domingo, 16 de octubre de 2011

Arquetipos: 5. El cándido.


La niñez es el paraíso dorado que, consciente o inconscientemente, en todo momento
intentamos recrear. El cándido personifica las añoradas cualidades de la infancia:
espontaneidad, sinceridad, sencillez. En presencia de los cándidos nos sentimos a gusto,
arrebatados por su espíritu juguetón, transportadas a esa edad de oro. Ellos hacen de la
debilidad virtud, pues la compasión que despiertan con sus tanteos nos impulsa a protegeríais
y ayudarlos. Como en los niños, gran parte de esto es natural, pero otra es exagerada, una
maniobra intencional de seducción. Adopta la actitud del cándido para neutralizar la reserva
natural de la gente y contagiarla de tu desvalido encanto.
RASGOS PSICOLÓGICOS DEL CÁNDIDO.
Los niños no son tan inocentes como nos gusta imaginarlos. Sufren desamparo, y advierten
pronto el poder de su encanto natural para compensar su debilidad en el mundo de los
adultos. Aprenden un juego: si su inocencia natural puede convencer a sus padres de ceder
a sus deseos, entonces es algo que pueden usar estratégicamente en otros casos,
exagerándolo en el momento indicado para salirse con la suya. Si su vulnerabilidad y
debilidad son tan atractivas, pueden utilizarlas "¡ para llamar la atención.
¿Por qué nos seduce la naturalidad de los niños? Primero, porque todo lo natural ejerce
un raro efecto en nosotros. Desde el inicio de los tiempos, los fenómenos naturales —-como
rayos y eclipses— han infundido en los seres humanos una reverencia teñida de temor.
Entre más civilizados somos, mayor es el efecto que los hechos naturales ejercen en
nosotros; el mundo moderno nos rodea de tantas cosas manufacturadas y artificiales que
algo repentino e inexplicable nos fascina. Los niños también poseen este poder natural;
pero como son inofensivos y humanos, resultan menos temibles que encantadores. Casi
todos nos empeñamos en complacer, pero la gracia de los niños ocurre sin esfuerzo, lo que
desafía toda explicación lógica —y lo irracional suele ser peligrosamente seductor.
Más aún, un niño representa un mundo del que se nos ha desterrado para siempre. Como
la vida adulta es aburrida y acomodaticia, nos creamos la ilusión de que la infancia es una
especie de edad de oro, pese a que a menudo pueda ser un periodo de gran confusión y
dolor. Aun así, es innegable que la niñez tuvo sus privilegios, y que de niños teníamos una
actitud placentera ante la vida. Frente a un niño particularmente encantador, solemos
ponernos nostálgicas: recordamos nuestro maravilloso pasado, las cualidades que
perdimos y que quisiéramos volver a tener. Y en presencia del niño, recuperamos un poco
de esa maravilla.
Los seductores naturales son personas que de algún modo evitaron que la experiencia
adulta las privara de ciertos rasgos infantiles. Estas personas pueden ser tan eficazmente
seductoras como un niño, porque nos parece extraño y asombroso que hayan preservado
esas cualidades. No son literalmente semejantes a niños, por supuesto; eso las volvería
detestables o dignas de lástima. Más bien, es el espíritu infantil lo que conservan. No creas
que esta puerilidad es algo que escapa a su control. Los seductores naturales advierten
pronto el valor de preservar una cualidad particular, y el poder de seducción que ésta
contiene; adaptan y refuerzan los rasgos infantiles que lograron mantener, justo como el
niño aprende a jugar con su natural encanto. Esta es la clave. Tú puedes hacer lo mismo,
porque dentro de todos nosotros acecha un niño travieso que pugna por liberarse. Para
hacer esto en forma satisfactoria, tienes que poder soltarte en cierto grado, pues no hay
nada menos natural que parecer indeciso. Recuerda el espíritu que alguna vez tuviste;
permítele volver, sin inhibiciones. La gente es mucho más benigna con quienes llegan al
extremo, con quienes parecen incontrolablemente ridículos, que con el desganado adulto
con cierta vena infantil. Recuerda cómo eras antes de ser tan cortés y retraído. Para
asumir el papel del cándido, ubícate mentalmente en toda relación como el niño, el menor.
Los siguientes son los tipos principales del cándido adulto. Ten en mente que los grandes
seductores naturales suelen ser una combinación de más de una de estas cualidades.
El inocente. Las cualidades primarias de la inocencia son la debilidad y el desconocimiento
del mundo. La inocencia es débil porque está condenada a desaparecer en un mundo
áspero y cruel; el niño no puede proteger su inocencia ni aferrarse a ella. El
desconocimiento es producto del hecho de que el niño ignora el bien y el mal, y lo ve todo
con ojos puros. La debilidad de los niños mueve a compasión, su desconocimiento del
mundo nos hace reír, y no hay nada más seductor que la mezcla de risa y compasión.
El cándido adulto no es realmente inocente: resulta imposible crecer en este mundo y
conservar una total inocencia. Pero los cándidos anhelan tanto asirse a su perspectiva
inocente que logran mantener la ilusión de inocencia. Exageran su debilidad para incitar
la adecuada compasión. Actúan como si aún vieran el mundo con ojos inocentes, lo que en
un adulto es doblemente gracioso. Gran parte de esto es consciente, pero para ser eficaces
los cándidos adultos deben dar la impresión de que es sencillo y sutil; si se descubre que
quieren parecer inocentes, todo resultará patético. Así, es mejor que transmitan debilidad
de manera indirecta, por medio de gestos y miradas, o de las situaciones en que se colocan.
Dado que este tipo de inocencia es ante todo una representación, puedes adaptarla
fácilmente a tus propósitos. Aprende a magnificar tus debilidades o defectos naturales.
El niño travieso. Los niños inquietos poseen una osadía que los adultos hemos perdido.
Esto se debe a que no ven las consecuencias de sus actos: que algunas personas podrían
ofenderse, y que por esto ellos podrían resultar físicamente lastimados. Los niños traviesos
son descarada, dichosamente indiferentes. Su alegría es contagiosa. La obligación de ser
corteses y atentos no les ha arrebatado aún su energía y espíritu naturales. Los envidiamos
en secreto; también quisiéramos ser pícaros.
Los pícaros adultos son seductores por ser tan diferentes del resto de nosotros. Bocanadas
de aire fresco en un mundo precavido, se desenfrenan como si sus travesuras fueran
incontrolables, y por tanto naturales. Si tú adoptas este papel, no te preocupes si ofendes a
la
i gente de vez en cuando; eres demasiado adorable, e inevitablemente se te perdonará. Así
que no te disculpes ni te muestres arrepentido, pues esto rompería el encanto. Digas o
hagas lo que sea, mantén un
destello en tu mirada, para indicar que no tomas nada en serio.
El niño prodigio. Un niño prodigio tiene un talento especial • inexplicable: un don para la
música, las matemáticas, el ajedrez o el deporte. Cuando operan en el terreno en que
poseen tan excepcional habilidad, estos niños parecen poseídos, y sus actos muy simples. Si
son artistas o músicos, tipo Mozart, su desempeño parece brotar de un impulso innato, y
requerir así muy poca premeditación. Si lo que i poseen es un talento físico, están dotados
de singular energía, destreza y espontaneidad. En ambos casos, parecen demasiado
talentosos para su edad. Esto nos fascina.
Los adultos prodigio fueron por lo común niños prodigio, pero lograron retener
notablemente su vigorosa impulsividad y habilidades infantiles de improvisación. La
espontaneidad auténtica es una rareza deliciosa, porque todo en la vida conspira para
despojamos de ella; estamos obligados a aprender a actuar prudente y pausadamente, a
pensar cómo nos verán los demás. Para actuar como un adulto prodigio debes poseer una
habilidad que parezca fácil y natural, junto con la capacidad de improvisar. Si lo cierto es
que tu habilidad requiere práctica, oculta esto, y aprende a conseguir que tu desempeño
parezca sencillo. Cuanto más escondas el esfuerzo con que actúas, más natural y seductora
parecerá tu actuación.
El amante accesible. Cuando la gente madura, se protege contra experiencias dolorosas
encerrándose en sí misma. El precio de esto es la rigidez, física y mental. Pero los niños
están por naturaleza desprotegidos y dispuestos a experimentar, y esta receptividad es
muy atractiva. En presencia de niños nos volvemos menos rígidos, contagiados por su
apertura. Por eso nos gusta estar con ellos.
Los amantes accesibles han sorteado de alguna manera el proceso de autoprotección, y
conservado el juguetón espíritu receptivo de los niños. Con frecuencia manifiestan este
espíritu físicamente: son gráciles, y parecen avanzar en edad menos rápido que otras
personas. De todas las cualidades de la personalidad del cándido, ésta es la más ventajosa.
La reserva es mortal en la seducción; ponte a la defensiva y la otra persona se pondrá
igual. El amante accesible, por el contrario, reduce las inhibiciones de su objetivo, parte
crítica de la seducción. Es importante aprender a no reaccionar a la defensiva: cede en vez
de resistirte; muéstrate abierto a la influencia de los demás, y caerán más fácilmente bajo
tu hechizo.
EJEMPLOS DE SEDUCTORES NATURALES.
1.- Durante su niñez en Inglaterra, Charlie Chaplin pasó años de extrema pobreza, en
particular luego de que su madre fue internada en un manicomio. En su adolescencia,
obligado a trabajar para vivir, consiguió empleo en el teatro de variedades, y con el tiempo
obtuvo cierto éxito como comediante. Pero era muy ambicioso, así que en 1910, cuando
apenas tenía diecinueve años, emigró a Estados Unidos, con la esperanza de irrumpir en la
industria cinematográfica. Mientras se abría paso en Hollywood, halló papeles
secundarios ocasionales, pero el éxito parecía escurridizo: la competencia era feroz, y
aunque Chaplin tenía el repertorio de gags que había aprendido en el vodevil, no
destacaba en particular en el humor físico, parte crucial de la comedia muda. No era un
gimnasta como Buster Keaton.
En 1914, Chaplin consiguió el papel principal de un cortometraje titulado Making a Living
(Para ganarse la vida). Su personaje era un estafador. Al experimentar con el vestuario
para ese papel, se puso unos pantalones varias tallas mayor que la suya, a los que añadió
un bombín, botas enormes puestas en el pie incorrecto, un bastón y un bigote engomado.
Con estas prendas pareció cobrar vida un personaje totalmente nuevo: primero el ridículo
andar, luego el giro del bastón, después todo tipo de gags. A Mack Sennett, el director del
estudio, Making a living no le pareció muy divertida, y dudó de que Chaplin tuviera futuro
en el cine, pero algunos críticos opinaron otra cosa. En una reseña en una revista
especializada se decía: "El hábil intérprete que en esta película hace el papel de un fresco y
muy ingenioso estafador es un comediante de primera, un actor nato". Y también el
público respondió: el filme tuvo éxito en taquilla.
Lo que parece haber tocado una fibra especial en lAcúáng a lj' ving, separando a Chaplin
de la gran cantidad de comediantes que trabajaban en el cine mudo, fue la casi
conmovedora ingenuidad de su personaje. Intuyendo que había algo ahí, en películas
posteriores Chaplin desarrolló ese papel, volviéndolo cada vez más candoroso. La clave
era que el personaje pareciera ver el mundo con los ojos de un niño. En The Bank (El
banco), Chaplin es el portero de un banco que sueña en grandes hazañas mientras los
ladrones hacen lo suyo en el establecimiento; en The Pawnbróker (El prestamista), un
improvisado dependiente que causa destrozos en un reloj de caja; en Shoul-der Amos
(Armas al hombro), un soldado en las ensangrentadas trincheras de la primera guerra
mundial, el cual reacciona a los horrores de la guerra como un niño inocente. Chaplin se
cercioraba de incluir en sus películas a actores más altos que él, para situarlos subliminalmente
como adultos abusivos y a él mismo como el niño indefenso. Y conforme se
adentraba en su papel, sucedió algo extraño: persona' je y hombre real comenzaron a
rundirse. Aunque Chaplin había tenido una infancia difícil, estaba obsesionado con ella.
(Para su película Easy Street [Buen camino] construyó en Hollywood un foro idéntico a las
calles de Londres que conoció de chico.) Desconfiaba del mundo de los adultos, y prefería
la compañía de los jóvenes, o de jóvenes de corazón: tres de sus cuatro esposas eran
adolescentes cuando se casaron con él.
Más que ningún otro comediante, Chaplin provocaba una mezcla de risa y tristeza. Hacía
que uno se identificara con él como la víctima, que sintiera lástima por él como por un
perro callejero. Se reía y se lloraba. Y el público sentía que el papel que Chaplin ejecutaba
venía de muy dentro: que era sincero, que en realidad se interpretaba a sí mismo. Años
después de Making a Living, él era el actor más ramoso del mundo. Había muñecos,
historietas y juguetes con su figura; sobre él se escribían canciones y relatos; Chaplin se
convirtió en un icono universal. En 1921, cuando regresó por primera vez a Londres
después de su partida, lo recibieron grandes multitudes, como en el triunfal retorno de un
gran general.
Los mayores seductoras, aquellos que seducen al gran público, naciones, al mundo,
tienden a explotar el inconsciente colectivo, así que hacen reaccionar a la gente en una
forma que ésta no puede entender ni controlar. Chaplin dio inadvertidamente con este
poder cuando descubrió el efecto que podía ejercer en el público al exagerar su debilidad,
sugiriendo con ello que tenía una mente de niño en un cuerpo de adulto. A principios del
siglo XX, el mundo cambiaba radical y rápidamente. La gente trabajaba cada vez más
tiempo en empleos crecientemente mecanizados; la vida era cada vez más inhumana y
cruel, como lo evidenciaron los estragos de la primera guerra mundial. Atrapadas en
medio del cambio revolucionario, las personas añoraban una infancia perdida que
imaginaban como un próspero paraíso.
Un niño adulto como Chaplin posee inmenso poder de seducción, porque brinda la ilusión
de que la vida fue alguna vez más simple y sencilla, y de que por un momento, o mientras
dura el filme, es posible recuperarla. En un mundo cruel y amoral, la ingenuidad tiene
enorme atractivo. La clave es sacarla a relucir con un aire de total seriedad, como lo hace
el hombre maduro en la comedia formal. Pero es más importante aún despertar
compasión. La fuerza y el poder explícitos rara vez son seductores; nos vuelven aprensivos
o envidiosos. El camino real a la seducción consiste en acentuar la propia indefensión y
vulnerabilidad. No hagas esto en forma obvia; si parece que suplicas compasión,
semejarás estar necesitado, lo cual es completamente antiseductor. No te proclames
desvalido o víctima; revélalo en tu actitud, en tu perplejidad. Una muestra de debilidad
"natural" te volverá adorable al instante, con lo que reducirás las defensas de la gente y la
harás sentir al mismo tiempo deleitosamente superior a ti. Ponte en situaciones que te
hagan parecer débil, en las que otra persona tenga la ventaja; ella es la abusiva, tú el
cordero inocente. Sin el menor esfuerzo de tu parte, la gente sentirá compasión por ti. Una
vez que sus ojos se nublen con una bruma sentimental, no verá cómo la manipulas.
2.- Emma Crouch, nacida en 1842 en Plymouth, Inglaterra, procedía de una respetable
familia de clase media. Su padre era compositor y profesor de música, y soñaba con el
éxito en el ámbito de la ópera ligera. Entre sus numerosos hijos, Emma era su preferida:
era una niña encantadora, vivaz y coqueta, pelirroja y pecosa. Su padre la idolatraba, y le
auguraba un brillante futuro en el teatro. Desafortunadamente, Mister Crouch tenía un
lado oscuro: era aventurero, jugador y libertino, y en 1849 abandonó a su familia y partió
a Estados Unidos. Los Crouch sufrieron entonces grandes apuros. A Emma le dijeron que
su padre había muerto en un accidente, y se le envió a un convento. La pérdida de su
padre la afectó profundamente, y conforme pasaba el tiempo ella parecía perderse en el
pasado, actuando como si él la idolatrara aún.
Un día de 1856, mientras Emma volvía a casa de la iglesia, un elegante caballero la invitó a
su residencia a comer pastelillos. Ella lo siguió a su morada, donde él procedió a abusar de
ella. A la mañana siguiente, este hombre, comerciante de diamantes, le prometió ponerle
casa, tratarla bien y darle mucho dinero. Ella tomó el dinero pero dejó al comerciante,
resuelta a hacer lo que siempre había querido: no volver a ver jamás a su familia, nunca
depender de nadie y darse la gran vida que su padre le había prometido.
Con el dinero que el comerciante de diamantes le dio, Emma compró ropa vistosa y alquiló
un departamento barato. Tras adoptar el extravagante nombre de Cora Pearl, empezó a
frecuentar los Argyll Rooms de Londres, un antro de lujo donde prostitutas y caballeros se
codeaban. El dueño del Argyll, un tal Mister Bignell, tomó nota de la recién llegada: era
demasiado desenvuelta para ser tan joven. A los cuarenta y cinco, él era mucho mayor que
ella, pero decidió ser su amante y protector, prodigándole dinero y atenciones. Al año
siguiente la llevó a París, en el apogeo de la prosperidad del segundo imperio. A Cora le
encantó la ciudad, y todos sus sitios de interés, pero lo que más le impresionó fue el desfile
de suntuosos coches en el Bois de Boulogne. Ahí iba la gente bonita a tomar el fresco: la
emperatriz, las princesas y, no menos importante, las grandes cortesanas, quienes tenían
los carruajes más opulentos. Ese era el modo de vida que el padre de Cora había deseado
para ella. De inmediato le dijo a Bignell r que, cuando él regresara a Londres, ella se
quedaría ahí, sola.
Frecuentando los lugares indicados, Cora llamó pronto la atención de acaudalados
caballeros franceses. Ellos la veían recorrer las calles t enfundada en un vestido rosa
subido, que complementaba su llamean- 1 te cabellera roja, su pálido rostro y sus pecas.
La atisbaban montan- c do alocadamente por el Bois de Boulogne, haciendo restallar su
fusta < a diestra y siniestra. La veían en cafés rodeada de hombres, a quienes sus
ocurrentes injurias hacían reír. También se enteraban de sus , proezas: de su gusto por
mostrar su cuerpo a todos. La élite de la sociedad parisina empezó a cortejarla, en
particular los señores, que ya se habían cansado de las cortesanas frías y calculadoras y
admiraban ] su espíritu de niña. Cuando empezó a fluir el dinero de sus diversas
conquistas (el duque de Mornay, heredero del trono holandés; el príncipe Napoleón, primo
del emperador), Cora lo gastaba en las cosas más estrafalarias: un carruaje multicolor
jalado por un tiro de caballos color crema, una bañera de mármol rosa con sus iniciales
incrustadas en oro. Los caballeros competían por consentirla. Un amante irlandés gastó en
ella toda su fortuna, en sólo ocho semanas. Pero el dinero no podía comprar la fidelidad de
Cora; ella dejaba a un hombre al menor capricho.
El desenfreno de Cora Pearl y su desdén por la etiqueta tenían a París con el alma en un
hilo. En 1864, ella aparecería como Cupido en la opereta de Offenbach Orfeo en los
infiernos. La sociedad se moría por ver lo que haría para causar sensación, y lo descubrió
pronto: Cora se presentó prácticamente desnuda, salvo por costosos diamantes aquí y allá
que apenas la cubrían. Mientras se pavoneaba en el escenario, los diamantes caían, cada
cual con valor de una fortuna; ella no se agachaba a recogerlos, sino que los dejaba rodar
hasta las candilejas. Los caballeros en el público, algunos de los cuales le habían
obsequiado esos diamantes, aplaudían a rabiar. Travesuras como ésta hicieron de Cora la
gloria de París, y ella reinó como la suprema cortesana de esa ciudad durante más de una
década, hasta que la guerra franco-prusiana de 1870 puso fin al segundo imperio.
La gente suele equivocarse al creer que lo que vuelve deseable y seductora a una persona
es su belleza física, elegancia o franca sexualidad. Pero Cora Pearl no era
excepcionalmente bella; tenía cuerpo de muchacho, y su estilo era chabacano y carente de
gusto. Aun así, los hombres más garbosos de Europa se disputaban sus favores, cayendo a
menudo en la ruina por ello. Lo que los cautivaba era el espíritu y actitud de Cora.
Mimada por su padre, ella creía que consentirla era algo natural, que todos los hombres
debían hacer lo mismo. La consecuencia fue que, como una niña, nunca sintió que tuviera
que complacer. Su intenso aire de independencia era lo que hacía que los hombres
quisieran poseerla, domarla. Ella nunca pretendió ser más que una cortesana, así que el
descaro que en una dama habría sido indecente, en ella parecía natural y divertido. Y
como en el caso de una niña consentida, ella ponía las condiciones en su relación con un
hombre. En cuanto él intentaba alterar eso, ella perdía interés. Éste fue el secreto de su
pasmoso éxito.
Los niños mimados tienen una inmerecida mala fama: aunque los consentidos con cosas
materiales suelen ser en verdad insufribles, los consentidos con afecto saben ser muy
seductores. Esto se convierte en una definitiva ventaja cuando crecen. De acuerdo con
Freud (quien sabía de qué hablaba, pues fue el niño mimado de su madre), los niños
consentidos poseen una seguridad en sí mismos que les dura toda la vida. Esta cualidad
resplandece, atrae a los demás y, en un proceso circular, hace que la gente consienta más
todavía a esos niños. Puesto que el espíritu y energía natural de éstos nunca fueron
avasallados por la disciplina de sus padres, de adultos son atrevidos e intrépidos, y con
frecuencia traviesos o desenvueltos.
La lección es simple: quizá ya sea demasiado tarde para que tus padres te mimen, pero
nunca lo será para que los demás lo hagan. Todo depende de tu actitud. A la gente le
atraen quienes esperan mucho de la vida, mientras que tiende a no respetar a los
temerosos y conformistas. La feroz independencia tiene en nosotros un efecto provocador;
nos atrae, pero también nos pone un reto: queremos ser quien la dome, hacer que la
persona llena de vida dependa de nosotros. La mitad de la seducción consiste en incitar
estos deseos contrapuestos.
3.- En octubre de 1925, en la sociedad de París reinaba gran agitación por la puesta en
marcha de la Revue Négre. El jazz, y en realidad todo lo que procediera del Estados
Unidos negro, era la última moda, y los bailarines y artistas de Broadway que integraban
la Revue Négre eran aíroestadunidenses. La noche del estreno, artistas y miembros de la
alta sociedad llenaron la sala. La función fue espectacular, como se esperaba, pero nada
había preparado al público para el último número, a cargo de una mujer un tanto
desgarbada de largas piernas y rostro hermosísimo: Josephine Baker, corista de veinte
años de East St. Louis. Ella salió al escenario con los pechos al aire, cubierta con una falda
de plumas sobre un bikini de satén y plumas en el cuello y los tobillos. Aunque ejecutó su
número, titulado Danse Sauvage, junto con otro bailarín, también ataviado con plumas,
todos los ojos se clavaron en ella: su cuerpo parecía animado de un modo que el público no
había visto jamás, y ella movía las piernas con agilidad de gato y giraba el trasero en
figuras que un crítico comparó con las del colibrí. Conforme la danza continuaba, ella
parecía poseída, lo que colmó la extasiada reacción de la gente. Estaba además su
semblante: ella se divertía de tal manera. Irradiaba una alegría que hacía que su erotismo
al bailar pareciera extrañamente inocente, y aun un tanto divertido.
Al día siguiente, se había corrido la voz: había nacido una estrella. Josephine se convirtió
en el corazón de la Revue Négre, y París estaba a su pies. Menos de un año más tarde, su
rostro aparecía en carteles por todas partes; había perfumes, muñecas y ropa de Josephine
Baker; las francesas elegantes se alisaban el cabello á la Baker, usando un producto
llamado Bakerfix. Incluso intentaban oscurecer su piel.
Tan repentina fama representó todo un cambio, porque tan sólo unos años atrás Josephine
era una niña de East St. Louis, una de las peores barriadas de Estados Unidos. Había
empezado a trabajar cuando tenía ocho años, aseando casas para una mujer blanca que la
golpeaba. A veces dormía en un sótano infestado de ratas; nunca había calefacción en
invierno. (Aprendió a bailar sola, a su salvaje manera, para no sentir frío.) En 1919 huyó y
entró a trabajar como artista de variedades de medio tiempo, y llegó a Nueva York dos
años después, sin dinero ni conocidos. Tuvo cierto éxito como corista de comedia,
brindando entretenimiento cómico con sus ojos bizcos y cara retorcida, pero no destacó. Se
le invitó entonces a París. Otros artistas negros habían declinado, temiendo correr en
Francia peor suerte que en Estados Unidos, pero Josephine no dejó pasar la oportunidad.
Pese a su éxito con la Revue Négre, Josephine no se hizo ilusiones: los parisinos eran
notoriamente veleidosos. Decidió invertir la relación. Primero, se negó a alinearse con
cualquier club nocturno, y se hizo fama de incumplir contratos a voluntad, para dejar en
claro que estaba dispuesta a renunciar en cualquier momento. Desde su niñez había
temido depender de alguien; ahora, nadie podría tenerla asegurada. Esto hizo que los
empresarios la persiguieran y el público la apreciara más. Segundo, sabía que aunque la
cultura negra estaba de moda, los franceses se habían enamorado de una suerte de
caricatura. Si eso era lo que se necesitaba para tener éxito, de acuerdo; pero Josephine
dejó ver que ella no tomaba en serio esa caricatura; así, la volteó, convirtiéndose en la
francesa más a la moda, una caricatura no de la raza negra, sino de la blanca. Todo era un
papel por representan la comediante, la bailarina primitiva, la parisina ultraelegante. Y
Josephine lo hacía todo con un espíritu tan alegre, con tal falta de pretensiones, que siguió
seduciendo a los hastiados franceses durante años. Su sepelio, en 1975, se televisó a escala
nacional, todo un acontecimiento cultural. Se le sepultó con una suntuosidad normalmente
reservada a los jefes de Estado.
Desde muy temprana edad, Josephine Baker no soportó la sensación de no tener ningún
control sobre el mundo. ¿Pero qué podía hacer frente a sus poco prometedoras
circunstancias? Algunas jóvenes ponen todas sus esperanzas en un esposo, pero el padre de
Josephine había abandonado a su madre poco después de que ella nació, y Josephine veía
el matrimonio como algo que sólo la haría más desdichada. Su solución fue algo que los
niños suelen hacer: de cara a un medio sin esperanzas, se encerró en su propio mundo,
para olvidarse del horror que la rodeaba. Este mundo fue llenado con baile, comicidad,
sueños de grandes cosas. Que otros se lamentaran y quejaran; Josephine sonreiría, se
mantendría segura e independiente. Casi todos los que la conocieron, desde sus primeros
años hasta el final, comentaron lo seductora que era esta cualidad. La negativa de
Josephine a transigir, o a satisfacer las expectativas de los demás, hizo que todo lo que ella
llevaba a cabo pareciera natural y auténtico.
A un niño le encanta jugar, y crear un pequeño mundo autónomo. Cuando los niños se
abstraen en sus fantasías, son encantadores. Infunden en su imaginación enorme
sentimiento y seriedad. Los cándidos adultos hacen algo parecido, en particular si son
artistas: crean su propio mundo fantástico, y viven en él como si fuera el verdadero. La
fantasía es mucho más grata que la realidad, y como la mayoría de la gente no tiene fuerza
o valor para crear un mundo así, goza al estar con quienes lo hacen. Recuerda: no tienes
por qué aceptar el papel que se te ha asignado en la vida. Siempre puedes vivir un papel de
tu propia creación, un papel que encaje en tu fantasía. Aprende a jugar con tu imagen,
nunca la tomes demasiado en serio. La clave es imbuir tu juego con la convicción y
sentimiento de un niño, haciéndolo parecer natural. Entre más embebido parezcas en tu
jubiloso mundo, más seductor serás. No te quedes a medio camino: haz que la fantasía que
habitas sea lo más radical y exótica posible, y atraerás la atención como un imán.
JKte.
4.- Era el Festival de los Cerezos en Flor en la corte Heian, en el Japón de fines del siglo X.
En el palacio del emperador, muchos cortesanos estaban ebrios, y otros dormían, mas la
joven princesa Oborozukiyo, cuñada del emperador, estaba despierta y recitaba un
poema: "¿Qué se puede comparar con la luna brumosa de primavera?". Su voz era suave
y delicada. Se acercó a la puerta de su apartamento para mirar la luna. De repente
percibió un dulce olor, y una mano prendió la manga de su manto. "¿Quién eres?",
preguntó, atemorizada. "No hay nada que temer", respondió una voz de hombre, que
continuó con un poema propio: "Nos gusta de noche una luna vaga. No es impreciso el
lazo que nos ata". Sin añadir palabra, el hombre tiró de la princesa, la alzó en brazos y la
llevó a una galería fuera de su habitación, cenando silenciosamente la puerta tras de sí.
Ella estaba aterrada e intentó pedir ayuda. En la oscuridad lo oyó decir, esta vez un poco
más fuerte: "De nada te servirá. Siempre me salgo con la mía. Calla, por favor".
La princesa reconoció entonces la voz, y el aroma: era Genji, el joven hijo de la difunta
concubina del emperador, cuyas prendas despedían siempre un perfume distintivo. Esto la
tranquilizó un poco, pues conocía a aquel hombre, pero también su fama: Genji era el
seductor más incorregible de la corte, un hombre que no se detenía ante nada. Estaba
ebrio, de un momento a otro amanecería, y los guardias harían pronto sus rondas; ella no
quería que la descubrieran con él. Pero entonces distinguió el perfil de su rostro, tan bello,
una mirada tan sincera, sin traza de malicia. Llegaron luego más poemas, recita' dos con
esa voz encantadora, y de palabras tan insinuantes. Las imágenes que él evocaba llenaron
su mente, y la distrajeron de esas manos. No pudo resistírsele.
Al clarear el día, Genji se puso de pie. Dijo palabras tiernas, intercambiaron caricias, y se
marchó corriendo. Para ese momento, las mujeres del servicio ya llegaban a las
habitaciones del emperador, y cuando vieron que Genji salía disparado, el perfume de sus
ropas demorándose tras él, sonrieron, sabedoras de que eso era propio de sus usuales
jugarretas; pero nunca imaginaron que se hubiera atrevido a acercarse a la hermana de la
esposa del emperador.
En los días siguientes, Oborozukiyo sólo pensaba en Genji. Sabía que tenía otras
enamoradas; pero cuando trataba de sacarlo de su mente, llegaba una carta suya, y ella
recomenzaba. En realidad fue ella quien inició la correspondencia, agobiada por su visita a
medianoche. Tenía que verlo de nuevo. Pese al riesgo de que se le descubriera, y al hecho
de que su hermana Kokiden, la esposa del emperador, odiara a Genji, la princesa concertó
nuevas citas en sus aposentos. Pero una noche, un envidioso cortesano los halló juntos. La
noticia llegó a oídos de Kokiden, quien naturalmente se puso furiosa. Ella exigió que Genji
fuera desterrado de la corte, y el emperador no tuvo otro remedio que acceder.
Genji se marchó lejos, y las cosas se apaciguaron. Luego el emperador murió, y su hijo
ocupó su puesto. Una especie de vacío se posó sobre la corte: las docenas de mujeres que
Genji había seducido no soportaban su ausencia, y lo saturaron de cartas. Aun mujeres
que no lo habían conocido íntimamente lloraban por cada reliquia que había dejado: una
túnica, por ejemplo, en la que perduraba su aroma. Y el joven emperador echaba de
menos su alegre presencia. Y las princesas extrañaban la música que tocaba en el koto. Y
Oborozukiyo suspiraba por sus visitas a medianoche. Al fin, incluso Kokiden se rindió,
comprendiendo que no podía oponerse a él. Así, Genji fue llamado de regreso a la corte. Y
no sólo se le perdonó; también se le brindó una bienvenida de héroe. El propio joven
emperador recibió al sinvergüenza con lágrimas en los ojos.
La vida de Genji se cuenta en la novela del siglo XI La historia de Genji, escrita por
Murasaki Shikibu, mujer de la corte Heian. Es muy probable que este personaje esté
basado en un hombre real, Fujiwara no Korechika. De hecho, otro libro de la época, El
libro de la almohada, de Sei Shónagon, describe un encuentro entre la autora y Korechika,
y revela el increíble encanto de éste y su efecto casi hipnótico en las mujeres. Genji es un
cándido, un amante accesible, un hombre • obsesionado por las mujeres pero cuyo aprecio
y afecto por ellas lo vuelve irresistible. Como le dice a Oborozukiyo en la novela: "Siempre
me salgo con la mía". Esta seguridad en sí mismo es la mitad de su encanto. La resistencia
no lo pone a la defensiva: se repliega con dignidad, recitando un pequeño poema; y al
marcharse, el perfume de sus prendas a su zaga, su víctima se sorprende de haber tenido
miedo, y de lo que se perdió al rechazarlo, y encuentra la manera de hacerle saber que la
próxima vez las cosas serán diferentes. Genji no toma nada en serio ni como algo personal;
y a los cuarenta años, edad a la que la mayoría de los hombres del siglo XI ya parecían
viejos y cansados, él aún parece un muchacho. Sus poderes de seducción no lo abandonan
nunca.
Los seres humanos somos muy sugestionables; transmitimos fácilmente nuestro estado de
ánimo a quienes nos rodean. De hecho, la seducción depende del mimetismo, de la creación
consciente de un estado anímico o sentimiento luego reproducido por la otra persona. Pero
el titubeo y la torpeza también son contagiosos, y mortíferos para la seducción. Si en un
momento clave pareces indeciso o inhibido, la otra persona sentirá qué piensas de ti, en
vez de estar abrumado por sus encantos. El hechizo se romperá. Pero igual que un amante
accesible produce el efecto contrario: tu víctima podría estar indecisa o preocupada; pero
frente a alguien tan seguro y natural, caerá atrapada en este estado de ánimo. Como llevar
sin esfuerzo por una pista al bailar, ésta es una habilidad que puedes aprender. Todo es
cuestión de erradicar el miedo y la torpeza que has acumulado a lo largo de los años, y de
seguir un método más elegante, menos defensivo, cuando los demás parecen resistirse. A
menudo la resistencia de la gente es una forma de ponerte a prueba; y si exhibes torpeza o
vacilación, no sólo fallarás la prueba, sino que además correrás el riesgo de contagiar a la
otra persona de tus dudas.
Símbolo. El cordero. Suave y cautivador. A los dos días de nacido, retoza con gracia; en una
semana ya juega "Lo que hace la mano. ..".Su debilidad es parte de su encanto. El cordero
es inocencia pura; tanto, que queremos poseerlo, y aun devorarlo.
PELIGROS.
Un carácter infantil puede ser encantador, pero también irritante; el inocente no tiene
experiencia del mundo, y su dulzura puede resultar empalagosa. En la novela de Milán
Kundera El libro de la risa y del olvido, el protagonista se sueña atrapado en una isla con
un grupo de niños. Pronto las maravillosas cualidades de éstos se vuelven demasiado
molestas para él; tras unos días de contacto, ya no puede relacionarse con ellos en
absoluto. El sueño se convierte en pesadilla, y él ansia volver a estar entre los adultos, con
cosas reales que hacer y de las cuales hablar. Dado que la total puerilidad puede crispar
rápidamente pos nervios, los cándidos más seductores son los que, como Josephine Baker,
combinan la experiencia y sensatez adultas con una actitud infantil. Esta mezcla de
cualidades es la más tentadora.
La sociedad no podría tolerar demasiados cándidos. Si las Coras Pearl o Charlie Chaplin
se contaran por miles, su encanto se agotaría pronto. De todas maneras, usualmente son
sólo los artistas, o las personas con mucho tiempo libre, quienes pueden darse el lujo de
llegar al extremo. La mejor vía para usar el tipo cándido es la de situaciones específicas en
las que un toque de inocencia o picardía contribuirá a que tu objetivo deponga sus
defensas. Un hombre listo se pace el tonto para que la otra persona confíe en él y se sienta
superior. Esta naturalidad fingida tiene incontables aplicaciones en la vida diaria, en la
que nada es más peligroso que parecer más sagaz que el de junto; la pose del cándido es la
manera perfecta de disfrazar tu perspicacia. Pero si eres incontrolablemente infantil y no
puedes impedirlo, corres el riesgo de parecer patético, y de obtener no compasión, sino
lástima y repugnancia.
De igual modo, los rasgos seductores del cándido son aptos para alguien aún
suficientemente joven para que parezcan naturales. Son mucho menos indicados para una
persona mayor. Cora Pearl no parecía tan encantadora cuando aún usaba sus vestidos
rosas con olanes a los cincuenta años. El duque de Buckingham, quien sedujo a toda la
corte inglesa en la década de 1620 (incluido al homosexual rey Jacobo I), era de apariencia
y conducta extraordinariamente infantiles; pero esto resultó detestable y engorroso
cuando él maduró, y al final se hizo de tantos enemigos que acabó asesinado. Con la edad,
entonces, tus cualidades naturales deben sugerir el espíritu abierto de un niño antes que
una inocencia que ya no convencerá a nadie.

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