mesiánica de Lenin en su causa, estaba su capacidad organizativa.
Exiliado en Europa, su partido se había dispersado y menguado; para mantenerlo unido,
él había desarrollado grandes habilidades prácticas. Frente a una muchedumbre, era
también un orador eficaz. Su discurso en el Primer Congreso Panruso de los Soviets causó
sensación: revolución o gobierno burgués, proclamó, pero nada intermedio; basta ya de los
arreglos en que participaba la izquierda. En un momento en que otros políticos pugnaban
desesperadamente por adaptarse a la crisis nacional, sin lograrlo del todo, Lenin era
estable como una roca. Su prestigio aumentó, lo mismo que el número de miembros del
partido bolchevique.
Lo más sorprendente era el efecto de Lenin en los obreros, soldados y campesinos. Se
dirigía a estos individuos comunes cada vez que
se topaba con ellos: en la calle, subido a una silla, los pulgares en las solapas, su discurso
era una rara mezcla de ideología, aforismos campesinos y lemas revolucionarios. Ellos
escuchaban, extasiados. Cuando Lenin murió, en 1924 —siete años después de haber
abierto camino por sí solo a la Revolución de Octubre de 1917, que lo llevó
vertigulosamente al poder junto con los bolcheviques—, esos mismos rusos ordinarios se
vistieron de luto. Le rindieron pleitesía en su tumba, donde su cuerpo fue preservado a la
vista; contaban historias de i él, con lo que desarrollaron un conjunto de leyendas
populares; a miles de niñas recién nacidas se les bautizó como Ninel, Lenin al revés. Este
culto a Lenin asumió proporciones religiosas.
Ex iste todo género de confusiones sobre el carisma, las que, paradójica-mente, no hacen
sino aumentar su mística. El carisma tiene poco que ver con una apariencia física atractiva
o una personalidad brillante, cualidades que incitan un interés de corto plazo. En
particular en tiempos difíciles, las personas no buscan diversión; quieren seguridad, mejor
I calidad de vida, cohesión social. Lo creas o no, un hombre o mujer de aspecto insulso
pero con una visión clara, determinación y habilidades prácticas puede ser
devastadoramente carismático, siempre y cuando esto vaya acompañado de cierto éxito.
Nunca subestimes el poder del éxito en el acrecentamiento de tu aura. Pero en un mundo
repleto ! de tramposos y contemporizadores cuya indecisión sólo genera más ¡ desorden,
un alma lúcida será un imán de atención: tendrá carisma. En el trato personal, o en un
café en Zürich antes de la revolución, Lenin tenía escaso o nulo carisma. (Su seguridad era
atractiva, pero muchos consideraban irritante su estridencia.) Obtuvo carisma cuando se
le vio como el hombre que podía salvar al país. El carisma : no es una cualidad misteriosa
en ti, fuera de tu control; es una ilusión a ojos de quienes ven en ti algo que ellos no tienen.
Particularmente en tiempos difíciles, puedes aumentar esa ilusión con serenidad,
resolución y un perspicaz sentido práctico. También es útil tener un mensaje
seductoramente simple. Llamémosle síndrome del salvador: una vez que la gente imagina
que puedes salvarla del caos, se enamorará de ti, como una persona que se arroja en
brazos de su protector. Y el amor masivo equivale a carisma. ¿Cómo explicar si no, el
amor que rusos ordinarios sentían por un hombre tan poco emotivo y emocionante como
Vladimir Lenin?
El gurú. De acuerdo con las creencias de la Sociedad Teosófica, cada dos mil años, más o
menos, el espíritu del Maestro Universal, el Señor Maitreya, habita el cuerpo de un ser
humano. Primero fue Sri Krishna, nacido dos mil años antes de Cristo; luego fue el propio
Jesús, y a principios del siglo XX estaba prevista otra encarnación. Un día de 1909, el
teósofo Charles Leadbeater vio a un chico en una playa de la India y tuvo una epifanía: ese
muchacho de catorce años, Jiddu Krishnamurti, sería el siguiente vehículo del Maestro
Universal. A Leadbeater le impresionó la sencillez del muchacho, quien parecía carecer de
la menor traza de egoísmo. Los miembros de la Sociedad Teosófica coincidieron con su
evaluación y adoptaron a ese escuálido y desnutrido chico, cuyos maestros lo habían
golpeado repetidamente por su estupidez. Lo alimentaron y vistieron, e iniciaron su
instrucción espiritual. Ese desaliñado pilluelo se convirtió en un joven sumamente apuesto.
En 1911, los teósofos formaron la Orden de la Estrella en Oriente, grupo destinado a
preparar el camino para la llegada del Maestro Universal. Krishnamurti fue nombrado
jefe de la orden. Se le llevó a Inglaterra, donde continuó su educación, y dondequiera que
iba era mimado y venerado. Su aire de sencillez y satisfacción no podía menos que
impresionar.
Pronto Krishnamurti empezó a tener visiones. En 1922 declaró: "He bebido de la fuente
de la dicha y la eterna belleza. Estoy embriagado de Dios". En los años siguientes tuvo
experiencias psíquicas que los teósofos interpretaron como visitas del Maestro Universal.
Pero Krishnamurti había tenido en realidad un tipo diferente de revelación: la verdad del
universo venía de dentro. Ningún dios, gurú ni dogma podrían hacer que uno la
comprendiera. El no era un dios ni mesías, sino un hombre como cualquiera. La
veneración con que se le trataba le repugnaba. En 1929, para consternación de sus
seguidores, disolvió la Orden de la Estrella y renunció a la Sociedad Teosófica.
Krishnamurti se hizo filósofo entonces, decidido a difundir la verdad que había
descubierto: que uno debe ser simple, quitar la pantalla del lenguaje y la experiencia
pasada. Por estos medios, cualquiera puede alcanzar una satisfacción del tipo que
Krishnamurti irradiaba. Los teósofos lo abandonaron, pero él tenía más seguidores que
nunca. En California, donde pasaba gran parte de su tiempo, el interés en él rayaba en
adoración. El poeta Robinson Jeffers aseguró que cada vez que Krishnamurti entraba a
una sala, podía sentirse que un fulgor llenaba el espacio. El escritor Aldous Huxley lo
conoció en Los Angeles y cayó bajo su hechizo. Tras oírlo hablar, escribió: "Era como
escuchar el discurso de Buda: el mismo poder, la misma autoridad intrínseca". Irradiaba
iluminación. El actor John Barrymore le pidió hacer el papel de Buda en una película.
(Krishnamurti declinó cortésmente.) Cuando visitó la India, manos salían de la multitud
para tratar de tocarlo por la ventana del auto descubierto. La gente se postraba ante él.
Asqueado por toda esta adoración, Krishnamurti se distanció cada vez más. Incluso
hablaba de sí en tercera persona. De hecho, la capacidad para desprenderse del propio
pasado y ver al mundo de otra manera formaba parte de su filosofía, pero una vez más el
efecto fue contrario al esperado: el cariño y veneración que la gente sentía por : él no
nacían sino aumentar. Sus seguidores peleaban celosamente por muestras de su favor. Las
mujeres en particular se enamoraban profundamente de él, aunque fue célibe toda la vida.
Krishnamurti no deseaba ser gurú ni carismático, pero descubrió inadvertidamente una
ley de la psicología humana que lo perturbó. La gente no quiere oír que tu poder procede
de años de esfuerzo o disciplina. Prefiere pensar que proviene de tu personalidad, tu
carácter, algo con lo que naciste. Y espera que la proximidad del gurú o carismático le
transmita parte de ese poder. No quería tener que leer los libros de Krishnamurti, o pasar
años practicando sus lecciones; simplemente quería estar cerca de él, empaparse de su
aura, oírlo hablar, sentir la luz que entraba a la sala con él. Krishnamurti defendía la
sencillez como una forma de abrirse a la verdad, pero su propia sencillez no hacía más que
permitir a la gente ver lo que quería en él, atribuyéndole poderes que él no sólo negaba,
sino que también ridiculizaba.
Éste es el efecto del gurú, y es sorprendentemente simple de crear. El aura que persigues
en este caso no es la ardiente de la mayoría de los carismáticos, sino un aura de
incandescencia, de iluminación. Una persona iluminada ha comprendido algo que le da
satisfacción, y esta satisfacción resplandece. Esta es la apariencia que deseas: no necesitas
nada ni a nadie, estás pleno. Las personas sienten natural atracción por quienes emiten
felicidad; quizá puedan obtenerla de ti. Cuanto menos obvio seas, mejor: que la gente
concluya que eres feliz, en vez de saberlo de ti. Que lo vea en tu pausada actitud, tu amable
sonrisa, tu serenidad y bienestar. Da vaguedad a tus palabras, para que la gente imagine lo
que quiera. Recuerda: ser ajeno y distante no "hace sino estimular el efecto. La gente
peleará por la menor señal de tu interés. Un gurú está satisfecho y apartado, combinación
tremendamente carismática.
La santa teatral. Todo comenzó en la radio. A fines de la década de 1930 y principios de la
de 1940, las mujeres argentinas oían la voz lastimera y musical de Eva Duarte en algunas
de las populares radio-novelas de la época, auténticas superproducciones. Ella nunca hacía
reír, pero muy a menudo podía hacer lloran con las quejas de una mujer traicionada, o las
últimas palabras de María Antonieta. De sólo pensar en su voz, se sentía un
estremecimiento de emoción. Además, era bonita, de largo y suelto cabello rubio y cara
seria, la cual aparecía con frecuencia en las portadas de las revistas de la farándula.
En 1943, esas revistas publicaron un artículo por demás interesante: Eva había iniciado un
romance con uno de los miembros más apuestos del nuevo gobierno militar, el coronel
Juan Perón. Los argentínos la oían entonces haciendo anuncios de propaganda para el
gobierno, loando la "Nueva Argentina" que resplandecía en el futuro.
Y por fin ese cuento de hadas llegó a su perfecta conclusión: en 1945 Juan y Eva se
casaron, y al año siguiente el apuesto coronel, luego de muchas pruebas y tribulaciones
(incluida una temporada en la cárcel, de la que lo liberaron los esfuerzos de su devota
esposa) fue elegido presidente. Era un defensor de los descamisados: los obreros y los
pobres, entre quienes se había contado su esposa. De sólo veintiséis años en ese momento,
ella había crecido en la pobreza.
Ahora que esta estrella era la primera dama de la república, pareció cambiar. Bajó mucho
de peso; sus vestidos se hicieron menos extravagantes, y aun francamente austeros, y ese
hermoso cabello suelto se peinaba hacia atrás, en forma más bien severa. Era una lástima:
la joven estrella había crecido. Pero conforme los argentinos veían más de la nueva Evita,
como ya se le conocía entonces, su nueva apariencia los afectaba cada vez con mayor
fuerza. El suyo era el aspecto de una mujer seria y piadosa, que correspondía
efectivamente a lo que su marido llamaba el "Puente de Amor" entre él y su pueblo. Ahora
ella aparecía en la radio todo el tiempo, y escucharla era tan emocionante como siempre,
pero también hablaba magníficamente en público. Su voz era más grave y su
pronunciación más lenta; cruzaba el aire con los dedos, tendidos como para tocar al
público. Y sus palabras calaban hasta la médula: "Dejé de lado mis sueños para velar por
los sueños de otros. [...] Ahora pongo mi alma junto al alma de mi pueblo. Le ofrezco todas
mis energías para que mi cuerpo pueda ser un puente erigido hacia la felicidad de todos.
Pasen por él, [...] hacia el supremo destino de la nueva patria".
Ya no era sólo a través de revistas y la radio que Evita se hacía sentir. Casi todos eran
personalmente tocados por ella de alguna forma. Todos parecían saber de alguien que la
conocía, o que la había visitado en su oficina, donde una fila de suplicantes se abría paso
por los corredores hasta su puerta. Ella se sentaba detrás de su escritorio, tranquila y llena
de amor. Equipos de rodaje filmaban sus actos de caridad: a una mujer que había perdido
todo, Evita le daba una casa; a alguien con un hijo enfermo, atención gratis en el mejor
hospital. Trabajaba tanto que lógicamente corrió el rumor de que estaba enferma.
Y todos se enteraban de sus visitas a las barriadas y hospitales para los pobres, donde,
contra los deseos de sus colaboradores, ella besaba en la mejilla a personas con toda clase
de enfermedades (leprosos, sifilíticos, etcétera). Una vez, una asistenta horrorizada por ese
hábito trató de limpiar con alcohol los labios de Evita, para esterilizarlos. Pero esta santa
mujer tomó el frasco y lo arrojó contra la pared.
Sí, Evita era una santa, una virgen viviente. Su sola presencia podía curar a los enfermos.
Y cuando murió de cáncer, en 1952, nadie que no fuera argentino habría podido entender
la sensación de tristeza y pérdida que dejó tras de sí. Para algunos, el país nunca se
recuperó.
La mayoría vivimos en un estado de semisonambulismo: hacemos nuestras tareas diarias,
y los días pasan volando. Las dos excepciones a esto son la infancia y los momentos en que
estamos enamorados. En ambos casos, nuestras emociones están más comprometidas, más
abiertas y activas. Y hacemos equivaler la emotividad con el hecho de sentirnos más vivos.
Una figura pública que puede afectar las emociones de la gente, que puede hacerla sentir
tristeza, alegría o esperanza colectivas, tiene un efecto similar. Un llamado a las emociones
es mucho más poderoso que un llamado a la razón.
Eva Perón conoció pronto este poder, como actriz de radio. Su trémula voz podía hacer
llorar al público; por eso, la gente veía en ella un gran carisma. Evita nunca olvidó esa
experiencia. Todos sus actos públicos se enmarcaban en motivos dramáticos y religiosos. El
teatro es emoción condensada, y la religión católica una fuerza que se sumerge en la niñez,
que te impacta donde no puedes evitarlo. Los brazos en ; alto de Evita, sus teatrales actos
de caridad, sus sacrificios por la gente común: todo esto iba directo al corazón. Lo
carismático en ella no era sólo su bondad, aunque la impresión de bondad es bastante
tentadora. También lo era su capacidad para dramatizar su bondad.
Tú debes aprender a explotar esos dos grandes suministros de emociones: el teatro y la
religión. El teatro elimina lo inútil y banal de la vida y se concentra en momentos de piedad
y terror; la religión se ocupa de la vida y la muerte. Vuelve dramáticos tus actos de
caridad, da a tus palabras afectuosas una trascendencia religiosa, sumerge todo en rituales
y mitos que se remonten a la infancia. Atrapada en las emociones que provocas, la gente
verá sobre tu cabeza el halo del carisma.
listeza y Babero.
El libertador. En Harlem, a principios de la década de 1950, pocos afroestadunidenses
sabían mucho sobre la Nación del Islam, o entraban siquiera a su templo. La Nación
predicaba que los blancos descendían del demonio y que algún día Alá liberaría a la raza
negra. Esta doctrina tenía poco significado para los harlemitas, quienes iban a la iglesia en
busca de consuelo espiritual y dejaban las cuestiones prácticas a sus políticos locales. Pero
en 1954, un nuevo ministro de la Nación del Islam llegó a Harlem.
Se llamaba Malcolm X, y era culto y elocuente, pero sus gestos y palabras eran iracundos.
Pronto corrió la voz: los blancos habían linchado al padre de Malcolm. El había crecido en
una correccional, y luego había sobrevivido como estafador de poca monta antes de ser
arrestado por robo y pasar seis años en la cárcel. Su corta vida (tenía entonces veintinueve
años) había sido un largo enfrentamiento con la ley, pero míralo nada más ahora: tan
seguro e instruido. Nadie le había ayudado; todo lo había hecho solo. Los harlemitas
empezaron a ver a Malcolm X en todas partes, repartiendo volantes, hablando con los
jóvenes. Se paraba afuera de las iglesias; y mientras la comunidad se dispersaba, él
señalaba al predicador y decía: "Él representa al dios de los blancos, yo al dios de los
negros". Los curiosos comenzaron a ir a oírlo predicar en un templo de la Nación del
Islam. El les pedía examinar las condiciones reales de su existencia: "Vean dónde viven, y
luego [...] dense una vuelta por Central Parir." les decía. "Vean los departamentos de los
blancos. ¡Vean su Wall Street!" Sus palabras eran impactantes, en particular por venir de
un ministro.
En 1957, un joven musulmán de Harlem presenció la paliza que varios policías propinaron
a un negro ebrio. Cuando el musulmán protestó, los policías lo golpearon hasta dejarlo
inconsciente y lo llevaron a la cárcel. Una encolerizada multitud se reunió fuera de la
jefatura de policía, lista para causar disturbios. Cuando se le informó que sólo Malcolm X
podía impedir la violencia, el jefe de policía mandó por él y le dijo que dispersara a la
turba. Malcolm se negó. Moderando su actitud, el jefe le pidió reconsiderar. Sereno,
Malcolm puso condiciones a su cooperación: atención médica para el musulmán golpeado
y justo castigo para los policías. El jefe aceptó a regañadientes. Fuera de la jefatura,
Malcolm explicó el acuerdo y la multitud se dispersó. En Harlem y todo el país, se había
convertido súbitamente en héroe: por fin un hombre que hacía algo. El número de
miembros de su templo aumentó.
Malcolm empezó a hablar en todo Estados Unidos. Jamás leía un texto; mirando al
público, hacía contacto visual con él, señalando con el dedo. Su enojo era obvio, no tanto
en su tono —siempre era mesurado y articulado— como en su feroz energía, que le hacía
saltar las venas del cuello. Muchos líderes negros anteriores habían usado palabras
prudentes, y pedido a sus seguidores lidiar paciente y civilizadamente con su situación
social, por injusta que fuera. Malcolm era un gran alivio. Ridiculizaba a los racistas,
ridiculizaba a los liberales, ridiculizaba al presidente; ningún blanco escapaba a su
desprecio. Si los blancos eran violentos, decía, había que responderles con el lenguaje de la
violencia, porque era el único que entendían. "¡La hostilidad es buena!", exclamaba. "Ha
sido reprimida mucho tiempo." En respuesta a la creciente popularidad del líder no
violento Martin Luther King, Jr., Malcolm decía: "Cualquiera puede sentarse. Una
anciana puede sentarse. Un cobarde puede sentarse. [...] Hace falta un hombre para estar
de pie".
Malcolm X tuvo un efecto tonificante en muchas personas que sentían el mismo enojo que
él pero temían expresarlo. En su sepelio —fue asesinado en 1965, durante uno de sus
discursos—, el actor Ossie Davis pronunció la oración fúnebre, ante una numerosa y
emocionada multitud: "Malcolm", dijo, "fue nuestro brillante príncipe negro".
Malcolm X fue un carismático al estilo de Moisés: un libertador. El poder de este tipo de
carismáticos procede de que expresa emociones negativas acumuladas durante años de
opresión. Al hacerlo, el libertador brinda a otras personas la oportunidad de liberar
emociones reprimidas, la hostilidad oculta por la cortesía y sonrisas forzadas. Los
libertadores deben pertenecer a la multitud sufriente, pero, más todavía, su dolor debe ser
ejemplar. La historia personal de Malcolm era parte integral de su carisma. Su lección —
que los negros deben ayudarse a sí mismos, no esperar a que los blancos los rediman—
significó mucho más a causa de sus años en la cárcel, y de que él había seguido su propia
doctrina estudiando, ascendiendo desde abajo. El libertador debe ser un ejemplo viviente
de redención personal.
La esencia del carisma es una emoción irresistible que transmiten tus gestos, tu tono de
voz, señales sutiles, tanto más poderosas por ser mudas. Sientes algo con más profundidad
que los demás, y ninguna emoción es tan intensa y capaz de crear una reacción carismática
como el odio, en particular si procede de arraigadas sensaciones de opresión. Expresa lo
que los demás temen decir y verán enorme poder en ti. Di lo que quieren decir pero no
pueden. Nunca temas llegar demasiado lejos. Si representas una liberación de la opresión,
puedes llegar más lejos aún. Moisés habló de violencia, de destruir hasta al último de sus
enemigos. Un lenguaje como éste une a los oprimidos y los hace sentir más vivos. Aunque
esto no es, algo que no puedas controlar. Malcolm X sintió rabia muy pronto, pero sólo en
la cárcel se educó en el arte de la oratoria, y de cómo canalizar sus emociones. Nada es más
carismático que la sensación de que alguien lucha con intensa emoción, y no sólo aprueba
hacerlo.
El actor olímpico. El 24 de enero de 1960 estalló una insurrección en Argelia, aún colonia
francesa entonces. Encabezada por soldados franceses de derecha, el fin era bloquear la
propuesta del presidente Charles De Gaulle de otorgar a Argelia el derecho a la
autodeterminación. De ser necesario, los insurrectos tomarían Argelia en nombre de
Francia.
Durante tensos días, De Gaulle, de setenta años, mantuvo un silencio extraño. Luego, el 29
de enero, a las ocho de la noche, apareció en la televisión nacional francesa. Antes de que
pronunciara una palabra siquiera, el público se asombró, porque él llevaba puesto su
antiguo uniforme de la segunda guerra mundial, un uniforme que todos reconocían y que
produjo una fuerte reacción emocional. De Gaulle había sido el héroe de la resistencia, el
salvador del país en su momento más sombrío. Pero ese uniforme no había sido visto por
un tiempo. De Gaulle habló entonces, recordando a su público, a su serena y segura
manera, todo lo que habían logrado juntos para liberar a Francia de los alemanes. Pasó
lentamente de esos intensos asuntos patrióticos a la rebelión en Argelia, y a la afrenta que
ésta representaba para el espíritu de la liberación. Terminó su alocución repitiendo sus
famosas palabras del 18 de junio de 1940: "Una vez más, llamo a los franceses,
dondequiera que se encuentren, sean lo que sean, a apoyar a Francia. Vive la République!
Vive la france!".
Este discurso tuvo dos propósitos. Mostró que De Gaulle estaba decidido a no ceder un
ápice ante los rebeldes, y llegó al corazón de todos los franceses patriotas, en particular en
el ejército. La insurrección se extinguió rápidamente, y nadie dudó de la relación entre su
fracaso y la actuación de De Gaulle en la televisión.
Al año siguiente, los franceses votaron arrolladoramente a favor de la autodeterminación
de Argelia. El 11 de abril de 1961, De Gaulle dio una conferencia de prensa en la que dejó
en claro que Francia otorgaría pronto plena independencia a ese país. Once días después,
generales franceses en Argelia emitieron un comunicado para informar que habían
tomado el control del país y para declarar el estado de sitio. Este fue el momento más
peligroso: ante la inminente independencia de Argelia, esos generales de derecha llegaban
al extremo. Podía estallar una guerra civil que depusiera al gobierno de De Gaulle.
A la noche siguiente, De Gaulle apareció una vez más en televisión, vistiendo de nuevo su
antiguo uniforme. Se burló de los generales, a los que comparó con una junta
sudamericana. Habló tranquila y severamente. De pronto, al final del discurso, su voz se
elevó, y hasta le tembló, mientras exclamaba ante su público: Frangaises, Frángeos, ai*
dez-moil (¡Francesas, franceses, ayúdenme!). Fue el momento más conmovedor de todas
sus apariciones en televisión. Soldados franceses en Argelia, que escuchaban en radios de
transistores, se sintieron abrumados. Al día siguiente celebraron una manifestación masiva
a favor de De Gaulle. Dos días después los generales se rindieron. El primero de julio de
1962, De Gaulle proclamó la independencia de Argelia.
En 1940, tras la invasión alemana de Francia, De Gaulle escapó a Inglaterra para reclutar
un ejército que más tarde regresara a Francia para la liberación. Al principio estaba solo,
y su misión parecía desesperada. Pero tenía el apoyo de Winston Churchill, con la
aprobación de quien dio una serie de charlas radiales que la BBC transmitió a Francia. Su
extraña, hipnótica voz, con sus dramáticos trémolos, llegaba en las noches a las salas
francesas. Pocos escuchas sabían siquiera cómo era él, pero su tono era tan seguro, tan
incitante, que reclutó un silencioso ejército de partidarios. En persona, De Gaulle era un
hombre extraño y caviloso cuya confiada actitud podía irritar tan fácilmente como
conquistaba. Pero en la radio esa voz tenía un carisma intenso. De Gaulle fue el primer
gran maestro de los medios modernos, porque transfirió fácilmente sus habilidades
dramáticas a la televisión, donde su frialdad, su tranquilidad, su total dominio de sí mismo
hacían que el público se sintiera tanto confortado como inspirado.
El mundo se ha fracturado enormemente. Una nación ya no se reúne en las calles o las
plazas; se junta en salas, donde personas que ven la televisión en todo el país pueden estar
solas y con otras al mismo tiempo. El carisma debe ser comunicable ahora por las ondas
aéreas o no tiene poder. Pero en cierto sentido es más fácil de proyectar en televisión, tanto
porque ésta habla directamente al individuo (el carismático parece dirigirse a ti) como
porque el carisma es muy fácil de fingir durante los breves momentos que se pasan frente
a la cámara. Como De Gaulle sabía, cuando se aparece en televisión es mejor irradiar
serenidad y control, usar poco los efectos dramáticos. La frialdad de conjunto de De
Gaulle volvía doblemente eficaces los momentos en que él alzaba la voz, o soltaba una
broma mordaz. Al permanecer tranquilo y restar importancia al asunto, hipnotizaba a su
público. (Tu rostro puede expresar mucho más si tu voz es menos estridente.) Transmitía
emoción por medios visuales —el uniforme, la posición— y con el uso de ciertas palabras
cargadas de significado: liberación, Juana de Arco. Cuanto menos se esforzaba por
impresionar, más sincero parecía.
Todo esto debe orquestarse con cuidado. Salpica tu serenidad con sorpresas; llega a un
climax; sé breve y lacónico. Lo único que no puede fingirse es la seguridad en un mismo, el
componente clave del carisma desde los días de Moisés. Si las cámaras delatan tu
inseguridad, ningún truco del mundo te devolverá tu carisma.
Símbolo.
El foco. Sin que el ojo la vea, una corriente que fluye por un alambre en un recipiente de
vidrio genera un calor que se vuelve incandescencia. Todo lo que vemos es la luz. En la
oscuridad reinante, el foco ilumina el camino.
PELIGROS.
Un agradable día de mayo de 1794, los ciudadanos de París se reunieron en un parque
para el Festival del Ser Supremo. El centro de su atención era Maximilien de Robespierre,
jefe del Comité de Salvación Pública y quien había concebido el festival. La idea era
simple: combatir el ateísmo, "reconocer la existencia de un Ser Supremo y la Inmortalidad
del Alma como las fuerzas rectoras del universo".
Ese fue el día de triunfo de Robespierre. De pie ante las masas enfundado en un traje azul
cielo y medias blancas, él dio inicio a las festividades. La muchedumbre lo adoraba;
después de todo, él había salvaguardado los propósitos de la Revolución francesa durante
la intensa politiquería subsecuente. Un año antes, había puesto en marcha el Terror, que
libró a la revolución de sus enemigos enviándolos a la guillotina. También había
contribuido a guiar al país por una guerra contra austríacos y prusianos. La causa de que
las multitudes, y en particular las mujeres, lo amaran era su incorruptible virtud (vivía
muy modestamente), su negativa a transigir, la pasión por la revolución que era evidente
en todo lo que hacía y el lenguaje romántico de sus discursos, que no podían dejar de
inspirar. Era un dios. El día era hermoso, y auguraba un gran futuro para la revolución.
Dos meses después, el 26 de julio, Robespierre pronunció un discurso que, pensaba,
aseguraría su lugar en la historia, pues se proponía sugerir el fin del Terror y una nueva
era para Francia. Se rumoraba también que exigiría enviar a la guillotina un último
puñado de personas, un último grupo que amenazaba la seguridad de la revolución. Al
subir al estrado para dirigirse a la convención que gobernaba el país, Robespierre llevaba
puesto el mismo atuendo que había usado el día del festival. Su discurso fue largo, de casi
tres horas, e incluyó una apasionada descripción de los valores y virtudes que él había
ayudado a proyectar. Habló asimismo de conspiraciones, traición, enemigos no
identificados.
La reacción fue entusiasta, pero algo menor de lo habitual. El discurso había cansado a
muchos representantes. Se alzó entonces una voz, de un hombre apellidado Bourdon,
quien habló para oponerse a la publicación del discurso de Robespierre, una velada señal
de reprobación. De pronto, otros se pusieron de pie en todas partes, y lo acusaron de
vaguedad: había hablado de conspiraciones y amenazas sin mencionar a los culpables.
Cuando se le pidió ser específico, él se negó, prefiriendo dar nombres después. Al día
siguiente salió en defensa de su discurso, y los representantes lo abuchearon. Horas más
tarde, Robespierre era el único en ser enviado a la guillotina. El 28 de julio, en medio de
una concentración de ciudadanos que parecían de ánimo más jubiloso que el del Festival
del Ser Supremo, la cabeza de Robespierre cayó a la canasta, entre vítores resonantes. El
Tenor había terminado.
Muchos de quienes parecían admirar a Robespierre en realidad le guardaban hondo
rencor: era tan virtuoso, tan superior, que resultaba opresivo. Algunos de esos hombres
habían conjurado contra él y esperaban el menor signo de debilidad, que apareció ese
fatídico día en que pronunció su último discurso. Al negarse a mencionar a sus enemigos,
Robespierre había mostrado un deseo de poner fin al derramamiento de sangre, o temor a
que lo atacaran antes de que pudiera hacerlos asesinar. Instigada por los conspiradores,
esta chispa se convirtió en hoguera. En dos días, primero un órgano de gobierno y luego
una nación se volvieron contra un carismático al que dos meses antes habían venerado.
El carisma es tan volátil como las emociones que despierta. En la mayoría de los casos
inspira sentimientos de amor. Pero estos sentimientos son difíciles de sostener. Los
psicólogos hablan de la "fatiga erótica", los momentos posteriores al amor en los que te
sientes cansado de él, resentido. La realidad se infiltra, el amor se vuelve odio. La fatiga
erótica es una amenaza para todo carismático. El carismático suele conseguir amor
actuando como salvador, rescatando a la gente He alguna circunstancia difícil; pero una
vez que ésta se siente segura, el carisma es menos seductor para ella. Los carismáticos
precisan del peligro y el riesgo. No son parsimoniosos burócratas; algunos preservan
deliberadamente el peligro, como acostumbraban hacerlo De Gaulle y Kennedy, o como
hizo Robespierre durante el Terror. Pero la gente se cansa de eso, y a la primera señal de
debilidad la emprende contra uno. El amor que antes mostró será igualado por su odio de
ahora.
La única defensa es dominar tu carisma. Tu pasión, tu cólera, tu seguridad te vuelven
carismático, pero demasiado carisma durante demasiado tiempo produce fatiga, y el deseo
de tranquilidad y orden. El mejor tipo de carisma se crea conscientemente y se mantiene
bajo control. Cuando es necesario, puedes brillar con seguridad y fervor, inspirando a las
masas. Pero terminada la aventura, puedes avenirte a la rutina, no eliminando la
vehemencia sino reduciéndola. (Robespierre quizá planeó este paso, pero llegó un día
tarde.) La gente admirará tu autocontrol y adaptabilidad. Su aventura amorosa contigo
tenderá entonces al afecto usual entre los esposos. Incluso podrás parecer un poco
aburrido, un poco simple, papel que también podría parecer carismático, si se ejecuta en
forma correcta. Recuerda: el carisma depende del éxito, y la mejor manera de mantener el
éxito tras la avalancha carismática inicial es ser práctico, y aun cauteloso. Mao tse-Tung
era un hombre distante y enigmático que para muchos tenía un carisma que inspiraba
temor reverente. Sufrió muchos reveses, que habrían representado el fin de un hombre
menos hábil; pero tras cada retroceso, se retiraba, y se volvía práctico, tolerante y flexible,
al menos por un tiempo. Esto lo protegía de los peligros de una Contrarreacción.
Hay otra alternativa: asumir el papel del profeta armado. Según Maquiavelo, un profeta
puede adquirir poder gracias a su personalidad carismática, pero no puede sobrevivir
mucho tiempo sin una fuerza que respalde esa personalidad. Necesita un ejército. Las
masas se cansarán de él; deberán ser forzadas. Ser un profeta armado no necesariamente
implica armas, pero demanda un lado enérgico en tu carácter, que puedas respaldar con
acciones. Por desgracia, esto significa ser despiadado con tus enemigos mientras conservas
el poder. Y nadie engendra enemigos más implacables que el carismático.
Finalmente, no hay nada más peligroso que suceder a un carismático. Estos personajes son
poco convencionales, y su dirección es de estilo personal, estampado con el desenfreno de
su personalidad. A menudo dejan caos a su paso. Quien sucede a un carismático hereda un
embrollo, que la gente no ve. Ella extraña a su inspirador y culpa al sucesor. Evita esta
situación a toda costa. Si es ineludible, no pretendas continuar lo que el carismático
empezó; sigue un nimbo nuevo. Siendo práctico, digno de confianza y franco puedes
generar a menudo un extraño tipo de carisma por contraste. Así fue como Harry Truman
no sólo sobrevivió al legado de Roosevelt, sino que estableció además su propio tipo de
carisma.

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