domingo, 16 de octubre de 2011

9.- Mantenlos en suspenso: ¿Qué sigue?.


FASE DOS.
¡Descarriar.
Provocación del placer y de la confusión.
Tus víctimas ya están suficientemente intrigadas y te desean cada vez más, pero su apego es débil y en
cualquier momento podrían decidir retroceder. La meta en estafase es descarriar de tal modo a tus
víctimas—manteniéndolas emocionadas y confundidas, dándoles placer pero haciéndolas desear más—
que la retirada sea imposible. Al darles una agradable sorpresa, lograrás que te juzguen
maravillosamente impredecible, pero también las descontrolarás (9: Mantenlos en suspenso: ¿Qué
sigue?,). El ingenioso uso de palabras dulces y agradables las embriagará, y estimulará fantasías en ella
(10: Usa el diabólico poder de las palabras para sembrar confusión,). Toques estéticos, y pequeños y
placenteros rituales despertarán sus sentidos y distraerán su mente (11: Presta atención a los detalles).
Tu mayor riesgo en esta fase es el mero indicio de rutina o familiaridad. Debes mantener algo de misterio,
conservar cierta distancia para que, en M ausencia, tus víctimas se obsesionen contigo (12: Poetiza tu
presencia,). Podrían darse cuenta de que se están enamorando de ti, pero jamás han de sospechar cuánto
debe eso a tus manipulaciones. Una oportuna muestra de tu debilidad de lo emotivo que te has vuelto
bajo su influencia, te ayudará a no dejar rastros (13: Desarma con debilidad y vulnerabilidad
estratégicas). Para excitar y emocionar en alto grado a tus víctimas, hazles sentir que en realidad
cumplen alguna de las fantasías que has incitado en su imaginación (14: Mezcla deseo y realidad: La
ilusión perfecta). Al concederles sólo una parte de esa fantasía, harás que no cesen de volver más. Centrar
en ellas tu atención para que desaparezca el resto del mundo, e incluso llevarlas de viaje, las descarriará
(15: Aísla a la víctima). Ya no hay marcha atrás.
9.- Mantenlos en suspenso: ¿Qué sigue?.
En cuanto la gente cree saber qué puede esperar de ti, tu hechizo ha terminado. Más todavía: le has cedido
poder. La única manera de adelantarse al seducido y mantener esa ventaja es generar suspenso, una
sorpresa calculada. La gente adora él misterio, y ésta es la clave para atraerla aún más a tu telaraña.
Actúa de tal forma que no deje de preguntarse: "¿Qué tramas?". Hacer algo que los demás no esperan de ti
les procurará una deliciosa sensación de espontaneidad: no podrán saber qué sigue. Tú estás siempre un
paso adelante y al mando. Estremece a la víctima con un cambio súbito de dirección.
LA SORPRESA CALCULADA.
En 1753, Giovanni Giacomo Casanova, entonces de veintiocho años de edad, conoció a
una joven llamada Caterina, de la que se enamoró. El padre de ella sabía qué clase de
hombre era Casanova, y para impedir cualquier percance que le permitiera casarse con
Caterina, mandó a ésta a un convento a la isla veneciana de Murano, donde
permanecería cuatro años.
Casanova, sin embargo, no era fácil de amedrentar. Hizo llegar a escondidas cartas a
Caterina. Empezó a asistir a misa en ese convento varias veces a la semana, para verla,
así fuera apenas de reojo. Las monjas comenzaron a hablar entre ellas: ¿quién era ese
apuesto mancebo que aparecía tan a menudo? Una mañana, cuando Casanova, al salir
de misa, estaba a punto de abordar una góndola, una criada del convento pasó a su
lado y dejó caer una carta a sus pies. Pensando que podía ser de Caterina, él la recogió.
Estaba dirigida a él, en efecto, pero no era de Caterina; su autora era una monja del
convento, que se había fijado en él, en sus numerosas visitas, y quería conocer-lo.
¿Estaba él interesado? De ser así, debía presentarse en el recibidor del convento a cierta
hora, cuando la monja recibiría a una visitante del mundo exterior, una amiga suya que
era condesa. El podría mantenerse a distancia, observarla y decidir si era de su gusto.
Casanova quedó sumamente intrigado por la carta: su estilo era circunspecto, pero
también había algo picaro en ella, en particular viniendo de una monja. Debía indagar
más. En el día y la hora fijados, se paró junto al recibidor del convento y vio que una
mujer elegantemente vestida hablaba con una monja sentada detrás de una rejilla. Oyó
mencionar el nombre de la monja, y se asombró: era Mathilde M., famosa veneciana de
poco más de veinte años de edad, cuya decisión de entrar a un convento había
sorprendido a la ciudad entera. Pero lo que más le asombró fue que, bajo su hábito de
monja, él distinguió a una hermosa joven, sobre todo por sus ojos, de brillante azul.
Quizá necesitaba que se le hiciera un favor, y quería que él sirviera como su
instrumento.
La curiosidad lo venció. Días después regresó al convento y pidió verla. Mientras la
aguardaba, su corazón latía a toda prisa; no sabía qué esperar. Ella apareció al fin y se
sentó ante la rejilla. Estaban solos en el recinto, y ella dijo que podía encargarse de que
cenaran juntos en una pequeña villa cercana. Casanova se mostró encantado, pero se
preguntó con qué clase de monja trataba. "¿No tiene usted más amante que yo?",
inquirió. "Tengo un amigo, que es también mi dueño absoluto", respondió ella. "Es a él
a quien debo mi riqueza." Ella le preguntó si tenía una amante. Sí, contestó Casanova.
Ella dijo entonces, con tono misterioso: "Le advierto que si alguna vez me permite
ocupar el lugar de ella en su corazón, ningún poder sobre la Tierra será capaz de
arrancarme de él". Le dio entonces la llave de la villa y le dijo que la buscara ahí en dos
noches. El la besó por la rejilla y se marchó aturdido. "Pasé los dos días siguientes en
un estado de febril impaciencia", escribiría, "sin poder dormir ni comer. Además de su
cuna, belleza e ingenio, mi nueva conquista poseía un encanto adicional: era un fruto
prohibido. Yo estaba a punto de convertirme en rival de la Iglesia." La imaginaba en su
hábito, y con la cabeza rapada.
Llegó a la villa a la hora convenida. Mathilde ya lo esperaba. Para su sorpresa, ella
llevaba puesto un elegante vestido, y por alguna razón había evitado que la raparan,
porque llevaba el cabello recogido en un magnífico chongo. Casanova empezó a
besarla. Ella se resistió, aunque sólo un poco, y luego retrocedió, diciendo que la
comida estaba lista. Durante la cena lo puso al tanto de algunas cosas más: su dinero le
permitía sobornar a ciertas personas, para poder escapar del convento de vez en
cuando. Le había hablado a Casanova de su amigo y dueño, y él había aprobado su
relación. ¿Era viejo?, preguntó Casa-nova. No, contestó ella, con un brillo en la mirada:
tenía cuarenta y tantos años, y era muy guapo. Terminada la cena, sonó una campana;
era la señal de que Mathilde debía volver a toda prisa al convento, o la descubrirían. Se
puso nuevamente su hábito y se fue.
Un bello panorama pareció tenderse entonces ante Casanova, de varios meses pasados
en la villa con esa criatura deliciosa, por cortesía del misterioso dueño que lo pagaba
todo. Pronto regresó al convento para concertar la siguiente reunión. Se encontrarían
en una plaza de Venecia, y luego se retirarían a la villa. A la hora y lugar previstos,
Casanova vio que un hombre se aproximaba a él. Temiendo que fuera el misterioso
amigo de ella, u otro hombre enviado para matarlo, dio marcha atrás. El hombre lo
siguió, dando vueltas, y se acercó luego: era Mathilde, que llevaba puesta una máscara
y ropa de hombre. Ella rió del susto que le había dado. ¡Vaya una monja diabólica! El
tuvo que admitir que vestida de hombre lo excitaba más aún.
Casanova empezó a sospechar que nada era lo que parecía. Para comenzar, halló una
colección de novelas y panfletos lúbricos en la casa de Mathilde. Luego, ella hacía
comentarios blasfemos, por ejemplo sobre el regocijo que tendrían juntos durante la
Cuaresma, "mortificando su carne". Para entonces Mathilde ya se refería a su
misterioso amigo como su amante. Un plan evolucionaba en la mente de Casanova,
para arrancarla a ese hombre y al convento, fugándose con ella y poseyéndola.
Días después recibió una carta de ella, en la que hacía una confesión: durante una de
sus más apasionadas citas en la villa, su amante se había ocultado en un armario,
viéndolo todo. El amante, le dijo, era el embajador francés en Venecia, y Casanova lo
había impresionado. Pero éste no se dejó embaucar con eso, y al día siguiente estaba de
nuevo en el convento, concertando sumisamente otra cita. Esta vez ella se presentó a la
hora dispuesta, y él la abrazó, sólo para descubrir que estrechaba a Caterina, vestida
con la ropa de Mathilde. Esta última se había hecho amiga de Caterina, y conocido su
historia. Apiadándose aparentemente de ella, se había encargado de que saliera de
noche del convento para encontrarse con Casanova. Apenas meses antes él había
estado enamorado de esta mujer, pero la había olvidado. Comparada con la ingeniosa
Mathilde, Caterina era una lata con sonrisa de boba. El no pudo ocultar su
desconcierto. Ardía en deseos de ver a Mathilde.
La broma de Mathilde enojó a Casanova, Pero días después volvió a verla y todo
quedó olvidado. Tal como ella había predicho en su primera entrevista, su poder sobre
él era completo. Casanova se había vuelto su esclavo, adicto a sus caprichos, y a los
peligrosos placeres que ella ofrecía. Quién sabe qué imprudencia no habría podido
cometer por ella si su aventura no hubiera sido interrumpida por las circunstancias.
Interpretación. Casanova estaba casi siempre al mando en sus seducciones. Era él
quien guiaba, llevando a su víctima a un viaje con destino desconocido, atrayéndola a
su telaraña. En sus memorias, la de Mathilde es la única seducción en que las
condiciones se invierten felizmente: él es el seducido, la víctima perpleja.
Casanova se hizo esclavo de Mathilde con la misma táctica que él había usado con
incontables jóvenes: el irresistible atractivo de ser llevado por otra persona, el
estremecimiento de ser sorprendido, el poder del misterio. Cada vez que se separaba
de Mathilde, su cabeza daba vueltas, agobiada de preguntas. La capacidad de ella para
no de-lar de sorprenderlo la mantenía siempre en su mente, ahondando su hechizo y
borrando a Caterina. El efecto de cada sorpresa era cuidadosamente calculado. La
primera e inesperada carta picó la curiosidad de Casanova, como lo hizo el primer
avistamiento de ella en el recibidor; verla vestida de pronto como dama elegante incitó
un deseo agudo; luego, verla vestida de hombre intensificó la naturaleza
excitantemente transgresora de su relación. Las sorpresas lo descontrolaban, pero lo
dejaban temblando de expectación por la siguiente. Aun una sorpresa desagradable,
como el encuentro con Caterina dispuesto por Mathilde, lo emocionaba y debilitaba.
Hallar en ese momento a la algo sosa Caterina sólo le hizo anhelar mucho más a
Mathilde.
En la seducción debes crear constante tensión y suspenso, una sensación de que
contigo nada es predecible. No concibas esto como un reto fastidioso. Generas un
drama en la vida real, así que pon toda tu energía creativa en él, diviértete un poco.
Hay muchas clases de sorpresas calculadas que puedes dar a tus víctimas: enviar una
carta sin motivo aparente, presentarte en forma inesperada, llevarlas a un lugar donde
nunca han estado. Pero las mejores son las sorpresas que revelan algo nuevo en tu
carácter. Esto debe prepararse. En las primeras semanas, tus blancos tenderán a hacer
juicios precipitados sobre ti, con base en las apariencias. Quizá te consideren algo
tímido, práctico, puritano. Tú sabes que ése no es tu verdadero yo, sino la forma en que
actúas en situaciones sociales. Sin embargo, déjalos tener esa impresión, y de hecho
acentúala un poco, sin exagerar: por ejemplo, semeja ser un tanto más reservado que
de costumbre. Así tendrás margen para sorprenderlos con un acto audaz, poético o
atrevido. Una vez que hayan cambiado de opinión sobre ti, sorpréndelos de nuevo,
como hacía Mathilde con Casanova: primero una monja con deseo de aventura, luego
una libertina, después una seductora de vena sádica. Mientras se esfuerzan por
entenderte, pensarán en ti todo el tiempo, y querrán saber más de ti. Su curiosidad los
atraerá todavía más a tu telaraña, hasta que sea demasiado tarde para volver atrás.
Ésta es siempre la ley de lo interesante [...] Si se sabe sorprender, siempre se gana el
juego. La energía de la persona implicada se suspende temporalmente; se le hace
imposible actuar.
—Soren Kierkegaard.
CLAVES PARA LA SEDUCCIÓN.
Un niño suele ser una criatura terca y obstinada que hará deliberadamente lo contrario
de lo que le pedimos. Pero hay un escenario en que los niños renunciarán con gusto a
su usual terquedad: cuando se les promete una sorpresa. Podría ser un regalo oculto en
una caja, un juego de final imprevisible, un viaje con destino desconocido, una historia
de suspenso de desenlace inesperado. En los momentos en que los niños aguardan una
sorpresa, su voluntad se detiene. Se someterán a ti mientras exhibas una posibilidad
ante ellos. Este hábito infantil está profundamente arraigado en nosotros, y es la fuente
de un placer humano elemental: el de ser llevado por una persona que sabe adónde va,
y que nos guía en un viaje. (Quizá este gusto por ser conducidos implique un recuerdo
oculto de ser literalmente guiados, por uno de nuestros padres, cuando éramos chicos.)
Sentimos un estremecimiento similar cuando vemos una película o leemos un thriller:
estamos en manos de un director o autor que nos conduce, guiándonos por vuelcos y
giros. Permanecemos sentados. volvemos las páginas, felizmente esclavizados por el
suspenso. Este es el placer que una mujer experimenta al ser llevada por un bailarín
experto, liberándose de toda defensividad que pueda sentir y dejando que la otra
persona haga el trabajo. Enamorarse implica expectación: estamos a punto de seguir un
rumbo nuevo, iniciar una nueva vida, en la que todo será extraño. El seducido quiere
que lo lleven, que lo conduzcan como un niño. Si eres predecible, el encanto termina; la
vida diaria lo es. En Las mil y una noches, el rey Schahriar toma cada noche por esposa
a una virgen, y la mata a la mañana siguiente. Una de ellas, Shahrazad, logra escapar a
ese destino narrando al Ky un cuento que debe completarse al día siguiente. Lo hace
así noche tras noche, manteniendo al rey en constante suspenso. Cuando acaba una
historia, rápidamente comienza otra. Dura haciéndolo cerca de tres años, hasta que el
rey decide perdonarle la vida. Tú eres como Shahrazad: sin nuevas historias, sin una
sensación de expectación, tu seducción se extinguirá. Atiza el fuego noche a noche. Tus
objetivos no deben saber nunca qué sigue, qué sorpresas les tienes reservadas. Como el
rey Schahriar, estarán bajo tu control mientras sigas haciéndolos conjeturar.
En 1765, Casanova conoció a una joven condesa italiana llamada Clementina, quien
vivía con sus dos hermanas en un chateau. A Clementina le gustaba leer, y tenía escaso
interés en los hombres que pululaban a su alrededor. Casanova se sumó a su número,
comprándole libros, involucrándola en conversaciones literarias, pero ella no era
menos indiferente a él que a ellos. Un día Casanova invitó a todas las hermanas a una
pequeña excursión. No les dijo adonde irían. Ellas se apiñaron en el carruaje,
intentando adivinar su destino durante todo el trayecto. Horas después llegaron a
Milán;¡qué dicha!, las hermanas nunca habían estado ahí. Casanova las llevó a su
departamento, donde se' habían dispuesto tres vestidos: las prendas más espléndidas
que las muchachas hubiesen visto jamás. Había uno para cada una de las hermanas, les
dijo, y el verde era para Clementina. Asombrada, ella se lo puso, y su rostro se iluminó.
Las sorpresas no terminaron ahí: también había una comida deliciosa, champaña,
juegos. Cuando regresaron al chateau, a altas horas la noche, Clementina se había
enamorado irremediablemente de Casanova.
La razón era simple: la sorpresa engendra un momento en que la gente baja sus
defensas y nuevas emociones pueden irrumpir. Si la sorpresa es grata, el veneno de la
seducción entra en las venas de la gente sin que se dé cuenta. Todo suceso repentino
tiene un efecto similar, pues toca directamente nuestras emociones antes de que nos
pongamos a la defensiva. Los libertinos conocen bien este poder.
Una joven casada, de la corte de Luis XV, en la Francia del siglo XVIII, vio que un
cortesano joven y guapo la miraba, primero en la ópera, luego en la iglesia. Al indagar
descubrió que se trataba del duque de Richelieu, el libertino más conocido de Francia.
Ninguna mujer estaba a salvo con ese hombre, se le advirtió; era imposible resistírsele,
y debía evitarlo a toda costa. Tonterías, replicó ella; estaba felizmente casada. Era
imposible que la sedujera. Cuando volvía a verlo, reía de su persistencia. El se
disfrazaba de mendigo para acercarse a ella en el parque, o su coche alcanzaba de
súbito el de ella. Nunca era agresivo, y parecía totalmente inocuo. Ella permitió que le
hablara en la corte; era encantador e ingenioso, e incluso pidió conocer a su marido.
Pasaron las semanas, y la mujer se percató de que había cometido un error: esperaba
con ansia sus encuentros con el duque. Había bajado la guardia. Eso tenía que parar.
Empezó a evitarlo, y él pareció respetar sus sentimientos: dejó de molestarla. Semanas
después, ella estaba en la casa de campo de una amiga cuando el duque apareció de
repente. Ella se sonrojó, tembló, se alejó; su inesperada aparición la había tomado
desprevenida, la ponía al borde del abismo. Días después, la dama pasó a ser una más
de las víctimas de Riche-lieu. Claro que él lo había preparado todo, incluido el
supuesto encuentro sorpresa.
Además de producir una sacudida seductora, lo repentino oculta las manipulaciones.
Aparece en forma inesperada, di o haz algo súbito, y la gente no tendrá tiempo de
reparar en que tu acto fue calculado. Llévala a un lugar nuevo como por ocurrencia,
revela de pronto un secreto. Hazla emocionalmente vulnerable, y estará demasiado
apabullada para entrever tus intenciones. Todo lo que sucede en forma súbita parece
natural, y todo lo que parece natural posee un encanto seductor.
Apenas meses después de su arribo a París en 1926, Josephine Baker había encantado y
seducido por completo al público francés con su danza salvaje. Pero menos de un año
más tarde, ella percibió que el interés menguaba. Desde su infancia había aborrecido
sentir que su vida estaba fuera de control. ¿Por qué estar a merced del veleidoso
público? Abandonó París y regresó un año después, con una actitud totalmente
distinta: desempeñaba para entonces el papel de una francesa elegante>que era por
casualidad una ingeniosa bailarina y artista. Los franceses\se enamoraron de nueva
cuenta de ella; el poder estaba otra vez de su lado. Si estás expuesto a la mirada
pública, aprende del truco de la sorpresa. La gente se aburre, no sólo de su vida, sino
también de las personas dedicadas a evitar su tedio. En cuanto crea poder predecir tu
siguiente paso, te comerá vivo. El pintor Andy Warhol pasaba de una personificación a
otra, y nadie podía prever la siguiente: artista, cineasta, hombre de sociedad. Ten
siempre una sorpresa bajo la manga. Para preservar la atención de la gente, hazla
conjeturar sin fin. Que los moralistas te acusen de insinceridad, de no tener fondo o
centro. Lo cierto es que están celosos de la libertad y desenfado que exhibes en tu
personalidad pública.
Finalmente, podrías creer más sensato presentarte como alguien digno de confianza, no
dado al capricho. De ser así, en realidad eres tímido. Hace falta valor y esfuerzo para
montar una seducción. La confiabilidad está bien para atraer a las personas, pero sigue
siendo confiable y serás insufrible. Los perros son confiables, un seductor no. Si, por el
contrario, prefieres improvisar, imaginando que toda planeación o cálculo es la
antítesis del espíritu de la sorpresa, cometes un grave error. La improvisación incesante
significa sencillamente que eres holgazán, y que sólo piensas en ti. Lo que suele seducir
a una persona es la sensación de que has invertido esfuerzo en ella. No tienes que
proclamarlo a los cuatro vientos, pero déjalo ver en los regalos que haces, los pequeños
viajes que planeas, las tretas menudas con que atraes a la gente. Pequeños esfuerzos
como éstos serán más que ampliamente recompensados por la conquista del corazón y
voluntad del seducido.
Símbolo. La montaña rusa. El carro sube lentamente hasta lo alto, y de pronto te
lanza al espacio, te zarandea, te vuelve de cabeza en todas direcciones. Los pasajeros
ríen y gritan. Lo que les estremece es soltarse, ceder el control a otro, quien los
propulsa en direcciones inesperadas. ¿Qué nueva emoción les aguarda a la vuelta de la
siguiente esquina?.
REVERSO.
La sorpresa deja de ser sorpresiva si haces lo mismo una y otra vez. Jiang Qing trataba
de asombrar a su marido, Mao tse-Tung, con súbitos cambios de ánimo, de la rudeza a
la bondad y de regreso. Esto lo cautivó al principio; le agradaba la sensación de no
saber nunca qué venía. Pero las cosas continuaron así durante años, y siempre era lo
mismo. Pronto, los cambios anímicos supuestamente impredecibles de Madame Mao
sólo lo irritaban. Varía el método de tus sorpresas. Cuando Madame de Pompadour
fue amante del inveteradamente aburrido rey Luis XV, volvía diferente cada sorpresa:
una nueva diversión, un juego novedoso, una nueva moda, un nuevo ánimo. El no
podía predecir jamás qué seguiría; y mientras esperaba la nueva sorpresa, su voluntad
hacía una pausa temporal. Ningún hombre fue nunca más esclavo de una mujer que
Luis de Madame de Pompadour. Cuando cambies de dirección, cerciórate de que la
nueva lo sea en verdad.

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