domingo, 16 de octubre de 2011

Arquetipos: 9.- La estrella.


La vida diaria es dura, y casi todos buscamos incesantemente huir de ella en sueños y
fantasías. Las estrellas aprovechan esta debilidad; al distinguirse de los demás por su
atractivo y característico estilo, nos empujan a mirarlas. Al mismo tiempo, son vagas y
etéreas, guardan su distancia y nos dejan imaginar más de lo que existe. Su irrealidad actúa
en nuestro inconsciente; ni siquiera sabemos cuánto las imitamos. Aprende a ser objeto de
fascinación proyectando la brillante
y escurridiza presencia de la estrella.
Un día de 1922, en Berlín, Alemania, se anunció una audición para u papel de una joven
voluptuosa en una película titulada Tragedia de amor. De los cientos de esforzadas actrices
jóvenes que se presentaron, la mayoría hizo todo por llamar la atención del director de
reparto, lo que incluía exhibirse. Entre ellas había una joven en la fila que iba vestida
sencilla, y que no hizo ninguna de las desesperadas bufonerías de las demás chicas. Pero
sobresalía de todas maneras.
Esta joven llevaba un cachorro con una correa, del que había colgado un elegante collar.
El director de reparto se fijó en ella de inmediato. La observó parada en la fila,
sosteniendo tranquilamente al perro en sus brazos, y muy reservada. Al fumar, sus gestos
eran lentos y sugestivos. A él le fascinaron sus piernas y su rostro, la sinuosidad de sus
movimientos, el dejo de frialdad en sus ojos. Cuando llegó al rente, él ya la había elegido.
Se llamaba Marlene Dietrich.
Para 1929, cuando el director austroestadunidense Josef von Stern-berg llegó a Berlín a
fin de empezar a trabajar en la película Der blaue engel (El ángel azul), Marlene, de
veintisiete años, ya era muy conocida en el mundo del cine y el teatro de Berlín. Der blaue
Engel trataba de una mujer, Lola-Lola, que explota sádicamente a los hombres, y la
totalidad de las mejores actrices de Berlín querían el papel, salvo, al parecer, Marlene,
quien hizo saber que lo consideraba degradante; von Sternberg debía elegir entre las
demás actrices que tenía en mente. Poco después de su arribo a Berlín, sin embargo, Von
Sternberg insistió a una función de una obra musical para ver a un actor al que
consideraba para Der blaue Engel. La estrella de la obra era la Dietrich, y tan pronto
como ella salió a escena, Von Sternberg descubrió que no podía quitarle los ojos de
encima. Ella lo miraba directa, insolentemente, como hombre; y luego estaban esas
piernas, y la forma en que ella se inclinaba provocativamente contra la pared. Von
Sternberg se olvidó del actor que había ido a ver. Había hallado a su .Lola-Lola.
Von Sternberg se las arregló para convencer a Marlene de que aceptara el papel, y se puso
a trabajar de inmediato, moldeándola conforme a la Lola de su imaginación. Cambió su
cabello, trazó una línea plateada bajo su nariz para hacerla parecer más fina, le enseñó a
mirar a la cámara con la insolencia que había visto en el escenario. Cuando empezó el
rodaje, Von Sternberg creó un sistema de iluminación justo para Marlene: una luz que la
seguía a todas partes, estratégica-mente realzada por gasas y humo. Obsesionado con su
"creación", iba con ella adondequiera. Nadie más podía acercársele.
Der blaue Engel fue un gran éxito en Alemania. Marlene fascinó al público: esa mirada
fría y brutal mientras extendía las piernas sentada en un taburete, dejando ver su ropa
interior; su natural manera de llamar la atención en la pantalla. Aparte de Von Sternberg,
también otros se obsesionaron con ella. Un hombre aquejado de cáncer, el conde Sascha
Kolowrat, tenía un último deseo: ver las piernas de la Dietrich en persona. Ella lo
complació, visitándolo en el hospital y levantándose la falda; él suspiró y dijo: "Gracias.
Ya puedo morir tranquilo". Pronto Paramount Studios llevó a Marlene a Hollywood,
donde en poco tiempo todo mundo hablaba de ella. En las fiestas, todos los ojos se volvían
a mirarla cuando entraba al salón. Escoltada por los hombres más guapos de Hollywood,
vestía un conjunto tan bello como inusual: una piyama de lame dorado, un traje de
marinero con quepis. Al día siguiente, su look era imitado por mujeres de toda la ciudad;
más tarde llegaba a las revistas, e iniciaba así una tendencia totalmente nueva.
El verdadero objeto de fascinación, era incuestionablemente el rostro de Marlene. Lo que
cautivó a Von Sternberg fue su inexpresividad: con un simple truco de iluminación, logró
que ese rostro hiciera lo que él quería. Más tarde Marlene dejó de trabajar con Von
Sternberg, pero nunca olvidó lo que él le había enseñado. Una noche de 1951, Fritz Lang,
quien estaba a punto de dirigirla en Rancho Notorius (Sucedió en un rancho), pasaba por
su oficina cuando vio que una luz relampagueaba en la ventana. Temiendo un robo, bajó
de su auto, subió las escaleras y se asomó por la rendija de la puerta: era Marlene,
tomándose fotografías en el espejo para estudiar su rostro desde todos los ángulos.
Marlene Dietrich podía distanciarse de sí misma: estudiar su rostro, sus piernas, su cuerpo
como si fueran de otra persona. Esto le permitía moldear su aspecto, y transformar su
apariencia para llamar la atención. Podía posar justo en la forma que más excitaría a un
hombre, pues su inexpresividad permitía que él la viera según su fantasía, de sadismo,
voluptuosidad o peligro. Y todos los hombres que la conocían, o la veían en la pantalla,
fantaseaban interminablemente con ella. Este efecto operaba también en las mujeres; en
palabras de un escritor, la Dietrich proyectaba "sexo sin género". Pero esa distancia de sí
le confería cierta frialdad, en el cine y en persona. Era como un objeto hermoso, algo por
fetichizar y admirar como admiramos una obra de arte.
El fetiche es un objeto que impone una reacción emocional que nos hace insuflarle vida.
Como es un objeto, podemos imaginar con él lo que queramos. La mayoría de las personas
son demasiado temperamentales, complejas y reactivas para dejarnos verlas como objetos
que podamos fetichizar. El poder de la estrella fetichizada procede de su capacidad para
convertirse en objeto, aunque no en cualquiera, sino en un objeto que fetichizamos, que
estimula una amplia variedad de fantasías. Las estrellas fetichizadas son perfectas, como
la estatua de una deidad griega. El efecto es asombroso, y seductor. Su principal requisito
es la distancia de sí. Si tú te ves como un objeto, otros lo harán también. Un aire etéreo e
irreal agudizará este efecto.
Eres una pantalla en blanco. Flota por la vida sin comprometerte y la gente querrá
atraparte y consumirte. De todas las partes de tu cuerpo que atraen esa atención fetichista,
la más imponente es el rostro; así, aprende a afinar tu rostro como si fuera un
instrumento, haciéndolo irradiar una vaguedad fascinadora e impresionante. Y como
tendrás que distinguirte de otras estrellas en el cielo, deberás desarrollar un estilo que
llame la atención. Marlene Dietrich fue la gran profesional de este arte; su estilo era tan
chic que deslumbraba, tan extraño que embelesaba. Recuerda: tu imagen y presencia son
materiales que puedes controlar. La sensación de que participas en esta especie de juego
hará que la gente te considere superior y digno de imitación.
Poseía tal aplomo natural, [...] tal economía de gestos, que era tan absorbente como un
Modigliani. [...] Tenía la cualidad esencial de las estrellas: podía ser espléndida sin hacer
nada.
—Lili Darvas, actriz de Berlín, sobre Marlene Dietrich.
LA ESTRELLA MÍTICA.
El 2 de julio de 1960, semanas antes de la convención nacional del partido demócrata, el
expresidente de Estados Unidos Harry Truman declaró públicamente que John F.
Kennedy —quien había obtenido suficientes delegados para que se le eligiera candidato de
su partido a la presidencia— era demasiado joven e inexperto para el puesto. La reacción
de Kennedy fue sorprendente: convocó a una conferencia de prensa para ser televisada en
vivo a toda la nación, el 4 de lulio. La teatralidad de esa conferencia fue aún mayor por el
hecho de que Kennedy estaba de vacaciones, así que nadie lo vio ni supo de él hasta el
evento mismo. A la hora convenida, Kennedy entró a la sala como un sheriff que llegara a
Dodge City. Empezó diciendo que había contendido en todas las elecciones primarias
estatales, con una considerable inversión de dinero y esfuerzo, y que había vencido
contundentemente a sus adversarios. ¿Quién era Truman para burlar el proceso
democrático? "Este es un país joven", continuó, alzando la §oz, "fundado por hombres
jóvenes, [...] que siguen siendo jóvenes de corazón. [...] El mundo está cambiando, mas no
así los antiguos métodos. [...] Es momento de que una nueva generación de líderes haga
frente a nuevos problemas y oportunidades." Aun los enemigos de Kennedy coincidieron
en que su discurso fue estremecedor. Volteó la impugnación de Truman: el problema no
era su propia inexperiencia, sino el monopolio del poder de la antigua generación. Su estilo
fue tan elocuente como sus palabras, porque su actuación evocó las películas de la época:
Alan Ladd en Shane (Shane) enfrentando a rancheros viejos y corruptos, o James Dean en
Rebel Without a Cause (Rebelde sin causa). Incluso, Kennedy se parecía a Dean,
particularmente en su aire de fría indiferencia.
Meses después, ya aprobado como candidato presidencial demócrata, Kennedy se puso en
guardia contra su adversario republicano, Richard Nixon, en su primer debate televisado
a toda la nación. Nixon era perspicaz; sabía las respuestas a las preguntas y debatía con
aplomo, citando estadísticas sobre los logros del gobierno de Eisenhower, en el que había
sido vicepresidente. Pero a la luz de las cámaras, en la televisión en blanco y negro, era
una figura espectral: su crecida barba disimulada con maquillaje, marcas de sudor en la
frente y las mejillas, el rostro descompuesto por la fatiga, los ojos inquietos y
parpadeantes, rígido el cuerpo. ¿Qué le preocupaba tanto? El contraste con Kennedy era
notorio. Si Nixon sólo veía a su contrincante, Kennedy miraba al público, haciendo
contacto visual con los espectadores, dirigiéndose a ellos en la sala de su casa como ningún
político lo había hecho antes. Si Nixon se ocupaba de datos y engorrosos temas de debate,
Kennedy hablaba de libertad, de crear una nueva sociedad, de recuperar el espíritu
pionero de Estados Unidos. Su actitud era sincera y enfática. Sus palabras no eran
específicas, pero hizo imaginar a sus oyentes un futuro maravilloso.
Un día después del debate, las cifras de Kennedy en las encuestas subieron
milagrosamente, y en todas partes era recibido por multitudes de jóvenes mujeres, que
gritaban y saltaban. Con su bella esposa Jackie a su lado, él era una especie de príncipe
democrático. Para entonces, sus apariciones en la televisión eran verdaderos
acontecimientos. A su debido tiempo se le eligió presidente, y su discurso de toma de
posesión, también transmitido por televisión, fue muy emocionante. Era un frío día de
invierno. Al fondo, sentado, Eisenhower parecía viejo y rendido, acurrucado en su abrigo y
su bufanda. Kennedy, en cambio, se dirigió a la nación de pie, sin sombrero ni abrigo: "No
creo que nadie sustituya a ninguna otra persona o generación. La energía, la fe, la
devoción que pongamos en este empeño iluminarán a nuestro país y a todo aquel que le
sirva, y el brillo de esa hoguera realmente puede iluminar al mundo".
En los meses siguientes, Kennedy dio innumerables conferencias de prensa en vivo ante las
cámaras de la televisión, algo que ningún presidente estadunidense anterior se había
atrevido a hacer. Frente al pelotón de fusilamiento de las lentes y las preguntas, era
intrépido, y hablaba con serenidad y cierta ironía. ¿Qué pasaba detrás de esos ojos, de esa
sonrisa? La gente quería saber más sobre él. Las revistas bombardeaban a sus lectores con
información: fotografías de Kennedy con su esposa e hijos, o jugando fútbol americano en
el jardín de la Casa Blanca; entrevistas que lo presentaban como devoto padre de , familia,
aunque también se codeaba con estrellas glamurosas. Todas las imágenes se fundían: la
carrera espacial, el Cuerpo de Paz, Kennedy enfrentando a los soviéticos durante la crisis
de los misiles en Cuba, justo como había encarado a Truman.
Tras el asesinato de Kennedy, Jackie dijo en una entrevista que, antes de acostarse, él
acostumbraba oír la banda sonora de obras musicales de Broadway, y que su favorita era
Camelot, con estos versos: "Que no se olvide / que una vez hubo / como un efluvio / un
Came-lot". Volvería a haber grandes presidentes, dijo Jackie, pero nunca "otro Camelot".
El nombre "Camelot" pareció gustar, e hizo que los mil días de Kennedy en el cargo
resonaran como un mito.
La seducción del pueblo estadunidense por Kennedy fue consciente y calculada. También
fue más propia de Hollywood que de Washington, lo cual no es de sorprender: el padre de
Kennedy, Joseph, había sido productor de cine, y Kennedy mismo había pasado tiempo en
Hollywood, conviviendo con actores e intentando saber qué los hacía estrellas. Le
impresionaban en particular Cary Cooper, Montgomery Clift y Cary Grant; solía llamar a
este último para pedirle consejo.
Hollywood había hallado formas de unir a todo el país en torno a ciertos temas, o mitos,
con frecuencia el gran mito estadunidense del Oeste. Las grandes estrellas encarnaban
tipos míticos: John Wayne al patriarca, Clift al rebelde prometeico, Jimmy Stewart al
héroe noble, Marilyn Monroe a la sirena. Ellos no eran meros mortales, sino dioses y
diosas con quienes soñar y fantasear. Todos los actos de Kennedy se enmarcaron en las
convenciones de Hollywood. No discutía con sus adversarios: los enfrentaba teatralmente.
Posaba, y en formas visualmente atractivas, ya fuera con su esposa, sus hijos o solo.
Copiaba las expresiones faciales, la presencia, de un Dean o un Cooper. No se ocupaba de
detalles políticos, pero hablaba extasiado de grandes temas míticos, la clase de temas que
podían unir a una nación dividida. Y todo esto estaba calculado para la televisión, porque
Kennedy existió principalmente como imagen televisiva. Su imagen perseguía en sueños a
los estadunidenses. Mucho antes de su asesinato, atrajo e-fantasías de la inocencia perdida
de Estados Unidos con su llamado a un renacimiento del espíritu pionero, una Nueva
Frontera.
De todos los tipos de personalidad, la estrella mítica es quizá el más impactante. A la gente
se le divide en toda índole de categorías de percepción consciente: raza, género, clase,
religión, política. Así, es imposible obtener poder a gran escala, o ganar una elección,
valiéndose del conocimiento consciente; un llamado a cualquier grupo sólo alejará a otro.
Pero inconscientemente compartimos muchas cosas.
Todos somos mortales, todos conocemos el temor, todos llevamos impresa en nosotros la
huella de nuestras figuras paternas; y nada evoca mejor esta experiencia compartida que
un mito. Las pautas del mito, nacidas de los sentimientos encontrados de la indefensión y
el ansia de inmortalidad, están profundamente grabadas en todos nosotros.
Las estrellas míticas son figuras de mitos que cobran vida. Para apropiarte de su poder,
primero debes estudiar la presencia física de esas figuras: cómo adoptan un estilo
distintivo, y cómo son increíble y visualmente deslumbrantes. Luego debes asumir la
actitud de una figura mítica: el rebelde, el patriarca o la matriarca sabio, el aventurero.
(La actitud de una estrella que ha adoptado una de esas poses míticas podría ser la clave.)
Vuelve vagas estas asociaciones; nunca deben ser obvias para la mente consciente. Tus
palabras y actos han de invitar a la interpretación más allá de su apariencia superficial;
debes dar la impresión de no interesarte en asuntos y detalles específicos y triviales, sino
en cuestiones de vida y muerte, amor y odio, autoridad y caos. Tu contrincante, de igual
modo, debe ser encuadrado no meramente como enemigo por razones ideológicas o de
competencia, sino como un villano, una forma demoniaca. La gente es sumamente
susceptible al mito, así que conviértete en protagonista de un gran drama. Y mantén tu
distancia: que la gente se identifique contigo sin que pueda tocarte. Que sólo pueda mirar
y soñar.
La vida de Jack tuvo más que ver con el mito, la magia, la leyenda, la saga y el cuento que
con la teoría o la ciencia políticas.
—Jacqueline Kennedy, una semana después de la muerte de John Kennedy.
CLAVES DE PERSONALIDAD.
La seducción es una forma de persuasión que busca eludir la conciencia, incitando en
cambio a la mente inconsciente. La razón de esto es simple: estamos rodeados de tantos
estímulos que compiten por nuestra atención, bombardeándonos con mensajes obvios, y de
tantas personas con intereses abiertamente políticos y manipuladores, que rara vez nos
encantan o engañan. Nos hemos vuelto crecientemente cínicos. Trata de persuadir a una
persona apelando a su conciencia, diciendo lo que quieres, mostrando todas tus cartas, ¿y
qué esperanza te queda? Serás sólo una irritación más por eliminar.
Para evitar esta suerte, debes aprender el arte de la insinuación, de llegar al inconsciente.
La expresión más vivida del inconsciente es el sueño, el cual se relaciona intrincada mente
con el mito; al despertar de un sueño, a menudo permanecen en nosotros sus imágenes y
mensajes ambiguos. Los sueños nos obsesionan porque combinan realidad e irrealidad.
Están repletos de personajes reales, y suelen tratar de situaciones reales, pero son
maravillosamente irracionales, llevando la realidad al extremo del delirio. Si todo en un
sueño fuera realista, no tendría ningún poder sobre nosotros; si todo fuera irreal, nos
sentiríamos menos envueltos en sus placeres y temores. Su fusión de ambos elementos es lo
que lo vuelve inquietante. Esto es lo que Freud llamó lo "misterioso": algo que parece
extraño y conocido a la vez.
A veces experimentamos lo misterioso estando despiertos: en un déjá vu, una coincidencia
milagrosa, un raro suceso que recuerda una experiencia de la infancia. La gente puede
tener un efecto similar. Los gestos, las palabras, el ser mismo de hombres como Kennedy o
Andy Warhol, por ejemplo, evocan algo tanto real como irreal: quizá no nos demos cuenta
de ello (y cómo podríamos hacerlo, en verdad), pero estos individuos son como figuras
oníricas para nosotros. Tienen cualidades que los anclan en la realidad —sinceridad,
picardía, sensualidad—, pero al mismo tiempo su distancia, su superioridad, su casi
surrealismo los hacen parecer como salidos de una película. Este tipo de personas tienen
un efecto inquietante y obsesivo en nosotros. En público o en privado, nos seducen, y hacen
que deseemos poseerlas, tanto física como psicológicamente. Pero ¿cómo podemos poseer a
una persona emergida de un sueño, o a una estrella de cine o de la política, o incluso a un
encantador real, como un Warhol, que podría cruzarse en nuestro camino? Incapaces de
tenerlos, nos obsesionamos con ellos: nos persiguen en nuestras ideas, nuestros sueños,
nuestras fantasías. Los imitamos inconscientemente. El psicólogo Sándor Ferénczi llama a
esto "introyección": una persona se vuelve parte de nuestro ego, interiorizamos su
carácter. Este es el insidioso poder seductor de una estrella, un poder del que puedes
apropiarte convirtiéndote en un código, una mezcla de lo real y lo irreal. La mayoría de las
personas es extremadamente banal; es decir, demasiado real. Tú debes hacerte etéreo. Que
tus palabras y actos parezcan proceder de tu inconsciente, tener cierta soltura. Te
contendrás, pero ocasionalmente revelarás un rasgo que hará preguntarse a la gente si en
verdad te conoce.
La estrella es una creación del cine moderno. Esto no es ninguna sorpresa: el cine recrea el
mundo de los sueños. Vemos una película en la oscuridad, en un estado de
semisomnolencia. Las imágenes son bastante reales, y en diversos grados describen
situaciones realistas, pero son proyecciones, luces intermitentes, imágenes: sabemos que no
son reales. Es como si viéramos el sueño de otra persona. Fue el cine, no el teatro, el que
creó a la estrella.
En un escenario, los actores están lejos, perdidos entre la gente, y son demasiado reales en
su presencia corporal. Lo que permitió al cine fabricar a la estrella fue el close-up, que
separa de pronto a los actores de su contexto, llenando tu mente con su imagen. El close-up
parece revelar algo no tanto sobre el personaje que los actores interpretan como sobre sí
mismos. Vislumbramos algún aspecto de la propia Greta Garbo cuando la vemos tan cerca
a la cara. Nunca olvides esto mientras te forjas como estrella. Primero, debes tener una
presencia tan desbordante que llene la mente de tu objetivo como un clóse-up llena la
pantalla. Debes poseer un estilo o presencia que te distinga de los demás. Sé vago e irreal,
pero no distante ni ausente: no se trata de que las personas no puedan contemplarte ni
recordarte. Tienen que verte en su mente cuando no estás con ellas.
Segundo, cultiva un rostro inexpresivo y misterioso, el centro que irradia tu estelaridad.
Esto le permitirá a la gente ver en ti lo que quiere, imaginar que puede advertir tu
carácter, y aun tu alma. En vez de indicar estados anímicos y emociones, en vez de
emocionar o exaltar, la estrella despierta interpretaciones. Este fue el poder obsesivo del
rostro de Greta o de Marlene, e incluso de Kennedy, quien adecuó sus expresiones a las de
James Dean.
Un ser vivo es dinámico y cambiante, mientras que un objeto o imagen es pasivo; pero en
su pasividad estimula nuestras fantasías. Una persona puede obtener ese poder
volviéndose una suerte de objeto. El conde de Saint-Germain, gran charlatán del siglo
XVIII, fue en muchos sentidos un precursor de la estrella. Aparece de súbito en la ciudad,
nadie sabía de dónde; hablaba muchos idiomas, pero su acento no era de ningún país.
Tampoco se sabía su edad: no era joven, desde luego, pero su cara ofrecía un aspecto
saludable. Sólo salía de noche. Siempre vestía de negro, y portaba joyas espectaculares. Al
llegar a la corte de Luis XV, causó sensación al instante; sugería riqueza, pero nadie
conocía la fuente de ésta. Hizo creer al rey y a Madame de Pompadour que tenía
fantásticos poderes, entre ellos la capacidad de convertir materiales vulgares en oro (el don
de la piedra filosofal), pero jamás se atribuyó grandezas; todo era insinuación. Nunca
decía sí o no, sólo quizá. Se sentaba a cenar, pero nunca se le vio ingerir alimento. Una vez
regaló a Madame de Pompadour una caja de dulces que cambiaba de color y apariencia
dependiendo de cómo se le sostuviera; este cautivador objeto, dijo ella, le recordaba al
propio conde. Saint-Germain pintaba los cuadros más extraños nunca antes vistos: los
colores eran tan vibrantes que, cuando pintaba joyas, la gente creía que eran reales. Los
pintores desesperaban por conocer sus secretos, pero él no los reveló jamás. Se iba de la
ciudad como había llegado: de repente y en silencio. Su mayor admirador fue Casanova,
quien lo conoció y no lo olvidó nunca. Nadie dio crédito a su muerte; años, décadas, un
siglo después la gente seguía segura de que se ocultaba en alguna parte. Una persona con
poderes como los suyos nunca muere.
El conde de Saint-Germain tenía todas las cualidades de la estrella. Todo lo relativo a él
era ambiguo y estaba abierto a interpretaciones. Original y apasionado, se distinguía de la
muchedumbre. La gente lo creía inmortal, tal como una estrella parece nunca envejecer ni
desaparecer. Sus palabras eran como su presencia: fascinantes, diversas, extrañas, de
significado oscuro. Ese es el poder que puedes ejercer transformándote en un objeto
centellante.
AndyWarhol también obsesionaba a todos los que lo conocían. Poseía un estilo distintivo
—esas pelucas plateadas—, y su rostro era inexpresivo y misterioso. La gente no sabía
nunca qué pensaba; como sus cuadros, era pura superficie. En la cualidad de su presencia,
Warhol y Saint'Germain recuerdan los grandes cuadros de trompe l'oeil del siglo XVII, o
los grabados de M. C. Escher: fascinantes mezclas de realismo e imposibilidad, que hacen
que la gente se pregunte si son reales o imaginarias.
Una estrella debe sobresalir, y esto puede implicar cierta vena dramática, como la que la
Dietrich revelaba al aparecer en fiestas. A veces, incluso puede crearse un efecto más
inquietante e irreal con toques sutiles: tu manera de fumar, una inflexión de la voz, un
modo de andar. A menudo son las pequeñas cosas las que impresionan a la gente, y la
llevan a imitarte: el mechón sobre el ojo derecho de Verónica Lake, la voz de Cary Grant,
la sonrisa irónica de Kennedy. Aunque la mente consciente apenas puede registrar esos
matices, subliminalmente éstos pueden ser tan atractivos como un objeto de forma
llamativa o color raro. Por extraño que parezca, inconscientemente nos atraen cosas que
no tienen ningún significado más allá de su apariencia fascinante.
Las estrellas hacen que queramos saber más de ellas. Debes aprender a despertar la
curiosidad de la gente dejándola vislumbrar algo de tu vida privada, algo que parezca
revelar un elemento de tu personalidad. Déjala fantasear e imaginar. Un rasgo que suele
detonar esta reacción es un dejo de espiritualidad, la cual puede ser sumamente seductora,
como el interés de James Dean en la filosofía oriental y el ocultismo. Indicios de bondad y
generosidad pueden tener un efecto semejante. Las estrellas son como los dioses del monte
Olimpo, que viven para el amor y el juego. Lo que te agrada —personas, pasatiempos,
animales— revela el tipo de belleza moral que a la gente le gusta ver en una estrella.
Explota este deseo mostrando asomos de tu vida privada, las causas por las que luchas, la
persona de la que estás enamorado (por el momento).
Otra forma en que las estrellas seducen es haciendo que nos identifiquemos con ellas, lo
cual nos concede un estremecimiento vicario. Esto fue lo que hizo Kennedy en su
conferencia de prensa sobre Truman: al ubicarse como un joven injuriado por un viejo,
evocando así un conflicto generacional arquetípico, hizo que los jóvenes se identificaran
con él. (Para esto le sirvió la popularidad de la figura del adolescente marginado y
vilipendiado de las películas hollywoodenses.) La clave es representar un tipo, así como
Jimmy Stewart representaba al estadunidense promedio y Cary Grant al aristócrata
impasible. La gente de tu tipo gravitará hacia ti, se identificará contigo, compartirá tu
alegría o tristeza. La atracción debe ser inconsciente, y no han de transmitirla tus palabras
sino tu pose, tu actitud. Hoy más que nunca la gente es insegura, y su identidad cambia sin
cesar. Ayúdala a decidirse por un papel en la vida y se identificará contigo por completo.
Simplemente haz que tu tipo sea dramático, visible y fácil de imitar. El poder que tendrás
para influir de esta forma en el concepto de sí de la gente será insidioso y profundo.
Recuerda: todos somos intérpretes. La gente nunca sabe con exactitud qué sientes o
piensas; te juzga por tu apariencia. Eres un actor. Y los actores más eficaces tienen una
distancia interior consigo: al igual que Marlene, pueden moldear su presencia física como
si la percibieran desde afuera. Esa distancia interior nos fascina. Las estrellas se burlan de
sí mismas, ajustan siempre su imagen, la adaptan a los tiempos. Nada es más risible que
una imagen que estuvo de moda hace diez años pero que ya no lo está. Las estrellas deben
renovar constantemente su lustre, o enfrentarán la peor de las suertes posibles: el olvido.
Símbolo. El ídolo. Una piedra tallada hasta formar un dios, quizá fulgurante de joyas y oro.
Los ojos de los fieles le dan vida, imaginándola con poderes reales. Su forma les permite ver
lo que quieren —un dios—, pero sólo es una piedra. El dios vive en su imaginación.
PELIGROS.
Las estrellas crean ilusiones gratas a la vista. El peligro es que la gente se canse de ellas —
que la ilusión ya no fascine— y se vuelva hacia otra estrella. Deja que esto suceda y te será
muy difícil recuperar tu lugar en la galaxia. Debes preservar en ti las miradas a toda costa.
No te preocupes por la mala fama, o la calumnia; somos muy indulgentes con nuestras
estrellas. Tras su muerte, todo tipo de desagradables verdades sobre el presidente Kennedy
salieron a la luz: sus romances interminables, su adicción al riesgo y al peligro. Nada de
esto redujo su atractivo, y de hecho la gente sigue considerándolo uno de los grandes
presidentes de Estados Unidos. Errol Flynn enfrentó muchos escándalos, incluido un
famoso caso de violación: sólo aumentaron su imagen de libertino. Una vez que la gente
reconoce a una estrella, toda clase de publicidad, aun la mala, sencillamente alimenta su
obsesión. Claro que puedes excederte: a las personas le gusta que una estrella posea una
hermosura ilimitada, y demasiada flaqueza humana la desilusionará al cabo. Aun así, la
publicidad negativa es menos peligrosa que desaparecer mucho tiempo o distanciarte
demasiado. No podrás perseguir a la gente en sus sueños si nunca te ve. Al mismo tiempo,
no puedes permitir que el público te conozca demasiado, o que tu imagen se vuelva
predecible. La gente se volverá contra ti en un instante si empiezas a aburrirla, porque el
aburrimiento es el supremo mal social.
Quizá el mayor peligro que enfrentan las estrellas es la incesante atención que suscitan. La
atención obsesiva puede volverse desconcertante, y algo peor aún. Tal como podría
atestiguar cualquier mujer atractiva, cansa ser mirado todo el tiempo, y el efecto puede ser
destructivo, como lo demuestra el caso de Marilyn Monroe. La solución es desarrollar el
tipo de distancia de sí que tenía Marlene: toma con reservas la atención y la idolatría, y no
pierdas objetividad. Aborda juguetonamente tu imagen. Pero, sobre todo, nunca te
obsesiones con la obsesiva cualidad del interés de la gente en ti.

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