domingo, 16 de octubre de 2011

Arquetipos: PARTE 1 LA PERSONALIDAD SEDUCTORA.


Todos poseemos fuerza de atracción, la capacidad para cautivar a la gente y tenerla a
nuestra merced. Pero no todos estamos conscientes de este potencial interior, e imaginamos
la atracción como un rasgo casi místico con el que nacen unos cuantos selectos y que el
resto jamás poseeremos. Sin embargo, lo único que tenemos que hacer para explotar ese
potencial es saber qué apasiona naturalmente, en el carácter de una persona, a la gente y
desarrollar esas cualidades latentes en nosotros.
Los casos de seducción satisfactoria rara vez empiezan con una maniobra o plan
estratégico obvios. Esto despertaría sospechas, sin duda. La seducción satisfactoria
comienza por tu carácter, tu habilidad para irradiar una cualidad que atraiga a la gente y
le provoque emociones que no puede controlar. Hipnotizadas por tu seductora
personalidad, tus víctimas no advertirán tus manipulaciones posteriores. Engañarlas y
seducirlas será entonces un juego de niños.
Existen nueve tipos de seductores en el mundo. Cada uno de ellos posee un rasgo de
carácter particular venido de muy dentro y que ejerce una influencia seductora. Las
sirenas tienen energía sexual en abundancia y saben usarla.
Los Libertinos adoran insaciablemente al sexo opuesto, y su deseo es contagioso. Los
amantes ideales poseen una sensibilidad estética que aplican al romance. Los dandys
gustan de jugar con su imagen, creando así una tentación avasalladora y andrógina. Los
cándidos son espontáneos y abiertos. Las coquetas son autosuficientes, y poseen una
frescura esencial fascinante. Los encantadores quieren y saben complacer: son criaturas
sociales. Los carismáticos tienen una inusual seguridad en sí mismos. Las estrellas son
etéreas y se envuelven en el misterio.
Los capítulos de esta sección te conducirán a cada uno de esos nueve tipos. Al menos uno
de estos capítulos debería tocar una cuerda en ti: hacerte reconocer una parte de tu
personalidad. Ese capítulo será la clave para el desarrollo de tus poderes de atracción.
Supongamos que tiendes a la coquetería. El capítulo sobre la coqueta te enseñará a confiar
en tu autosuficiencia, y a alternar vehemencia y frialdad para atrapar a tus víctimas.
También te enseñará a llevar más lejos tus cualidades naturales, para convertirte en una
gran coqueta, el tipo de mujer por la que los hombres peleamos. Sería absurdo ser tímido
teniendo una cualidad seductora. Un libertino desenvuelto fascina, y sus excesos se
disculpan, pero uno desganado no merece respeto. Una vez que hayas cultivado tu rasgo
de carácter sobresaliente, añadiendo un poco de arte a lo que la naturaleza te dio, podrás
desarrollar un segundo o tercer rasgo, con lo que darás a tu imagen más hondura y
misterio. Finalmente, el décimo capítulo de esta sección, sobre el antiseductor, te hará
darte cuenta del potencial contrario en ti: la fuerza de repulsión. Erradica a toda costa las
tendencias antiseductoras que puedas tener.
Concibe estos nueve tipos como sombras, siluetas. Sólo si te empapas de uno de ellos y le
permites crecer en tu interior, podrás empezar a desarrollar una personalidad seductora,
lo que te concederá ilimitado poder.
LA SIRENA.
A un hombre suele agobiarle en secreto el papel que debe ejercer: ser siempre responsable,
dominante y racional. La sirena es la máxima figura de la fantasía masculina porque brinda
una liberación total de las limitaciones de la vida. En su presencia, siempre realzada y
sexuálmente cargada, el hombre se siente transportado a un mundo de absoluto placer. Ella
es peligrosa, y al perseguirla con tesón, el hombre puede perder el control de sí, algo que
ansia hacer. La sirena es un espejismo: tienta a los hombres cultivando una apariencia y
actitud particulares. En un mundo en que las mujeres son, con frecuencia, demasiado
tímidas para proyectar esa imagen, la sirena aprende a controlar la libido de los hombres
encarnando su fantasía
LA SIRENA ESPECTACULAR.
En el año 48 a.C, Tolomeo XIV de Egipto logró deponer y exiliar a su hermana y esposa, la
reina Cleopatra. Resguardó las fronteras del país contra su regreso y empezó a gobernar
solo. Ese mismo año, Julio César llegó a Alejandría, para cerciorarse de que, pese a las
luchas de poder locales, Egipto siguiera siendo fiel a Roma.
Una noche, César hablaba de estrategia con sus generales en el palacio egipcio cuando
llegó un guardia, para informar que un mercader griego se hallaba en la puerta con un
enorme y valioso obsequio para el jefe romano. César, en ánimo de diversión, autorizó el
ingreso del mercader. Este entró cargando sobre sus hombros un gran tapete enrollado.
Desató la cuerda del envoltorio y lo tendió con agilidad, dejando al descubierto a la joven
Cleopatra, oculta dentro y quien, semidesnuda, se irguió ante César y sus huéspedes como
Venus que emergiera de las olas.
La vista de la hermosa joven reina (entonces de apenas veintiún años de edad) deslumbró
a todos, al aparecer repentinamente ante ellos como en un sueño. Su intrepidez y
teatralidad les asombraron; metida al puerto a escondidas durante la noche con sólo un
hombre para protegerla, lo arriesgaba todo en un acto audaz. Pero nadie quedó tan
fascinado como César. Según el autor romano Dión Casio, "Cleopatra estaba en la
plenitud de su esplendor. Tenía una voz deliciosa, que no podía menos que hechizar a
quienes la oían. El encanto de su persona y sus palabras era tal que atrajo a sus redes al
más frío y determinado de los misóginos. César quedó encantado tan pronto como la vio y
ella abrió la boca para hablar". Cleopatra se convirtió en su amante esa misma noche.
César ya había tenido para entonces muchas queridas, con las que se distraía de los
rigores de sus campañas. Pero siempre se había librado rápido de ellas, para volver a lo
que realmente lo hacía vibrar: la intriga política, los retos de la guerra, el teatro romano.
Había visto a mujeres intentar todo para mantenerlo bajo su hechizo. Pero nada lo
preparó para Cleopatra. Una noche ella le diría que juntos podían hacer resurgir la gloria
de Alejandro Magno, y gobernar al mundo como dioses. A la noche siguiente lo recibiría
ataviada como la diosa Isis, rodeada de la opulencia de su corte. Cleopatra inició a César
en los más exquisitos placeres, presentándose como la encarnación del exotismo egipcio.
La vida de César con ella era un reto perenne, tan desafiante como la guerra; porque en
cuanto creía tenerla asegurada, ella se distanciaba o enojaba, y él debía buscar el modo de
recuperar su favor.
Transcurrieron semanas. César eliminó a todos los que le disputaban el amor de Cleopatra
y halló excusas para permanecer en Egipto. Ella lo llevó a una suntuosa e histórica
expedición por el Nüo. En un navío de inimaginable majestad —que se elevaba dieciséis
metros y medio sobre el agua e incluía terrazas de varios niveles y un templo con columnas
dedicado al dios Dionisio—, César fue uno de los pocos romanos en ver las pirámides. Y
mientras prolongaba su estancia en Egipto, lejos de su trono en Roma, en el imperio
estallaba toda clase de disturbios.
Asesinado Julio César en 44 a.C, le sucedió un triunvirato, uno de cuyos miembros era
Marco Antonio, valiente soldado amante del placer y el espectáculo, y quien se tenía por
una suerte de Dionisio romano. Años después, mientras él estaba en Siria, Cleopatra lo
invitó a reunirse con ella en la ciudad egipcia de Tarso. Ahí, tras hacerse esperar, su
aparición fue tan sorprendente como ante César. Una magnífica barcaza dorada con velas
de color púrpura asomó por el río Kydnos. Los remeros bogaban al compás de música
etérea; por toda la nave había hermosas jóvenes vestidas de ninfas y figuras mitológicas.
Cleopatra iba sentada en cubierta, rodeada y abanicada por cupidos y caracterizada como
la diosa Afrodita, cuyo nombre la multitud coreaba con entusiasmo.
Como las demás víctimas de Cleopatra, Marco Antonio tuvo sentimientos encontrados.
Los placeres exóticos que ella ofrecía eran difíciles de resistir. Pero también deseó
someterla: abatir a esa ilustre y orgullosa mujer probaría su grandeza. Así que se quedó y,
como César, cayó lentamente bajo su hechizo. Ella consintió todas sus debilidades: el
juego, fiestas estridentes, rituales complejos, lujosos espectáculos. Para conseguir que
regresara a Roma, Octavio, otro miembro del triunvirato, le ofreció una esposa: su
hermana, Octavia, una de las mujeres más bellas de Roma. Famosa por su virtud y
bondad, sin duda ella mantendría a Marco Antonio lejos de la "prostituta egipcia". La
maniobra surtió efecto por un tiempo, pero Marco Antonio no pudo olvidar a Cleopatra, y
tres años después retornó a ella. Esta vez fue para siempre: se había vuelto, en esencia,
esclavo de Cleopatra, lo que concedió a ésta enorme poder, pues él adoptó la vestimenta y
costumbres egipcias y renunció a los usos de Roma.
Una sola imagen sobrevive de Cleopatra —un perfil apenas visible en una moneda—, pero
contamos con numerosas descripciones escritas de ella. Su rostro era fino y alargado, y su
nariz un tanto puntiaguda; su rasgo dominante eran sus ojos, increíblemente grandes. Su
poder seductor no residía en su aspecto; a muchas mujeres de Alejandría se les
consideraba más hermosas que a ella. Lo que poseía sobre las demás mujeres era la
habilidad para entretener a un hombre. En realidad Cleopatra era físicamente ordinaria y
carecía de poder político, pero lo mismo Julio César que Marco Antonio, hombres
valerosos e inteligentes, no percibieron nada de eso. Lo que vieron fue una mujer que no
cesaba de transformarse ante sus ojos, una mujer espectáculo. Cada día ella se vestía y
maquillaba de otra manera, pero siempre conseguía una apariencia realzada, como de
diosa. Su voz, de la que hablan todos los autores, era cadenciosa y embriagadora. Sus
palabras podían ser banales, pero las pronunciaba con tanta suavidad que los oyentes no
recordaban lo que decía, sino cómo lo decía.
Cleopatra ofrecía variedad constante: tributos, batallas simuladas, expediciones,
orgiásticos bailes de máscaras. Todo tenía un toque dramático, y se llevaba a cabo con
inmensa energía. Para el momento en que los amantes de Cleopatra posaban la cabeza en
la almohada junto a ella, su mente era un torbellino de sueños e imágenes. Y justo cuando
creían ser amos de esa mujer exuberante y versátil, ella se mostraba alejada o enfadada,
dejando en claro que era ella la que ponía las condiciones. A Cleopatra era imposible
poseerla: había que adorarla. Fue así como una exiliada destinada a una muerte
prematura logró trastocarlo todo y gobernar Egipto durante cerca de veinte años.
De Cleopatra aprendemos que lo que hace a una sirena no es la belleza, sino la vena
teatral, lo que permite a una mujer encarnar las fantasías de un hombre. Por hermosa que
sea, una mujer termina por aburrir a un hombre; él ansia otros placeres, y aventura. Pero
todo lo que una mujer necesita para impedirlo es crear la ilusión de que ofrece justo esa
variedad y aventura. Un hombre es fácil de engañar con apariencias; tiene debilidad por lo
visual. Si tú creas la presencia física de una sirena (una intensa tentación sexual
combinada con una actitud teatral y majestuosa), él quedará atrapado. No podrá
aburrirse contigo, así que no podrá dejarte. Mantén la diversión, y nunca le permitas ver
quién eres en realidad. Te seguirá hasta ahogarse.
LA SIRENA DEL SEXO.
Norma Jean Mortensen, la futura Marilyn Monroe, pasó parte de su infancia en
orfanatorios de Los Angeles. Dedicaba sus días a tareas domésticas, no a jugar. En la
escuela se aislaba, rara vez sonreía y soñaba mucho. Un día, cuando tenía trece años, al
vestirse para ir a la escuela se dio cuenta de que la blusa blanca que le habían dado en el
orfanatorio estaba rota, así que tuvo que pedir prestado un suéter a una compañera más
joven. El suéter era varias tallas menor que la suya. Ese día pareció de repente que los
hombres la rodeaban dondequiera que iba (estaba muy desarrollada para su edad).
Escribió en su diario: "Miraban mi suéter como si fuera una mina de oro".
La revelación fue simple pero sorprendente. Antes ignorada y hasta ridiculizada por los
demás alumnos, Norma Jean descubrió entonces una forma de obtener atención, y quizá
también poder, porque era extremadamente ambiciosa. Empezó a sonreír más, a
maquillarse, a vestirse de otra manera. Y pronto advirtió algo igualmente asombroso: sin
que tuviera que decir ni hacer nada, los muchachos se enamoraban apasionadamente de
ella. "Todos mis admiradores me decían lo mismo de diferente forma", escribió. "Era
culpa mía que quisieran besarme y abrazarme. Algunos decían que era el modo en que los
miraba, con ojos llenos de pasión. Otros, que lo que los tentaba era mi voz. Otros más, que
emitía vibraciones que los agobiaban."
Años después, Marilyn ya intentaba triunfar en la industria cinematográfica. Los
productores le decían lo mismo: que era muy atractiva en persona, pero que su cara no era
suficientemente bonita para el cine. Consiguió trabajo como extra, y cuando aparecía en la
pantalla —así fuera apenas unos segundos—, los hombres en el público se volvían locos, y
las salas estallaban en silbidos. Pero nadie creía que eso augurara una estrella. Un día de
1949, cuando tenía sólo veintitrés años y su carrera se estancaba, Marilyn conoció en una
cena a alguien que le dijo que un productor que seleccionaba al elenco de una nueva
película de Groucho Marx, Love Happy (Locos de atar), buscaba una actriz para el papel
de una rubia explosiva capaz de pasar junto a Groucho de tal modo que, dijo, "excite mi
vetusta libido y me saque humo por las orejas". Tras concertar una audición, ella
improvisó esa manera de andar. "Es Mae West, Theda Bara y Bo Peep en una", afirmó
Groucho luego de verla caminar. "Rodaremos la escena mañana en la mañana." Fue así
como Marilyn creó su andar perturbador, apenas natural pero que ofrecía una extraña
combinación de inocencia y sexo.
En los años siguientes, Marilyn aprendió, mediante prueba y error, a agudizar su efecto
sobre los hombres. Su voz siempre había sido atractiva: era la de una niña. Pero en el cine
tuvo limitaciones hasta que alguien le enseñó a hacerla más grave, con lo que ella la dotó
de los profundos y jadeantes tonos que se convertirían en la marca distintiva de su poder
seductor, una mezcla de la niña pequeña y la pequeña arpía. Antes de aparecer en el foro,
o incluso en una fiesta, Marilyn pasaba horas frente al espejo. La mayoría creía que era
por vanidad, que estaba enamorada de su imagen. La verdad era que esa imagen tardaba
horas en cuajar. Marilyn dedicó varios años a estudiar y practicar el arte del maquillaje.
Voz, porte, rostro y mirada eran inventos, teatro puro. En el pináculo de su carrera, a
Marilyn le emocionaría ir a bares en Nueva York sin maquillarse ni arreglarse, y pasar
desapercibida.
El éxito llegó por fin, pero con él también llegó algo terrible para ella: los estudios sólo le
daban papeles de rubia explosiva. Marilyn quería papeles serios, pero nadie la tomaba en
cuenta para eso, por más que ella restara importancia a las cualidades de sirena que había
desarrollado. Un día, al ensayar una escena de El jardín de los cerezos, su maestro de
actuación, Michael Chekhov, le preguntó: "¿Pensabas en sexo mientras hicimos esta
escena?". Ella contestó que no, y él continuó: "En toda la escena no dejé de recibir
vibraciones sexuales de ti. Como si fueras una mujer en las garras de la pasión. [...] Ahora
entiendo tu problema con tu estudio, Marilyn. Eres una mujer que emite vibraciones
sexuales, hagas o pienses lo que sea. El mundo entero ha respondido ya a esas vibraciones.
Salen de la pantalla cuando apareces en ella".
A Marilyn Monroe le encantaba el efecto que su cuerpo podía tener en la libido masculina.
Afinaba su presencia física como un instrumento, con lo que terminaba por exudar sexo y
conseguir una apariencia glamurosa y exuberante. Otras mujeres sabían tantos trucos
como ella para incrementar su atractivo sexual, pero lo que distinguía a Marilyn era un
elemento inconsciente. Su biografía la había privado de algo decisivo: afecto. Su mayor
necesidad era sentirse amada y deseada, lo que la hacía parecer constantemente
vulnerable, como una niña ansiosa de protección. Esa necesidad de amor emanaba de ella
ante la cámara; era algo natural, que procedía de una fuente genuina y profunda en su
interior. Una mirada o un gesto con el que no pretendía causar deseo hacía eso en forma
doblemente poderosa, sólo por ser espontáneo; su inocencia era precisamente lo que
excitaba a los hombres.
La sirena del sexo tiene un efecto más urgente e inmediato que la sirena espectacular.
Encarnación del sexo y el deseo, no se molesta en apelar a sentidos ajenos, o en crear una
intensidad teatral. Parece jamás dedicar tiempo a trabajar o hacer tareas domésticas; da
la impresión de vivir para el placer y estar siempre disponible. Lo que diferencia a la
sirena del sexo de la cortesana o prostituta es su toque de inocencia y vulnerabilidad. Esta
mezcla es perversamente satisfactoria: concede al hombre la crucial ilusión de ser
protector, la figura paterna, pese a que, en realidad, sea la sirena del sexo quien controla la
dinámica.
Una mujer no necesariamente tiene que nacer con los atributos de una Marilyn Monroe
para poder cumplir el papel de sirena del sexo. La mayoría de los elementos físicos de esta
personalidad son inventados; la clave es el aire de colegiala inocente. Mientras que una
parte de ti parece proclamar sexo, la otra es tímida e ingenua, como si fueras incapaz de
comprender el efecto que ejerces. Tu porte, voz y actitud son deliciosamente ambiguos:
eres al mismo tiempo una mujer experimentada y deseosa, y una chiquilla inocente.
Llegarás primero a las sirenas, que encantan a cuantos hombres van a su encuentro. [...]
Porque les hechizan las sirenas con el sonoro canto, sentadas en una pradera y teniendo a su
alrededor enorme montón de huesos de hombres putrefactos cuya piel se va consumiendo.
—Circe a Odiseo, Odisea, Canto XII.
CLAVES DE PERSONALIDAD.
La sirena es la seductora más antigua de todas. Su prototipo es la diosa Afrodita —está en
su naturaleza poseer una categoría mítica—, pero no creas que es cosa del pasado, o de
leyenda e historia: representa la poderosa fantasía masculina de una mujer muy sexual y
extraordinariamente segura y tentadora que ofrece interminable placer junto con una
pizca de peligro. En la actualidad, esta fantasía atrae con mayor fuerza aún a la psique
masculina, porque hoy más que nunca el hombre vive en un mundo que circunscribe sus
instintos agresivos al volverlo todo inofensivo y seguro, un mundo que ofrece menos
posibilidades de riesgo y aventura que antes. En el pasado, un hombre disponía de salidas
para esos impulsos: la guerra, altamar, la intriga política. En el terreno del sexo, las
cortesanas y amantes eran prácticamente una institución social, y brindaban al hombre la
variedad y caza que ansiaba. Sin salidas, sus impulsos quedan encerrados en él y lo
corroen, volviéndose aún más explosivos por ser reprimidos. A veces un hombre poderoso
hará las cosas más irracionales, tendrá una aventura cuando eso es lo menos indicado, sólo
por la emoción, por el peligro que implica. Lo irracional puede ser sumamente seductor, y
más todavía para los hombres, que siempre deben parecer demasiado razonables.
Si lo que tú buscas es fuerza de seducción, la sirena es la más poderosa de todas. Opera
sobre las emociones básicas de un hombre; y si desempeña de modo apropiado su papel,
puede transformar a un hombre normalmente fuerte y responsable en un niño y un
esclavo. La sirena actúa con especial eficacia sobre el tipo masculino rígido —el soldado o
héroe—, como Cleopatra trastornó a Marco Antonio y Marilyn Monroe a Joe DiMaggio.
Pero no creas que ese tipo es el único que la sirena puede afectar. Julio César era escritor y
pensador, y había transferido su capacidad intelectual al campo de batalla y la esfera
política; el dramaturgo Arthur Miller cayó bajo el hechizo de Marilyn tanto como
DiMaggio. El intelectual suele ser el tipo más susceptible al llamado de placer físico
absoluto de la sirena, porque su vida carece de él. La sirena no tiene que preocuparse por
buscar a la víctima correcta. Su magia actúa sobre todos.
Antes que nada, una sirena debe distinguirse de las demás mujeres. Ella es rara y mítica
por naturaleza, única en su grupo; es también una valiosa presea por arrebatar a otros
hombres. Cleopatra se diferenció por su intenso sentido teatral; el recurso de la
emperatriz Josefina Bonaparte fue la languidez extrema; el de Marilyn Monroe, la
indefensión infantil. El físico brinda las mejores oportunidades en este caso, ya que la
sirena es eminentemente un espectáculo por contemplar. Una presencia acentuadamente
femenina y sexual, aun al extremo de la caricatura, te diferenciará de inmediato, pues la
mayoría de las mujeres carecen de seguridad para proyectar esa imagen.
Habiéndose distinguido de las demás mujeres, la sirena debe poseer otras dos cualidades
críticas: la habilidad para lograr que el hombre la persiga con tal denuedo que pierda el
control, y un toque de peligro. E1 peligro es increíblemente seductor. Lograr que los
hombres te persigan es relativamente sencillo: te bastará con una presencia intensamente
sexual. Pero no debes parecer cortesana o ramera, a quien los hombres persiguen sólo
para perder pronto todo interés. Sé en cambio algo esquiva y distante, una fantasía hecha
realidad. Las grandes sirenas del Renacimiento, como Tullía d'Aragona, actuaban y lucían
como diosas griegas, la fantasía de la época. Hoy tú podrías tomar como modelo a una
diosa del cine, cualquiera con aspecto exuberante, e incluso imponente. Estas cualidades
harán que un hombre te persiga con vehemencia; y entre más lo haga, más creerá actuar
por iniciativa propia. Ésta es una excelente forma de disimular cuánto lo manipulas.
La noción de peligro, de desafío, a veces de muerte, podría parecer anticuada, pero el
peligro es esencial en la seducción. Añade interés emocional, y hoy es particularmente
atractivo para los hombres, por lo común racionales y reprimidos. El peligro está presente
en el mito original de la sirena. En la Odisea de Homero, el protagonista, Odiseo, debe
atravesar las rocas en que las sirenas, extrañas criaturas femeninas, cantan e inducen a los
marineros a su destrucción. Ellas cantan las glorias del pasado, de un mundo similar a la
infancia, sin responsabilidades, un mundo de puro placer. Su voz es como el agua, líquida e
incitante. Los marineros se arrojaban al agua en pos de ellas, y se ahogaban; o, distraídos
y extasiados, estrellaban su nave contra las rocas. Para proteger a sus navegantes de las
sirenas, Odiseo les tapa los oídos con cera; él, a su vez, es atado al mástil, para poder oírlas
y vivir para contarlo —un deseo extravagante, pues lo que estremece de las sirenas es caer
en la tentación de seguirlas.
Así como los antiguos marineros tenían que remar y timonear, ignorando todas las
distracciones, hoy un hombre debe trabajar y seguir una senda recta en la vida. El
llamado de algo peligroso, emotivo y desconocido es aún más poderoso por estar
prohibido. Piensa en la víctimas de las grandes sirenas de la historia: París provoca una
guerra por Helena de Troya; Julio César arriesga un imperio y Marco Antonio pierde el
poder y la vida por Cleopatra; Napoleón se convierte en el hazmerreír de Josefina;
DiMaggio no se libra nunca de su pasión por Marilyn; y Arthur Miller no puede escribir
durante años. Un hombre suele arruinarse a causa de una sirena, pero no puede
desprenderse de ella. (Muchos hombres poderosos tienen una vena masoquista.) Un
elemento de peligro es fácil de insinuar, y favorecerá
tus demás características de sirena: el toque de locura de Marilyn, por ejemplo, que
atrapaba a los hombres. Las sirenas son a menudo fantásticamente irracionales, lo cual es
muy atractivo para los hombres, oprimidos por su racionalidad. Un elemento de temor
también es decisivo: mantener a un hombre a prudente distancia engendra respeto, para
que no se acerque tanto como para entrever tus intenciones o conocer tus defectos.
Produce ese miedo cambiando repentinamente de humor, manteniendo a un hombre fuera
de balance y en ocasiones intimidándolo con una conducta caprichosa.
El elemento más importante para una sirena en ciernes es siempre el físico, el principal
instrumento de poder de la sirena. Las cualidades físicas —una fragancia, una intensa
feminidad evocada por el maquillaje o por un atuendo esmerado o seductor— actúan aún
más poderosamente sobre los hombres porque no tienen significado. En su inmediatez,
eluden los procesos racionales, y ejercen así el mismo efecto que un señuelo para un
animal, o que el movimiento de un capote en un toro. La apariencia apropiada de la sirena
suele confundirse con la belleza física, en particular del rostro. Pero una cara bonita no
hace a una sirena; por el contrario, produce excesiva distancia y frialdad. (Ni Cleopatra ni
Marilyn Monroe, las dos mayores sirenas de la historia, fueron famosas por tener un
rostro hermoso.) Aunque una sonrisa y una incitante mirada son infinitamente seductoras,
nunca deben dominar tu apariencia. Son demasiado obvias y directas. La sirena debe
estimular un deseo generalizado, y la mejor forma de hacerlo es dar una impresión tanto
llamativa como tentadora. Esto no depende de un rasgo particular, sino de una
combinación de cualidades.
La voz. Evidentemente una cualidad decisiva, como lo indica la leyenda, la voz de la sirena
tiene una inmediata presencia animal de increíble poder de provocación. Quizá este poder
sea regresivo, y recuerde la capacidad de la voz de la madre para apaciguar o emocionar al
hijo aun antes de que éste entendiera lo que ella decía. La sirena debe tener una voz
insinuante que inspire erotismo, en forma subliminal antes que abierta. Casi todos los que
conocieron a Cleopatra hicieron referencia a su dulce y deliciosa voz, de calidad
hipnotizante. La emperatriz Josefina, una de las grandes seductoras de fines del siglo xviii,
tenía una voz lánguida que los hombres consideraban exótica, e indicativa de su origen
creóle. Marilyn Monroe nació con su jadeante voz infantil, pero aprendió a hacerla más
grave para volverla auténticamente seductora. La voz de Lauren Bacall es naturalmente
grave; su poder seductor se deriva de su lenta y sugestiva efusión. La sirena nunca habla
rápida ni bruscamente, ni con tono agudo. Su voz es serena y pausada, como si nunca
hubiera despertado del todo —o abandonado el lecho.
El cuerpo y el proceso para acicalar. Si la voz tiene que adormecer, el cuerpo y su proceso
para acicalar deben deslumbrar. La sirena pretende crear con su ropa el efecto de diosa
que Baudelaire describió en su ensayo "En elogio del maquillaje": "La mujer está en todo
su derecho, y en realidad cumple una suerte de deber, al procurar parecer mágica y
sobrenatural. Ha de embrujar y sorprender; ídolo que debe engalanarse con oro para ser
adorada. Ha de hacer uso de todas las artes para elevarse sobre la naturaleza, lo mejor
para subyugar corazones y perturbar espíritus".
Una sirena con talento para vestirse y acicalarse fue Paulina Bonaparte, hermana de
Napoleón. Paulina se empeñó deliberadamente en alcanzar el efecto de diosa, disponiendo
su cabello, maquillaje y atuendo para evocar el aire y apariencia de Venus, la diosa del
amor. Ninguna otra mujer en la historia ha podido jactarse de un guardarropa tan extenso
y elaborado. Su entrada a un baile, en 1798, tuvo un efecto pasmoso. Ella había pedido a la
anfitriona, Madame Permon, que le permitiese vestirse en su casa, para que nadie la viera
llegar. Cuando bajó las escaleras, todos se congelaron en un silencio de asombro. Portaba
el tocado de las bacantes: racimos de uvas doradas entretejidas en su cabellera, arreglada
al estilo griego. Su túnica griega, con dobladillo bordado en oro, destacaba su figura de
diosa. Bajo los pechos ostentaba un tahalí de oro bruñido, sujetado por una magnífica
joya. "No hay palabras que puedan expresar la hermosura de su apariencia", escribió la
duquesa D'Abrantés. "La sala brilló aún más cuando entró. El conjunto era tan
armonioso que su aparición fue recibida con un susurro de admiración, el cual continuó
con manifiesto desdén por las demás mujeres."
La clave: todo tiene que deslumbrar, pero también debe ser armonioso, para que ningún
accesorio llame la atención por sí solo. Tu presencia debe ser intensa, exuberante, una
fantasía vuelta realidad. Los accesorios sirven para hechizar y entretener. La sirena puede
valerse de la ropa también para insinuar sexualidad, a veces abiertamente, aunque
primero sugiriéndola que proclamándola, lo cual te haría parecer manipuladora. Esto se
asocia con la noción de la revelación selectiva, la puesta al descubierto de sólo una parte
del cuerpo, que de cualquier manera excite y despierte la imaginación. A fines del siglo XVI,
Marguerite de Valois, la intrigante hija de la reina de Francia, Catalina de Médicis, fue
una de las primeras mujeres en incorporar a su vestuario el escote, sencillamente porque
era dueña de los pechos más hermosos del reino. En Josefina Bonaparte lo notable eran los
brazos, que siempre tenía cuidado en dejar desnudos.
El movimiento y el porte. En el siglo V a.C, el rey Kou Chien eligió a la sirena china Hsi
Shih entre todas las mujeres de su reino para seducir y destruir a su rival, Fu Chai, rey de
Wu; con ese propósito, hizo instruir a la joven en las artes de la seducción. La más
importante de éstas era la del movimiento: cómo desplazarse graciosa y sugestivamente.
Hsi Shih aprendió a dar la impresión de que flotaba en el aire enfundada en su
indumentaria de la corte. Cuando finalmente se entregó a Fu Chai, él cayó pronto bajo su
hechizo. Nunca había visto a nadie que caminara y se moviera como ella. Se obsesionó con
su trémula presencia, sus modales y su aire indiferente. Fu Chai se enamoró tanto de ella
que dejó que su reino se viniera abajo, lo que permitió a Kou Chien invadirlo y
conquistarlo sin dar una sola batalla.
La sirena se mueve graciosa y pausadamente. Los gestos, movimientos y porte apropiados
de una sirena son como su voz: insinúan algo excitante, avivan el deseo sin ser obvios. Tú
debes poseer un aire lánguido, como si tuvieras todo el tiempo del mundo para el amor y el
placer. Dota a tus gestos de cierta ambigüedad, para que sugieran algo al mismo tiempo
inocente y erótico. Todo lo que no se puede entender de inmediato es extremadamente
seductor, más aún si impregna tu actitud.
Símbolo: Agua. El canto de la sirena es líquido e incitante, y ella misma móvil e inasible.
Como el mar, la sirena te tienta con la promesa de aventura y placer infinitos. Olvidando
pasado y futuro, los hombres la siguen mar adentro, donde se ahogan.
PELIGROS.
Por ilustrada que sea su época, ninguna mujer puede mantener con soltura la imagen de
estar consagrada al placer. Y por más que intente distanciarse de ello, la mancha de ser
una mujer fácil sigue siempre a la sirena. A Cleopatra se le odió en Roma, donde se le
consideraba la prostituta egipcia. Ese odio la llevó finalmente a la ruina, cuando Octavio y
el ejército buscaron extirpar el estigma para la virilidad ro-mana que ella había terminado
por representar. Aun así, los hombres suelen perdonar la reputación de la sirena. Pero a
menudo hay peligro en la envidia que causa en otras mujeres; gran parte del
aborrecimiento de Roma por Cleopatra se originó en el enfado que provocaba a las
severas matronas de esa ciudad. Exagerando su inocencia, haciéndose pasar por víctima
del deseo masculino, la sirena puede mitigar un tanto los efectos de la envidia femenina.
Pero, en general, es poco lo que puede hacen su poder proviene de su efecto en los
hombres, y debe aprender a aceptar, o ignorar, la envidia de otras mujeres.
Por último, la enorme atención que la sirena atrae puede resultar irritante, y algo peor
aún. La sirena anhelará a veces que se le libre de ella; otras, querrá atraer una atención no
sexual. Asimismo, y por desgracia, la belleza física se marchita; aunque el efecto de la
sirena no depende de un rostro hermoso, sino de una impresión general, pasando cierta
edad esa impresión es difícil de proyectar. Estos dos factores contribuyeron al suicidio de
Marilyn Monroe. Hace falta cierta genialidad, como la de Madame de Pompadour, la
sirena amante del rey Luis XV, para transitar al papel de animosa mujer madura que aún
seduce con sus inmateriales encantos. Cleopatra poseía esa inteligencia; y si hubiera vivido
más, habría seguido siendo una seductora irresistible durante mucho tiempo. La sirena
debe prepararse para la vejez prestando temprana atención a las formas más psicológicas,
menos físicas, de la coquetería, que sigan concediéndole poder una vez que su belleza
empiece a declinar.

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