domingo, 16 de octubre de 2011

Arquetipos: 10. El antiseductor.


Los seductores te atraen por la atención concentrada e individualizada que te prestan. Los
antiseductores son lo contrario: inseguros, ensimismadas e incapaces de entender la
psicología de otra persona; literalmente repelen. Los antiseductores no tienen conciencia de
sí mismos, y jamás reparan en cuándo fastidian, imponen, hablan demasiado. Carecen de
sutileza para crear el augurio de placer que la seducción requiere. Erradica de ti los rasgos
antiseductores y reconócelos en otros; tratar con un antiseductor no es placentero ni
provechoso.
TIPOLOGÍA DE LOS ANTISEDUCTORES.
Los antiseductores pueden adoptar muchas formas y clases, pero casi todos comparten un
atributo, el origen de su fuerza repelente: la inseguridad. Todos somos inseguros, y
sufrimos por ello. Pero a veces podemos superar esa sensación: un compromiso seductor
puede sacarnos de nuestro usual ensimismamiento; y en el grado en que seducimos o
somos seducidos, nos sentimos apasionados y seguros. Los antiseductores, en cambio, son
hasta tal punto inseguros que es imposible atraerlos al proceso de la seducción. Sus
necesidades, sus ansiedades, su apocamiento los cierran. Interpretan la menor
ambigüedad de tu parte como un desaire a su ego; ven el mero indicio de alejamiento
como traición, y es probable que se quejen amargamente de eso.
Parece fácil: los antiseductores repelen, así que son repelidos: evítalos.
Desafortunadamente, a muchos antiseductores no se les puede detectar como tales a
primera vista. Son más sutiles, y a menos que tengas cuidado te atraparán en una relación
muy insatisfactorio. Busca pistas de su ensimismamiento e inseguridad: quizá son
mezquinos, o discuten con inusual tenacidad, o son hipercríticos. Tal vez te colman de
elogios inmerecidos, y te declaran su amor antes de saber nada acerca de ti. O, sobre todo,
no prestan atención a los detalles. Como no pueden ver lo que te vuelve diferente, son
incapaces [sorprenderte con una atención matizada.
Es crucial reconocer los rasgos antiseductores no sólo en los demás, sino también en
nosotros mismos. En el carácter de casi todos están latentes uno o dos de los rasgos del
antiseductor, y en la medida en que podamos erradicarlos conscientemente, seremos más
seductores. La falta de generosidad, por ejemplo, no necesariamente indica antiseducción
si es el único defecto de una persona; pero una persona mezquina rara vez es atractiva de
verdad. La seducción implica abrirte, así sea sólo para engañar; ser incapaz de dar dinero
suele significar ser incapaz de dar en general. Destierra la mezquindad. Es un
impedimento para el poder y una falta grave en la seducción.
Lo mejor es deshacerse pronto de los antiseductores, antes de que hundan sus ávidos
tentáculos en ti, así que aprende a identificar las señales que los distinguen. Estos son los
principales tipos.
El bruto. Si la seducción es una especie de ceremonia o ritual, parte del placer es su
duración: el tiempo que tarda, la espera que intensifica la expectación. Los brutos no
tienen paciencia para estas cosas; les interesa su placer, no el tuyo. Ser paciente es
demostrar que piensas en la otra persona, lo que nunca deja de impresionar. La
impaciencia tiene el efecto opuesto: como suponen que estás tan interesado en ellas que no
tienen razón para esperar, los brutos ofenden con su egoísmo. Bajo ese egotismo suele
haber también un corrosivo complejo de inferioridad, así que si los desdeñas o los haces
esperar, reaccionan en forma exagerada. Si sospechas que tratas con un bruto, aplica una
prueba: haz esperar a esa persona. Su reacción te dirá todo lo que necesitas saber.
El sofocador. Los sofocadores se enamoran de ti antes siquiera de que estés semiconsciente
de su existencia. Esta inclinación es engañosa —podrías pensar que te consideran
avasallador—, porque el hecho es que padecen un vacío interior, un profundo pozo de
necesidades que no se puede llenar. Jamás te enredes con sofocadores; es casi imposible
librarte de ellos sin un trauma. Se afeitan a ti hasta que te obligan a retirarte, tras de lo
cual te asfixian con culpas. Tendemos a idealizar al ser amado, pero el amor tarda en
desarrollarse. Reconoce a los sofocadores por lo rápido que te adoran. Tanta admiración
podría dar un momentáneo impulso a tu ego, pero en el fondo sentirás que esas intensas
emociones no se relacionan con nada que hayas hecho. Confía en tu intuición.
Una subvariante del sofocador es el tapete, la persona que te imita de modo servil.
Identifica pronto a este tipo viendo si es capaz de tener una idea propia. La imposibilidad
de discrepar de ti es mala señal.
El moralizador. La seducción es un juego, y debe practicarse con buen humor. En el amor y
la seducción todo se vale; la moral no cabe nunca en este marco. Pero el carácter del
moralizador es rígido. Se trata de personas que siguen ideas fijas e intentan hacer que te
pliegues a sus normas. Quieren que cambies, que seas mejor, así que no cesan de criticarte
y juzgarte: tal es su gusto en la vida. Lo cierto es que sus ideas morales se derivan de su
infelicidad, y esas mismas ideas encubren el deseo de los moralizadores de dominar a
quienes los rodean. Su incapacidad para adaptarse y disfrutar les hace fáciles de
reconocer; su rigidez mental también puede ser acompañada de tensión física. Resulta
difícil no tomar sus críticas como algo personal, así que es mejor evitar su presencia y sus
venenosos comentarios.
El avaro. La tacañería indica algo más que un problema con el dinero. Es una señal de
algo refrenado en el carácter de una persona, algo que le impide soltarse o correr riesgos.
Este es el rasgo más antiseductor de todos, y no te puedes permitir ceder a él. La mayoría
de los avaros no se dan cuenta de que tienen un problema; creen que cuando dan migajas
a alguien, son generosos. Examínate con atención: tal vez seas más tacaño de lo que
piensas. Intenta dar más, tanto dinero como de ti mismo, y descubrirás el potencial de
seducción de la generosidad selectiva. Claro que debes mantener tu generosidad bajo
control. Dar demasiado podría ser un signo de desesperación, de que quieres comprar a
alguien.
El farfullador. Los farfulladores son personas cohibidos, y su cohibición acentúa la tuya. Al
principio podrías creer que piensan en ti al grado de volverse torpes. Pero de hecho sólo
piensan en sí mismos: les preocupa su aspecto, o las consecuencias para ellos de su
tentativa de seducirte. Su inquietud suele ser contagiosa: pronto te preocuparás también,
por ti. Los farfulladores llegan rara vez a las últimas etapas de la seducción; pero si lo
hacen, también echan a perder eso. En la seducción, el arma clave es la audacia, lo que
priva de tiempo al objetivo para detenerse a pensar. Los farfulladores no tienen sentido de
la oportunidad. Podría parecerte divertido tratar de instruirlos o educarlos; pero si siguen
farfullando pasada cierta edad, es muy probable que su caso sea irremediable: son
incapaces de salir de sí mismos.
El locuaz. La seducción más efectiva se lleva a cabo con miradas, acciones indirectas,
señuelos físicos. Las palabras ocupan un lugar aquí, pero demasiadas romperán por lo
general el encanto, agudizando así las diferencias superficiales y sobrecargando la
situación. La gente que habla mucho suele hablar de sí misma. Jamás adquirió esa voz
interior que pregunta: "¿Te estoy aburriendo?'. Ser locuaz es tener un egoísmo muy
arraigado. Nunca interrumpas ni discutas con personas de este tipo; eso sólo estimulará su
charlatanería. Aprende a toda costa a controlar tu lengua.
El reactor. Los reactores son demasiado sensibles, no a ti sino a su ego. Examinan todas y
cada una de tus palabras y actos buscando señales de desaires a su vanidad. Si retrocedes
estratégicamente, como aveces deberás hacerlo en la seducción, cavilarán y arremeterán
contra ti. Son propensos a quejarse y gimotear, dos rasgos muy antiseductores. Ponlos a
prueba contando un chiste moderado a sus expensas: todos deberíamos poder reírnos un
poco de nosotros mismos, pero el reactores incapaz de hacerlo. Puedes adivinar
resentimiento en sus ojos. Elimina todos los rasgos reactivos de tu carácter: repelen
inconscientemente a la gente.
El vulgar. Los vulgares no ponen atención a los detalles, tan importantes en la seducción.
Puedes comprobar esto en su apariencia personal —su ropa es de mal gusto desde
cualquier punto de vista— y en sus actos: ignoran que a veces es mejor controlarse, no
ceder a los propios impulsos. Los vulgares: dicen todo en público. No tienen sentido de la
oportunidad y rara vez están en armonía con tus gustos. La indiscreción es señal segura
del vulgar (contar a otros el romance entre ustedes, por ejemplo); este acto podría parecer
impulsivo, pero su verdadera fuente es el egoísmo radical de los vulgares, su incapacidad
para verse como los demás los ven. Más que sólo evitarlos, conviértete en su contrario:
tacto, estilo y atención a los detalles son todos ellos requisitos básicos de un seductor.
EJEMPLOS DEL ANTISEDUCTOR.
1.- A Claudio, cuyo abuelastro fue el gran emperador romano Augusto, se le consideraba
un tanto imbécil cuando joven, y casi toda su familia lo maltrataba. Su sobrino Calígula,
nombrado emperador en 37 d.C, se divertía torturándolo: lo obligaba a dar vueltas al
palacio corriendo a toda prisa en castigo por su estupidez, bacía que se le ataran sandalias
sucias a las manos durante la cena, etcétera. Cuando se hizo mayor, Claudio pareció
volverse más torpe todavía; mientras que todos sus parientes vivían bajo constante
amenaza de asesinato, a él se le dejó en paz. Así, sorprendió enormemente a todos, incluso
a él mismo, que cuando, en 41 d.C, un conciliábulo militar asesinó a Calígula, también lo
proclamara emperador. Sin deseos de mandar, él delegó casi todo el gobierno a confidentes
(un grupo de libertos), y dedicaba su tiempo a hacer lo que más le gustaba: comer, beber,
jugar y putañear.
La esposa de Claudio, Valeria Mesalina, era una de las mujeres más bellas de Roma.
Aunque él parecía quererla, no le prestaba atención, y ella comenzó a tener aventuras. Al
principio fue discreta; pero al paso de los años, provocada por el descuido de su esposo, se
volvió crecientemente libertina. Mandó construir en su palacio una habitación en la que
recibía a numerosos hombres, haciendo hasta lo imposible por imitar a la prostituta más
famosa de Roma, cuyo nombre estaba escrito en la puerta. Quien rechazaba sus
insinuaciones era ejecutado. Casi todos en Roma sabían de estas travesuras, pero Claudio
no decía nada; parecia indiferente a ellas.
Tan grande era la pasión de Mesalina por su amante favorito, Gayo Silio, que decidió
casarse con él, pese a que ambos ya estaban casados. En ausencia de Claudio, celebraron
una ceremonia nupcial, autorizada por un contrato de matrimonio que el propio Claudio
firmó con engaños. Tras la ceremonia, Gayo se mudó al palacio. Esta vez, la consternación
y repulsa de la ciudad entera finalmente obligaron a actuar a Claudio, quien ordenó la
ejecución de Gayo y otros amantes de Mesalina, aunque no de ésta. No obstante, una
banda de soldados, enardecidos por el escándalo, le dieron caza y la apuñalaron.
Informado de ello, el emperador se limitó a ordenar más vino y siguió comiendo. Varías
noches después, y para asombro de sus esclavos, preguntó por qué la emperatriz no lo
acompañaba a cenar.
Nada enfurece más que no recibir atención. En el proceso de la seducción, quizá debas
retroceder en ocasiones, y someter a duda a tu [ objetivo. Pero la desatención prolongada
no sólo romperá el encanto I de la seducción, sino que también podría engendrar odio.
Claudio fue un caso extremo de esta conducta. Su insensibilidad fue producto de la
necesidad: actuar como imbécil le permitió ocultar su ambición y protegerse entre
competidores peligrosos. Pero la insensibilidad se le hizo una segunda naturaleza. Se
volvió descuidado, y ya no se daba cuenta de lo que ocurría a su alrededor. Su desatención
tuvo un efecto profundo en su esposa: ¿cómo podía un hombre, se preguntaba Mesalina,
en especial tan poco atractivo como Claudio, no reparar en ella, o no inquietarse por sus
aventuras con otros? Pero nada de lo que ella hacía parecía importarle.
Claudio representa el extremo, pero el espectro de la desatención es amplio. Muchas
personas ponen muy poco cuidado en los detalles, [ las señales que otra persona emite. Sus
sentidos están embotados por | el trabajo, las dificultades, el ensimismamiento. Esta
desactivación de , la carga seductora entre dos personas se ve con frecuencia, sobre todo
entre parejas de muchos años. Llevado más lejos, esto provoca enojo, resentimiento. A
menudo, el miembro engañado de la pareja fue el mismo que inició la dinámica, con
pautas de desatención.
2.- En 1639, un ejército francés sitió y tomó la ciudad italiana de Turín. Dos oficiales
franceses, el caballero (más tarde conde) de Grammont y su amigo Matta, decidieron
dirigir su atención a las hermosas mujeres de aquella ciudad. Las esposas de algunos de los
más ilustres hombres de Turín eran más que susceptibles a ello: sus maridos estaban
ocupados, y tenían amantes. El único requisito de las esposas fue que los pretendientes se
atuvieran a las reglas de la galantería.
El caballero y Matta hallaron pareja muy rápido: el caballero eligió a la hermosa
Mademoiselle de Saint-Germain, quien pronto sería prometida en matrimonio, y Matta
ofreció sus servicios a una mujer más madura y experimentada, Madame de Señantes. El
caballero dio en vestirse de verde, y Matta de azul, los colores favoritos de sus damas. El
segundo día de su cortejo, las parejas visitaron un palacio fuera de la ciudad. El caballero
fue todo encanto, e hizo que Mademoiselle : de Saint-Germain riera a rienda suelta de sus
ocurrencias, pero a Matta no le fue tan bien: no tenía paciencia para la galantería, así que
cuando Madame de Señantes y él dieron un paseo, le apretó la mano y le declaró
osadamente su afecto. La dama se horrorizó, desde luego, y cuando regresaron a Turín se
marchó sin mirarlo siquiera. Ignorante de que la había ofendido, Matta la creyó
embargada de emoción, y se sintió un tanto complacido. Pero el caballero de Grammont,
intrigado de que la pareja se hubiera separado, visitó a Madame de Señantes y le preguntó
cómo iba todo. Ella le dijo la verdad: que Marta había prescindido de las formalidades y
queda llevarla a la cama. El caballero rió, y pensó para sí en lo diferente que manejaría el
asunto si él fuera quien cortejara a la adorable Madame.
Los días siguientes, Matta siguió interpretando mal las señales. No visitó al esposo de
Madame de Señantes, como lo exigía la costumbre. Dejó de vestirse del color que a ella le
gustaba. Cuando iban a montar juntos, se ponía a cazar liebres, como si fueran la presa
más interesante, y cuando tomaba rapé no le ofrecía a ella. Entre tanto, continuaba
haciendo sus muy atrevidas insinuaciones. Madame se hartó por fin, y se quejó
directamente con él. Matta se disculpó; no se había percatado de sus errores. Conmovida
por su disculpa, la dama estuvo más que dispuesta a reanudar el cortejo; pero días
después, tras insignificantes esfuerzos de galantería, Matta supuso de nuevo que ella
estaba dispuesta a ir a la cama. Para su consternación, Madame se negó, como antes. "No
creo que a las mujeres pueda ofenderles demasiado", dijo Matta al caballero, "que a veces
dejemos de bromear para ir al grano." Pero Madame de Seriantes ya no tenía nada que
hacer con él; así, el caballero de Grammont, viendo una oportunidad que no podía dejar
pasar, aprovechó su disgusto cortejándola en forma apropiada y secreta, y consiguió
finalmente los favores que Matta había tratado de forzar.
No hay nada más antiseductor que sentir que alguien supone que eres suyo, que no es
posible que te le resistas. La menor impresión de este engreimiento es mortal para la
seducción; uno debe mostrar su valía, tomarse su tiempo, ganar el corazón del objetivo.
Tal vez temas que a él le ofenda el paso lento, o que pierda interés. Pero lo más probable es
que tu temor sea reflejo de tu inseguridad, y la inseguridad siempre es antiseductora. La
verdad es que entre más tardes, más mostrarás la profundidad de tu interés, y más intenso
será tu hechizo.
En un mundo de escasas formalidades y ceremonias, la seducción es uno de los pocos
residuos del pasado que preservan las pautas antiguas. Es un ritual, y sus ritos deben
observarse. La prisa no revela hondura de sentimientos, sino el grado de tu abstracción. A
veces quizá es posible apremiar a alguien al amor, pero a cambio obtendrás únicamente la
falta de placer que este tipo de amor ofrece. Si eres de naturaleza impetuosa, haz cuanto
puedas por disimularlo. Por extraño que parezca, el esfuerzo que inviertas en contenerte
podría resultar sumamente seductor para tu objetivo.
3. - En la década de 1730, vivía en París un joven apellidado Meilcour, quien estaba justo
en la edad de tener su primera aventura amorosa. Una amiga de su madre, Madame de
Lursay, viuda de alrededor de cuarenta años, era hermosa y encantadora, pero tenía fama
de intocable; de chico, Meilcour se había encaprichado con ella, pero jamás esperó que su
amor fuera correspondido. Así, se llevó una gran sorpresa y emoción al darse cuenta de
que, ahora que ya tenía edad suficiente, las tiernas miradas de Madame de Lursay
parecían indicar un interés más que maternal en él.
Durante dos meses Meilcour tembló en presencia de Madame de Lursay. Le temía, y no
sabía qué hacer. Una noche se pusieron a hablar de una obra de teatro reciente. Qué bien
había declarado un personaje su amor a una mujer, comentó Madame. Notando la obvia
incomodidad de Meilcour, continuó: "Si no me equivoco, una declaración sólo puede
parecer penosa cuando uno mismo tiene que hacerla". Madame bien sabía que ella era la
causa de la torpeza del joven, pero era muy bromista: "Dígame", lo instó, "de quién está
enamorado." Meilcour confesó al fin: era a Madame a quien deseaba. La amiga de su
madre le aconsejó no pensar así de ella, pero suspiró también, y le lanzó una larga y
lánguida mirada. Sus palabras decían una cosa, sus ojos otra; tal vez no era tan intocable
como él había creí-Ido. Al término de la velada, sin embargo, Madame de Lursay dijo
dudar que los sentimientos de él perduraran, y dejó inquieto al joven Meilcour por no
haber dicho nada acerca de corresponder a su amor.
Los días siguientes Meilcour pidió repetidamente a Madame de Lursay que declarara su
amor por él, y ella se negó repetidamente a hacerlo. El joven decidió por fin que su causa
estaba perdida, y se rindió; pero noches después, en una soirée en su casa, el vestido de
Madame parecía más tentador que de costumbre, y sus miradas hacían que a él le hirviera
la sangre. Meilcour se las devolvió, y la seguía a todas partes, mientras ella se cuidaba de
guardar cierta distancia, para que nadie notara lo sucedido. No obstante, también se las
arregló para que él pudiera quedarse sin despertar sospechas cuando los demás visitantes
se hubieran marchado.
Al fin solos, ella lo hizo sentarse a su lado en el sofá. El apenas si podía pronunciar
palabra; el silencio era incómodo. Para hacerlo hablar, Madame sacó el tema de siempre:
la juventud de Meilcour convertía su amor por ella en un capricho pasajero. En vez de
negarlo, él se mostró abatido, y mantuvo su cortés distancia, hasta que ella exclamó
finalmente, con ironía obvia: "Si llegara a saberse que usted estuvo aquí con mi
consentimiento, que lo arreglé voluntariamente con usted... ¿qué no diría la gente? Pero
cuan equivocada no estaría, porque no podría haber alguien más respetuoso que usted".
Empujado a actuar de esta manera, Meilcour le tomó la mano y la miró a los ojos. Ella se
ruborizó y le dijo que debía marcharse; pero la forma en que se acomodó en el sofá y lo
miró sugirió lo contrario. Aun así, Meilcour dudó; ella le había dicho que se fuera, y si
desobedecía podía hacerle una escena, y quizá no lo perdonaría nunca; él haría el ridículo,
y todos, su madre inclusive, se enterarían. Se puso de pie en el acto, disculpándose por su
momentáneo arrojo. La mirada de asombro de ella, algo fría, indicó que, en efecto, él
había llegado demasiado lejos, imaginó Meilcour, de modo que se despidió y partió.
Meilcour y Madame de Lursay aparecen en la novela Los extravíos del corazón y del
ingenio, escrita en 1738 por Crébillon hijo, quien basaba sus personajes en libertinos que
conoció en la Francia de la época. Para Crébillon hijo, la seducción se reduce a señales: a
ser capaz de emitirlas y entenderlas. Esto no es así a causa de que la sexualidad esté
reprimida y exija hablar en clave. Lo es más bien ponqué la comunicación sin palabras
(mediante prendas, gestos, actos) es el más placentero, excitante y seductor de los
lenguajes.
En la novela de Crébillon hijo, Madame de Lursay es una ingeniosa seductora que juzga
emocionante iniciar a los jóvenes. Pero ni siquiera ella puede vencer la juvenil estupidez de
Meilcour, incapaz de entender sus señales por estar absorto en sus pensamientos. En la
novela ella consigue educarlo después, pero en la vida real hay muchos Meilcours
irredimibles. Son demasiado literales, e insensibles a los detalles con poder de seducción.
Más que repeler, irritan, y te enfurecen con sus incesantes interpretaciones erróneas,
viendo siempre la vida desde detrás de la cortina de su ego e incapaces de ver las cosas
como realmente son. Meilcour está tan embebido en sí mismo que no repara en que
Madame espera que dé el paso audaz al que ella tendría que sucumbir. Su vacilación
indica que piensa en él, no en ella; que le preocupa cómo lucirá, y no que le abruman sus
encantos. Nada podría ser más antiseductor que eso. Reconoce este tipo; y si pasa de la
joven edad que le serviría de pretexto, no te enredes en su torpeza: te contagiará de duda.
4. En la corte Heian del Japón de fines del siglo X, el joven noble Kaoru, supuesto hijo del
gran seductor Genji, sólo había tenido desdichas en el amor. Se encaprichó entonces con
una joven princesa, Oigimi, quien vivía en una casa ruinosa en el campo, tras la caída en
desgracia de su padre. Un día tuvo un encuentro con la hermana de Oigimi, Nakanokimi,
quien lo convenció de que era ella a quien realmente amaba. Confundido, Kaoru regresó a
la corte, y no visitó a las hermanas por un tiempo. Más tarde, el padre de ellas murió,
seguido poco después por la propia Oigimi.
Kaoru se dio cuenta entonces de su error: había amado a Oigimi desde siempre, y ella
había muerto por la desesperación de que él no la quisiera. No volvería a verla jamás, pero
ya no podía hacer otra cosa que pensar en ella. Cuando Nakanokimi, a la muerte de su
padre y su hermana, fue a vivir a la corte, Kaoru hizo convertir en santuario la casa donde
habían vivido Oigimi y su familia.
Un día, Nakanokimi, viendo la melancolía en que Kaoru había caído, le dijo que tenía otra
hermana, Ukifune, parecida a su amada Oigimi y que vivía oculta en el campo. Kaoru se
animó; quizá tenía la oportunidad de redimirse, de cambiar el pasado. Pero ¿cómo podía
hallar a esa mujer? Ocurrió entonces que él visitó el santuario para presentar sus respetos
a la desaparecida Oigimi, y se enteró de que la misteriosa Ukifune también estaba ahí.
Emocionado y agitado, logró vislumbrarla por la rendija de una puerta. Su vista le hizo
perder el aliento: aunque era una muchacha rural ordinaria, a ojos de Kaoera la viva
encarnación de Oigimi. Su voz, además, se parecía a la de Nakanokimi, a quien también
había amado. Los ojos se le llenaron de lágrimas.
Meses después, Kaoru dio con la casa en las montañas donde vivía ukifune. La visitó ahí,
y no lo decepcionó. "Una vez tuve un destello de ti por la rendija de una puerta", le dijo,
"y desde entonces has estado mucho en mi mente." Luego la cargó en brazos y la llevó
hasta un carruaje que los esperaba. La conduciría otra vez al santuario, y el viaje allá le
devolvería la imagen de Oigimi; sus ojos se anegaron en nuevas lágrimas. Mirando a
Ukifune, la comparaba en silencio con Oigimi: su ropa era menos bonita, pero tenía un
cabello hermoso.
Cuando Oigimi vivía, Kaoru y ella habían tocado juntos el koto, así que, una vez en el
santuario, él hizo sacar kotos. Ukifune no tocaba tan bien como Oigimi, y sus modales
eran menos refinados. No importaba; él le daría lecciones, haría de ella una dama. Pero
entonces, como había hecho con Oigimi, Kaoru regresó a la corte, dejando a Ukifune
languidecer en el santuario. Pasó tiempo antes de que volviera a visitarla; ella había
mejorado, estaba más hermosa que antes, pero él no podía dejar de pensar en Oigimi.
Kaoru la abandonó de nuevo, prometiendo llevarla a la corte, pero pasaron varias
semanas basta que finalmente recibió la noticia de que Ukifune había desaparecido,
habiendo sido vista por última vez en dirección a un río. Probablemente se había
suicidado.
En la ceremonia fúnebre de Ukifune, la culpa atormentó a Kaoru: ¿por qué no había ido
antes por ella? Ukifune merecía un mejor destino.
Kaoru y los demás personajes aparecen en La historia de Genji, novela japonesa del siglo
XI, de la aristócrata Murasaki Shikibu. Los personajes de este libro están basados en
gente que la autora conoció, pero el tipo de Kaoru aparece en todas las culturas y
periodos: se trata de hombres y mujeres que aparentemente buscan una pareja ideal. La
que penen nunca es lo bastante satisfactoria; una persona los entusiasma a primera vista,
pero pronto le encuentran defectos, y cuando otra se cruza en su camino, les parece mejor
y olvidan a la primera. Este tipo de personas suelen tratar de influir en el imperfecto
mortal que las ha ¡entusiasmado, para mejorarlo cultural y moralmente. Pero esto resulta
muy desafortunado para ambas partes.
La verdad es que esta clase de gente no busca un ideal, sino que es muy desdichada
consigo misma. Tú podrías confundir su insatisfacción con los altos estándares de un
perfeccionista, pero lo cierto es que nada le satisfará, porque su infelicidad es muy honda.
Puedes reconocerlo por su pasado, repleto de tormentosos romances efímeros. Asimismo,
tenderá a compararte con los demás, y a tratar de reformarte. Quizá al principio no sepas
en la que te metiste, pero personas así resultan finalmente antiseductoras, porque no
pueden ver tus cualidades individuales. Evita el romance antes de que ocurra. Este tipo de
antiseductor es un sádico de clóset y te torturará con sus metas inalcanzables.
5.- En 1762, en la ciudad de Turín, Italia, Giovanni Giacomo Casanova conoció a un tal
conde A.B., un caballero milanés a quien al parecer le simpatizó enormemente. El conde
había caído en desgracia, y Casanova le prestó algo de dinero. En muestra de gratitud, el
conde lo invitó a hospedarse con él y su esposa en Milán. Su mujer, le dijo, era de
Barcelona, y se le admiraba en todas partes por su belleza. Él le enseñó a Casanova sus
cartas, que poseían un encanto intrigante; Casanova la imaginó una presea digna de
seducir. Se dirigió a Milán.
Al llegar a la residencia del conde A.B., Casanova descubrió que la dama española era, en
efecto, muy hermosa, pero también seria y callada. Algo en ella le incomodó. Mientras él
desempacaba su ropa, la condesa vio entre sus pertenencias un deslumbrante vestido rojo,
con perifollos de marta cebellina. Era un regalo, exclamó Casanova, para la dama
milanesa que conquistara su corazón.
A la noche siguiente, en la cena, la condesa se mostró súbitamente cordial, riendo y
bromeando con Casanova. Ella describió el vestido como un soborno; Casanova lo
utilizaría para convencer a una mujer de entregársele. Al contrario, replicó Casanova; él
sólo daba regalos después, en señal de aprecio. Esa noche, en el carruaje de vuelta de la
ópera, ella le preguntó si una acaudalada amiga suya podía comprar el vestido; y cuando
él respondió que no, ella se irritó visiblemente. Adivinando su juego, Casanova ofreció
obsequiarle el vestido de marta si era buena con él. Esto no hizo sino enojarla más, y
riñeron.
Casanova se hastió al fin del malhumor de la condesa: vendió el vestido por quince mil
francos a su amiga rica, quien a su vez se lo regaló a ella, como la condesa había planeado
desde el principio. Pero para probar su falta de interés en el dinero, Casanova le dijo que
le obsequiaría los quince mil francos, sin compromiso. "Usted es un mal hombre", repuso
ella, "pero puede quedarse, me divierte." La condesa reanudó sus coqueterías, pero
Casanova no se dejó engañar. "No es culpa mía, Madame, que sus encantos ejerzan tan
escaso poder en mí", le dijo. "Aquí están quince mil francos para que se consuele."
Puso el dinero en una mesa y se marchó, mientras la condesa rabiaba y juraba vengarse.
Cuando Casanova conoció a la dama española, dos cosas de ella le repelieron. Primero, su
orgullo: más que participar en el toma y daca de la seducción, ella exigía la subyugación
del hombre. El orgullo puede reflejar seguridad, e indicar que no te rebajarás ante los
demás. Pero con igual frecuencia es resultado de un complejo de inferioridad, que exige a
los demás rebajarse ante ti. La seducción requiere apertura a la otra persona, disposición
a ceder y adaptarse. El orgullo excesivo, sin nada que lo justifique, es extremadamente
antiseductor.
El segundo rasgo que disgustó a Casanova fue la codicia de la condesa: sus jueguitos de
coquetería sólo estaban planeados para obtener el vestido; no le interesaba el romance.
Para Casanova, la seducción era un juego alegre que la gente practicaba por diversión
mutua. En su esquema de cosas, no tenía nada de malo que una mujer quisiera también
regalos y dinero; él podía entender ese deseo, y era un hombre generoso. Pero sentía
asimismo que ése era un deseo que una mujer debía disimular, para dar la impresión de
que lo que perseguía era placer. Una persona que busca obviamente dinero u otra
recompensa material no puede menos que repeler. Si ésa es tu intención, si buscas algo más
que placer —poder, dinero—, nunca lo muestres. La sospecha de un motivo oculto es
antiseductora. Jamás permitas que nada rompa la ilusión.
6.- En 1868, la reina Victoria de Inglaterra sostuvo su primera reunión privada con el
nuevo primer ministro del país, William Gladstone. Ya lo conocía, y sabía de su fama como
absolutista moral, pero el encuentro sería una ceremonia, un mero intercambio de
cortesías. Gladstone, sin embargo, no tenía paciencia para tales cosas. En esa primera
reunión explicó a la reina su teoría de la realeza: la reina, creía, debía desempeñar en
Inglaterra un papel ejemplar, un papel que, en fechas recientes, ella no había cumplido,
por pasar demasiado tiempo en privado.
Este sermón sentó un mal precedente, y las cosas no hicieron más que empeorar: pronto
recibió cartas de Gladstone, en las que éste abundaba en el tema. La reina nunca se tomó
la molestia de leer la mitad de ellas, y poco después hacía cuanto podía por evitar el
contacto con el líder de su gobierno; si tenía que verlo, abreviaba lo más posible la
reunión. Con ese fin, jamás le permitía sentarse en su presencia, esperando que un hombre
de su edad se cansara pronto y se fuete. Porque una vez que se explayaba en un tema caro
a su corazón, no reparaba en la mirada de desinterés de la otra persona, o en sus lágrimas
de tanto bostezar. Sus memorándums sobre los asuntos aun más simples debían ser
traducidos a términos sencillos para la reina por uno de sus asistentes. Pero lo peor de
todo era que Gladstone reñía con ella, y sus discusiones lograban hacer que se sintiera
tonta. La reina aprendió pronto a asentir con la cabeza y a dar la impresión de estar de
acuerdo con todo argumento abstracto que él intentara exponer. En una carta a su
secretario, refiriéndose a sí misma en tercera persona, Victoria escribió: "En la actitud de
Gladstone, ella sentía siempre una autoritaria obstinación y arrogancia [...] que nunca
había experimentado en nadie más, y que consideraba de lo más desagradable". Al paso de
los años, ese sentimiento se convirtió en un indeclinable odio.
Como líder del partido liberal, Gladstone tenía una némesis: Benjamín Disraeli, líder del
partido conservador. Lo consideraba amoral, un judío diabólico. En una sesión del
parlamento, Gladstone arremetió contra su adversario, anotándose un punto tras otro
mientras describía adonde llevarían las medidas de su rival. Enojándose conforme
avanzaba (como solía ocurrir cuando hablaba de Disraeli), golpeó con tal fuerza el estrado
que plumas y hojas salieron volando. Entre tanto, Disraeli parecía semidormido. Cuando
Gladstone terminó, aquél abrió los ojos, se puso de pie y se acercó tranquilamente al
estrado. "El correcto y honorable caballero", dijo, "ha hablado con mucha pasión, mucha
elocuencia y mucha violencia." Tras una larga pausa, continuó: "Pero el daño no es
irreparable", y procedió a recoger todo lo que se había caído del estrado, y a ponerlo
nuevamente en su lugar. El discurso que siguió fue más magistral aún por su sereno e
irónico contraste con el de Gladstone. Los miembros del parlamento quedaron fascinados,
y todos coincidieron en que Disraeli había ganado el día.
Si Disraeli era el consumado seductor y encantador social, Gladstone era el antiseductor.
Claro que tenía partidarios, en su mayoría entre los elementos más puritanos de la
sociedad: derrotó dos veces a Disraeli en una elección general. Pero le era difícil extender
su atractivo más allá del círculo de sus fieles. A las mujeres en particular les parecía
insufrible. Desde luego que ellas no votaban entonces, así que eran un lastre político
menor; pero Gladstone no tenía paciencia para el punto de vista femenino. Una mujer,
creía, tenía que aprender a ver las cosas como un hombre, y su propósito en la vida era
educar a quienes consideraba irracionales y abandonados por Dios.
No pasó mucho tiempo antes de que Gladstone colmara los nervios de todos. Tal es la
naturaleza de la gente convencida de alguna verdad, pero que no tiene paciencia para una
perspectiva diferente, o para vérselas con la psicología de otra persona. Este tipo de
antiseductor es abusador, y a corto plazo suele conseguir lo que desea, en particular entre
los menos agresivos. Pero provoca gran resentimiento y muda antipatía, lo que a la larga
causa su ruina. La gente ve más allá de su rectitud moral, la cual es, muy a menudo, una
pantalla para un juego de poder: la moral es una forma de poder. Un seductor nunca
busca convencer directamente, nunca hace alarde de su moral, jamás sermonea ni impone.
Todo en éllo es sutil, psicológico, indirecto.
Símbolo: El cangrejo. En un mundo hostil, el cangrejo sobrevive gracias a la dureza de su
concha, al amago de sus tenazas y a que cava en la arena. Nadie se atreve a acercarse
demasiado. Pero no puede sorprender a su enemigo y tiene poca movilidad. Su fortaleza
defensiva es su suprema limitación.
USOS DE LA ANTISEDUCCIÓN.
La mejor manera de evitar enredos con los antiseductores es reconocerlos de inmediato y
eludirlos, pero con frecuencia nos engañan. Los embrollos con este tipo de personas son
desagradables, y difíciles de desenmarañar, porque entre más emotiva sea tu reacción, más
atrapado parecerás estar. No te enojes; esto sólo podría alentar a esas personas, o
exacerbar sus tendencias antiseductoras. En cambio, muéstrate distante e indiferente, no
les prestes atención, hazles sentir lo poco que te importan. El mejor antídoto contra un
antiseductor es por lo general ser antiseductor tú mismo.
Cleopatra tenía un efecto devastador en cada hombre que se cruzaba en su camino.
Octavio —el futuro emperador Augusto, quien derrotaría y destruiría a Marco Antonio,
amante de Cleopatra— conocía muy bien su poder, y se defendió siendo siempre muy
amable con ella, cortés al extremo, pero sin exhibir nunca la menor emoción, ya fuera
interés o disgusto. En otras palabras, la trató como a cualquier otra mujer. Ante esa
fachada, ella no pudo hincarle el diente. Octavio hizo de la antiseducción su defensa contra
la mujer más irresistible de la historia. Recuerda: la seducción es un juego de atención, de
llenar poco a poco con tu presencia la mente de la otra persona. La distancia y la
desatención producirán el efecto opuesto, y pueden usarse como táctica en caso necesario.
Por último, si en verdad deseas "antiseducir", sencillamente finge los rasgos enlistados al
principio de este capítulo. Fastidia; habla mucho, sobre todo de ti mismo; vistete al revés
de como le gusta a la otra persona; no prestes atención a los detalles; sofoca, etcétera. Una
advertencia: con el locuaz, nunca discutas demasiado. Las palabras sólo atizarán el fuego.
Adopta la estrategia de la reina Victoria: asiente, da la impresión de estar de acuerdo y
halla luego una excusa para interrumpir la conversación. Esta es la única defensa posible.

1 comentario:

  1. tengo características de todos esos. debe ser por que soy muy pero muy inseguro

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