domingo, 16 de octubre de 2011

Arquetipos: 3.-El amante ideal.


La mayoría de la gente tiene sueños de juventud que se hacen trizas o desgastan con la edad.
Se ve decepcionada por personas, sucesos y realidades que no están a la altura de sus
aspiraciones juveniles. Los amantes ideales medran en esos sueños insatisfechos, convertidos
en duraderas fantasías. ¿Anhelas romance? ¿Aventura? ¿Suprema comunión espiritual? El
amante ideal refleja tu fantasía. Es experto en crear la ilusión que necesitas, idealizando tu
imagen. En un mundo de bajeza y desencanto, hay un ilimitado poder seductor en seguir la
senda del amante ideal.
EL ROMÁNTICO IDEAL.
Una noche de 1760, en la ópera de la ciudad de Colonia, una bella joven miraba al público
sentada en su palco. Junto a ella se hallaba su esposo, el burgomaestre de la ciudad,
hombre maduro y afable, pero aburrido. Con sus catalejos, la joven vio a un apuesto
caballero vestido con un traje deslumbrante. Su mirada fue evidentemente advertida,
porque terminada la ópera el hombre se presentó: se llamaba Giovanni Giacomo
Casanova.
El desconocido besó la mano de la mujer. Ella le dijo que iría a un baile la noche siguiente;
¿le gustaría a él asistir? "Únicamente si puedo osar esperar, Madame", contestó
Casanova, "que usted baile sólo conmigo."
La noche siguiente^ después del baile, la mujer no podía pensar más que en Casanova. El
parecía haberse adelantado a sus pensamientos: ¡había sido tan agradable, pero también
tan atrevido! Días más tarde él cenó en casa de la dama; y cuando el esposo de ésta se
retiró a descansar, ella le mostró la residencia. Desde su tocador, la mujer señaló un ala de
la casa, una capilla, justo frente a la ventana. Y en efecto, como si le hubiera leído la
mente, Casanova asistió a misa en esa capilla al otro día; y al ver a la dama en el teatro esa
noche, le confió haber visto allí una puerta que sin duda conducía a su recámara. Ella rio,
y se fingió sorprendida. Con el más inocente de los tonos, él añadió que buscaría la manera
de esconderse en la capilla al día siguiente, y casi sin pensarlo ella murmuró que lo
visitaría ahí una vez que todos se hubieran ido a acostar.
Casanova se ocultó entonces en el diminuto confesionario de la capilla, esperando día y
noche. Había ratas, y él no tenía dónde tenderse; pero cuando la esposa del burgomaestre
llegó por fin, a altas horas de la noche, él no se quejó, sino que la siguió a su habitación, sin
hacer ruido. Sus citas continuaron varios días. De día, ella ansiaba que llegara la noche: al
fin tenía algo por qué vivir, una aventura. Ella le dejaba comida, libros y velas para hacer
llevaderas sus largas y tediosas estancias en la capilla; no parecía correcto usar un templo
para ese propósito, pero esto no hacía sino volver más emocionante el asunto. Días
después, sin embargo, ella tuvo que hacer un viaje con su esposo. Cuando regresó,
Casanova había desaparecido, tan rápida y grácilmente como llegó.
Años más tarde, en Londres, una joven llamada Miss Pauline vio un anuncio en un
periódico local. Un caballero buscaba una inquilina para rentar una parte de su casa. Miss
Pauline procedía de Portugal y era de la nobleza; se había fugado a Londres con su
amante, pero él había tenido que volver a casa, y ella debió quedarse un tiempo antes de
poder reunírsele. En ese momento se hallaba sola, tenía poco dinero y estaba deprimida
por sus miserables circunstancias; después de todo, había sido educada como una dama.
Contestó el anuncio.
El caballero resultó ser Casanova, ¡y vaya que era un caballero! La habitación que ofrecía
era bonita, y la renta baja; sólo pidió a cambio ocasional compañía. Miss Pauline se mudó.
Jugaban ajedrez, paseaban a caballo, hablaban de literatura. ¡Él era tan fino, cortés y
generoso! Aunque era una mujer seria y altiva, ella terminó por depender de su amistad;
ahí estaba un hombre con el que podía hablar horas enteras. Luego, un día Casanova
pareció distinto, molesto, agitado: confesó estar enamorado de ella. Miss Pauline
regresaría pronto a Portugal, a reunirse con su amante, y eso no era precisamente lo que
quería oír. Le dijo a Casanova que debía ir a montar para serenarse.
Esa misma noche recibió la noticia: Casanova había caído de su caballo. Sintiéndose
responsable del accidente, ella corrió a verlo, lo halló en cama y se arrojó a sus brazos,
incapaz de controlarse. Esa noche se hicieron amantes, y lo siguieron siendo por el resto de
la estancia de Miss Pauline en Londres. Cuando llegó el momento de que ella se marchara
a Portugal, él no intentó detenerla; por el contrario, la consoló, razonando que cada uno le
había ofrecido al otro el antídoto temporal perfecto contra su soledad, y que toda la vida
serían amigos.
Años después, en una pequeña ciudad española, una joven y hermosa mujer llamada
Ignacia salía de la iglesia luego de confesarse. Casanova la abordó. Camino a casa de ella,
él le explicó que le apasionaba bailar el fandango, y la invitó a un baile para la noche
siguiente. ¡Él era tan distinto a todos en la ciudad, que tanto la aburrían! Desesperaba por
ir. Sus padres se opusieron, pero ella convenció a su madre de que fungiera como dama de
compañía. Tras una inolvidable noche de baile (él bailaba muy bien el fandango para ser
extranjero), Casa-nova confesó estar locamente enamorado de ella. Ignacia replicó, muy
triste, que ya tenía prometido. Casanova no insistió, pero los días siguientes la llevó a más
bailes, y a corridas de toros. En una ocasión, Casanova la presentó con una amiga suya,
una duquesa, que coqueteó descaradamente con él; Ignacia ardió de celos. Para entonces
estaba irremediablemente enamorada de Casanova, pero su sentido del deber y su religión
le prohibían pensar siquiera en eso.
Finalmente, luego de días de tormento, Ignacia buscó a Casanova y lo tomó de la mano:
"Mi confesor quiso hacerme prometer que nunca volvería a estar a solas con usted", le
dijo; "y como no pude hacerlo, se negó a darme la absolución. Es la primera vez en la vida
que me ocurre algo así. Me he puesto en manos de Dios. He decidí-do que mientras usted
esté aquí, haré cuanto desee. Cuando, para mi pesar, se marche de España, buscaré otro
confesor. Mi capricho por usted, después de todo, es sólo una locura pasajera".
Casanova es quizá el seductor más exitoso de la historia: pocas mujeres se le resistían. Su
método era simple: al conocer a una mujer, la estudiaba, acompañaba sus estados de
ánimo, indagaba qué le faltaba en la vida y se lo daba. Se volvía el amante ideal. La esposa
del aburrido burgomaestre necesitaba aventura y romance; quería a alguien que
sacrificara tiempo y comodidad para poseerla. A Miss Pauline le faltaba amistad, ideales
elevados y conversación seria; quería un hombre de buena cuna y generoso que la tratara
como una dama. A Ignacia le faltaba sufrimiento y tormento. Su vida era demasiado fácil;
para sentirse verdaderamente viva, y tener algo real que confesar, necesitaba pecar. En
cada caso, Casanova se adaptó a los ideales de la mujer respectiva, dio vida a su fantasía.
Una vez que ella caía bajo su hechizo, un pequeño truco o cálculo sellaba el romance (un
día entre ratas, una artificiosa caída de un caballo, un encuentro con otra mujer para
poner celosa a Ignacia).
El amante ideal es raro en el mundo moderno, porque este papel implica esfuerzo. Te
obliga a concentrarte intensamente en la otra persona, a sondear qué le falta, lo cual es la
causa de su desilusión. La gente suele revelar esto en formas sutiles: mediante gestos, tono
de voz, una mirada a los ojos. Aparentando ser lo que le hace falta, encajarás en su ideal.
Crear este efecto demanda paciencia y atención a los detalles. La mayoría de las personas
están tan absortas en sus deseos, tan impacientes, que son incapaces de adoptar el papel
del amante ideal. Tú conviértelo en una fuente de infinitas oportunidades. Sé un oasis en el
desierto del ensimismado; pocos pueden resistir la tentación de seguir a una persona que
parece tan afín a sus deseos, tan dispuesta a dar vida a sus fantasías. Y al igual que en el
caso de Casanova, tu fama como dador de ese placer te precederá, y te facilitará
enormemente seducir.
El cultivo de los placeres de los sentidos fue siempre mi principal propósito en la vida.
Sabiendo que estaba personalmente calculado para complacer al bello sexo, me empeñé
siempre en agradarle.
—Casanova.
LA BELLEZA IDEAL.
En 1730, cuando Jeanne Poisson tenía apenas nueve años de edad, una adivina predijo que
un día ella sería la amante de Luis XV. Esta predicción era absolutamente ridícula, porque
Jeanne pertenecía a la clase media, y por tradición centenaria a la amante del rey se le
elegía de entre la nobleza. Peor aún, el padre de Jeanne era un conocido libertino, y su
madre había sido cortesana.
Por fortuna para ella, un rico que había sido amante de su madre se encariñó con la
preciosa niña, y pagó su educación. Jeanne aprendió a cantar, tocar el clavicordio, montar
a caballo con singular habilidad, y a actuar y bailar; se le instruyó en literatura e historia
como si fuera hombre. El dramaturgo Crébillon le enseñó a dominar el arte de la
conversación. Por si todo esto fuera poco, Jeanne era hermosa, y poseía una gracia y un
encanto que muy pronto la distinguieron. En 1741 se casó con un miembro de la baja
nobleza. Conocida entonces como Madame d'Etioles, pudo satisfacer una gran ambición:
tener un salón literario. Todos los grandes escritores y filósofos de la época frecuentaron su
salón, muchos de ellos por estar enamorados de la anfitriona. Uno de los asiduos era
Voltaire, amigo suyo toda la vida.
Mientras triunfaba, Jeanne no olvidó nunca la predicción de la adivina, y seguía creyendo
que algún día conquistaría el corazón del rey. Y sucedió que una de las fincas rurales de su
marido colindaba con el coto de caza favorito del monarca. Ella lo espiaba por la cerca, o
buscaba la forma de cruzarse en su camino, portando siempre, casualmente, un elegante y
atractivo vestido. Pronto el rey le enviaba como regalo algunos trofeos de caza. Cuando la
amante oficial del soberano murió, en 1744, las beldades de la corte se disputaron su sitio;
pero él dio en pasar cada vez más tiempo con Madame d'Etioles, deslumbrado por su
belleza y encanto. Para sorpresa de la corte, ese mismo año el rey hizo de esa mujer de
clase media su amante oficial, ennobleciéndola con el título de marquesa de Pompadour.
La necesidad de novedad del rey era bien conocida: una amante lo cautivaba con su
belleza, pero él se aburría pronto y buscaba otra. Pasado el susto de la elección de Jeanne
Poisson, los cortesanos se convencieron de que aquello no podía durar; de que el monarca
sólo la había escogido por la novedad de tener una amante de clase media. Jamás
imaginaron que la primera seducción del rey por Jeanne no era la última que ella tenía en
mente.
Con el paso del tiempo, el rey se percató de que cada vez visitaba más a su amante.
Mientras subía la escalera secreta que conducía de sus habitaciones a las de ella en el
palacio de Versalles, la expectación por las delicias que le aguardaban arriba empezaba a
trastornarlo. Para comenzar, la habitación siempre estaba caliente, e impregnada de
agradables fragancias. Después estaban los deleites visuales: Madame de Pompadour se
ponía siempre un vestido distinto, todos ellos elegantes y sorprendentes a su manera.
Adoraba las cosas bellas —la porcelana fina, los abanicos chinos, los tiestos dorados—; y
cada vez que él la visitaba, había algo nuevo y fascinante que ver. Ella estaba siempre de
magnífico humor, jamás a la defensiva ni resentida. Todo apuntaba al placer. Luego,
estaba su conversación: en realidad él no había podido hablar, ni reír, nunca antes con una
mujer, pero la marquesa disertaba hábilmente sobre cualquier tema, y era un deleite oír su
voz. Si la conversación decaía, ella se sentaba al piano, tocaba una melodía y cantaba
maravillosamente.
Si alguna vez el rey parecía aburrido o triste, Madame de Pompadour le proponía algún
proyecto, tal vez la construcción de un nueva casa de campo. El tendría que pedir consejo
sobre el diseño, el trazo de los jardines, la decoración. En Versalles, Madame de
Pompadour tomó a su cargo los pasatiempos de palacio, e hizo construir un teatro privado
para ofrecer funciones semanales bajo su dirección. Los actores se elegían de entre los
cortesanos, pero el principal papel femenino recaía siempre en Madame de Pompadour,
quien era una de las mejores actrices aficionadas de Francia. El rey se obsesionó por este
teatro; esperaba sus programas con impaciencia. Junto con este interés llegó un creciente
gasto en las artes, y una vinculación con la filosofía y la literatura. Un hombre al que antes
sólo le importaban la caza y el juego pasaba cada vez menos tiempo con sus allegados, y se
volvió un gran mecenas. Tan es así que marcó una época con su estilo estético, que se
conocería como "Luis XV" y rivalizaría con el asociado con su ilustre predecesor, Luis
XIV.
Así, pues, los años pasaron sin que Luis se cansara de su amante. De hecho, la hizo
duquesa, y su poder y ascendiente se extendieron de la cultura a la política. A lo largo de
veinte años, Madame de Pompadour imperó tanto en la corte como en el corazón del rey,
hasta la prematura muerte de éste, en 1764, a los cuarenta y tres años de edad.
Luis XV tenía un agudo complejo de inferioridad. Sucesor de Luis XIV, el rey más
poderoso en la historia de Francia, había sido educado y condicionado para el trono, pero
¿quién podía igualar a su predecesor? Con el tiempo dejó de intentarlo, y se entregó a los
placeres mundanos, lo que a la postre definió su imagen pública; quienes lo rodeaban
sabían que podían manipularlo apelando a las más innobles partes de su carácter.
Madame de Pompadour, con un extraordinario don para la seducción, comprendió que
dentro de Luis XV había un gran hombre deseoso de salir a la luz, y que su obsesión por
jóvenes hermosas indicaba una avidez por un tipo más perdurable de belleza. Su primer
paso fue remediar el tedio incesante del monarca. Los reyes se aburren fácilmente: reciben
cuanto quieren, y es raro que aprendan a satisfacerse con lo que tienen. La marquesa de
Pompadour resolvió esto dando vida a todo género de fantasías, y creando invariable
suspenso. Poseía muchos talentos y habilidades, y tos utilizaba con tal ingenio que él nunca
percibió sus límites. Una vez que ella lo acostumbró a placeres más refinados, apeló a los
ideales frustrados en él; en el espejo que ella sostenía ante el monarca, él vio su aspiración
a la grandeza, deseo que, en Francia, inevitablemente incluía la conducción de la cultura.
Su serie previa de amantes había complacido sólo sus deseos sensuales. En Madame de
Pompadour halló a una mujer que lo hacía sentir grande. Las demás amantes fueron
fáciles de remplazar, pero jamás encontraría a otra Madame de Pompadour.
La mayoría de la gente supone ser más grande de lo que parece ante el mundo. Tiene
muchos ideales sin cumplir: podría ser artista, pensadora, líder, una figura espiritual, pero
el mundo la ha oprimido, le ha negado la oportunidad de dejar florecer sus habilidades.
Ésta es k clave para seducirla, y conservarla así al paso del tiempo. El amante ideal sabe
invocar este tipo de magia. Si sólo apelas al lado físico de las personas, como lo hacen
muchos seductores aficionados, te reprocharán que explotes sus bajos instintos. Pero apela
a lo mejor de ellas, a un plano más alto de belleza, y apenas si notarán que las has
seducido. Hazlas sentir elevadas, nobles, espirituales, y tu poder sobre ellas será ilimitado.
El amor saca a la luz las cualidades nobles y ocultas del amante, sus rasgos raros y
excepcionales; así, tiende a mentir acerca de su carácter normal.
—Friedrich Nietzsche.
CLAVES DE PERSONALIDAD.
Cada uno de nosotros lleva dentro un ideal, de lo que querríamos ser o de cómo nos
gustaría que otra persona fuera con nosotros. Este ideal data de nuestra más tierna
infancia: de lo que alguna vez creímos que nos faltaba en la vida, de lo que los demás no
nos daban, de lo que nosotros no podíamos darnos. Quizá nos vimos colmados de
comodidades, y ahora ansiamos peligro y rebelión. Si queremos peligro pero nos asusta, es
probable que busquemos a alguien que se siente a gusto con él. O quizá nuestro ideal sea
más elevado: queremos ser más creativos, nobles y bondadosos de lo que alguna vez
fuimos. Nuestro ideal es algo que creemos que falta en nuestro interior.
Podría ser que ese ideal haya sido enterrado por la decepción, pero acecha debajo de ella,
a la espera de ser liberado. Si alguien parece poseer esa cualidad ideal, o ser capaz de
hacerla surgir en nosotros, nos enamoramos. Esta es la reacción ante los amantes ideales.
Sensibles a lo que nos falta, a la fantasía que nos reanimará, ellos reflejan nuestro ideal, y
nosotros hacemos el resto, proyectando en ellos nuestros más profundos deseos y anhelos.
Casanova y Madame de Pompadour no sólo tentaron a sus objetivos a tener una aventura
sexual: hicieron que se enamoraran de ellos.
La clave para seguir la senda del amante ideal es la capacidad de observación. Ignora las
palabras y conducta consciente de tus blancos; concéntrate en su tono de voz, un sonrojo
aquí, una mirada allá: las señales que delatan lo que sus palabras no dirán. El ideal suele
expresarse en su contrario. Al rey Luis XV parecía interesarle nada más cazar venados y
mujeres, pero eso sólo encubría lo decepcionado que estaba de sí mismo; ansiaba que
alguien elogiara sus nobles cualidades.
Nunca como hoy había sido tan oportuno actuar como el amante ideal. Esto es así porque
vivimos en un mundo en el que todo debe parecer elevado y bien intencionado. El poder es
el tema más tabú de todos: aunque es la realidad con que todos los días nos topamos en
nuestro forcejeo con la gente, en él no hay nada noble, altruista ni espiritual. Los amantes
ideales te hacen sentir más estimable, hacen que lo sensual y sexual parezca espiritual y
estético. Como todo seductor, juegan con el poder, pero ocultan sus manipulaciones tras la
fachada de un ideal. Pocas personas perciben sus intenciones, y su seducción es más
duradera.
Algunos ideales semejan arquetipos junguianos: tienen profundas raíces culturales, y su
influjo es casi inconsciente. Uno de tales sueños es el del caballero andante. En la tradición
del amor cortesano de la Edad Media, un trovador/caballero buscaba una dama, casi
siempre casada, y le servía como vasallo. Se sometía en su favor a terribles pruebas,
emprendía peligrosas peregrinaciones en su nombre, sufría torturas espantosas para
probar su amor. (Esto podía incluir la mutilación física, como arrancar las uñas, cortar
una oreja, etcétera.) También escribía poemas y entonaba bellas canciones por ella, porque
ningún trovador podía triunfar sin una cualidad estética o espiritual para impresionar a
su dama. La clave de este arquetipo es un sentido de devoción absoluta. Un hombre que no
permite que los asuntos de -guerra, gloria o dinero se inmiscuyan en la fantasía del
cortejo, tiene un poder ilimitado. El papel del trovador es un ideal, porque es muy raro
que alguien no ponga primero sus intereses, y a sí mismo. Atraer la intensa atención de un
hombre así halaga enormemente la vanidad de una mujer.
En la Osaka del siglo xviii, un hombre llamado Nisan llevó a dar un paseo a la cortesana
Dewa, aunque no sin antes haber tenido el cuidado de rociar las matas de tréboles del
camino con agua, para que pareciera el rocío de la mañana. A Dewa le conmovió en
extremo esa vista preciosa. "Me han dicho", señaló, "que las parejas de ciervos
acostumbran echarse detrás de las matas de tréboles. ¡Cómo me gustaría ver algo así!"
Esto bastó para Nisan. Ese mismo día, hizo demoler una sección de la casa de Dewa, y
ordenó que se plantaran docenas de matas de tréboles en lo que antes había sido parte de
su recámara. Aquella noche pidió a unos campesinos que reuniesen ciervos de las
montañas y los llevaran a la casa. Al día siguiente al despertar, Dewa vio justó la escena
que había descrito. Tan pronto como pareció abrumada y estremecida, él hizo retirar
tréboles y ciervos para reconstruir la casa.
Uno de los amantes más gallardos de la historia, Serguei Saltikov, tuvo la desgracia de
enamorarse de una de las mujeres menos disponibles: la gran duquesa Catalina, futura
emperatriz de Rusia. Cada movimiento de Catalina era vigilado por su esposo, Pedro,
quien sospechaba que ella quería engañarlo y designó sirvientes para que no la perdieran
de vista. La duquesa estaba aislada, no era amada y no podía hacer nada para remediarlo.
Saltikov, joven y apuesto oficial del ejército, decidió ser su salvador. En 1752 se hizo amigo
de Pedro, y de la pareja a cargo de Catalina. Así podía verla, e intercambiar
ocasionalmente con ella una o dos palabras que revelaban sus intenciones. Realizaba las
más insensatas y peligrosas maniobras para poder verla a solas, como desviar el caballo de
la duquesa durante una caza imperial y cabalgar bosque adentro con ella. Entonces le
decía cuánto comprendía su difícil situación, y que haría cualquier cosa por ayudarla.
Ser sorprendido cortejando a Catalina habría significado la muerte, y con el tiempo Pedro
llegó a sospechar que había algo entre su esposa y Saltikov, aunque jamás lo supo a ciencia
cierta. Su animadversión no desanimó al garboso oficial, quien puso aún más ingenio y
energía en buscar recursos para concertar citas secretas. Catalina y Saltikov fueron
amantes dos años, y es indudable que él fue el padre de Pablo, el hijo de Catalina y
posterior emperador de Rusia. Cuando Pedro se deshizo al fin de Saltikov despachándolo
a Suecia, la noticia de su gallardía llegó allá antes que él, y las mujeres se derretían por ser
su próxima conquista. Tal vez tú no tengas que exponerte a tantas dificultades o riesgos,
pero siempre obtendrás recompensas por actos que revelen un sentido de sacrificio o
devoción.
La personificación del amante ideal en la década de 1920 fue Rodolfo Valentino, o al
menos la imagen que de él se creó en el cine. Todo lo que hacía —obsequio de regalos o
ramos de flores, el baile, la forma en que tomaba la mano de una mujer— revelaba una
escrupulosa atención a los detalles, lo que indicaba cuánto pensaba en una mujer. La
imagen era la de un hombre que prolongaba el cortejo, lo que hacía de éste una
experiencia estética. Los hombres odiaban a Valentino, porque las mujeres empezaron a
esperar que ellos se ajustaran al ideal de paciencia y atención que él representaba. Pues
nada es más seductor que la paciente atención. Ella hace que la aventura parezca honrosa,
estética, no meramente sexual. El poder de un Valentino, en particular en nuestros días,
reside en que personas así son muy raras. El arte de encarnar el ideal de una mujer ha
desaparecido casi del todo, lo que no hace sino volverlo mucho más tentador.
Si el amante caballeroso sigue siendo el ideal de las mujeres, los hombres suelen idealizar a
la virgen/ramera, una mujer que combina la sensualidad con un aire de espiritualidad o
inocencia. Piensa en las grandes cortesanas del Renacimiento italiano, como Tullía
d'Aragona, en esencia una prostituta como todas las cortesanas, pero capaz de disimular
su papel social creándose fama de poeta y filósofa. Tullía era lo que se decía entonces una
"cortesana honorable". Las cortesanas honorables iban a la iglesia, pero tenían un motivo
oculto al hacerlo:
I para los hombres, su presencia en misa era excitante. Sus aposentos eran templos del
placer, pero lo que los hacía visualmente agradables eran sus obras de arte y estanterías
llenas de libros, volúmenes de Petrarca y Dante. Para el hombre, el escalofrío, la fantasía,
era acostarse con una mujer sexualmente apasionada, pero que tuviera asimismo las
cualidades ideales de una madre y el espíritu e intelecto de una artista. Mientras que la
prostituta pura excitaba el deseo pero también la aversión, la cortesana honorable hacía
que el sexo pareciera elevado e inocente, como si ocurriera en el Jardín del Edén. Estas
mujeres ejercían inmenso poder en los hombres. Hasta la fecha siguen siendo un ideal, si
no por otra cosa, por ofrecer tal gama de placeres. La clave es en este caso la ambigüedad:
combinar la apariencia de delicadeza y los placeres de la carne con un aire de inocencia,
espiritualidad y sensibilidad poética. Esta mezcla de lo supremo y lo abyecto es
extremadamente seductora.
La dinámica del amante ideal tiene posibilidades ilimitadas, no todas ellas eróticas. En
política, Talleyrand cumplió en esencia el papel de amante ideal de Napoleón, cuyo ideal
tanto de ministro como de amigo era un aristócrata desenvuelto con las damas, todo lo
contrario a él mismo. En 1798, cuando Talleyrand era ministro del Exterior de Francia,
ofreció una fiesta en honor de Napoleón luego de las deslumbrantes victorias militares del
gran general en Italia. Hasta el día de su muerte, Napoleón recordó esa fiesta como la
mejor a la que hubiera asistido en su vida. Fue espléndida, y el anfitrión entretejió en ella
un mensaje sutil, disponiendo bustos romanos por toda la casa y diciendo a Napoleón que
era su deber reanimar las glorias imperiales de la antigua Roma. Esto encendió una chispa
en la visión del líder y, en efecto, años después, Napoleón se otorgó el título de emperador,
lo que volvió aún más poderoso a Talleyrand. La clave de este poder fue la habilidad para
comprender el ideal secreto de Napoleón: su deseo de ser emperador, dictador. Talleyrand
puso sencillamente un espejo ante el tirano, y le dejó avistar esa posibilidad. La gente
siempre es vulnerable a insinuaciones así, que halagan su vanidad, punto débil de casi
todos. Sugiérele algo a lo que deba aspirar, manifiesta tu fe en un desaprovechado
potencial que veas en ella, y pronto la tendrás comiendo de tu mano. Si los amantes ideales
son expertos en seducir a las personas apelando a su más alto concepto de sí, a algo
perdido en su infancia, los políticos pueden beneficiarse de la aplicación de esta habilidad
a gran escala, al electorado entero. Esto fue lo que hizo, muy deliberadamente, John F.
Kennedy con el pueblo estadunidense, en particular al crear el aura de "Camelot" en
torno suyo. El término "Camelot" no se asoció con su periodo presidencial hasta después
de su muerte, pero el romanticismo que él proyectaba de modo consciente por su juventud
y donaire operó por completo durante su vida. Más sutilmente, Kennedy también jugó con
las imágenes de grandeza e ideales abandonados de Estados Unidos. Muchos
estadunidenses creían que, junto con la riqueza y comodidad de fines de los años
cincuenta, habían llegado grandes pérdidas; que el desahogo y la conformidad habían
puesto fin al espíritu pionero de su nación. Kennedy apeló a esos abandonados ideales
mediante las imágenes de la Nueva Frontera, ejemplificada por la carrera espacial. El
instinto estadunidense de aventura halló salidas ahí, aun si la mayoría eran simbólicas. Y
hubo también otros llamados al servicio público, como la creación del Cuerpo de Paz. Por
medio de llamamientos como éstos, Kennedy reactivó una unificadora noción de misión,
perdida en Estados Unidos desde la segunda guerra mundial. Produjo asimismo una
respuesta más emotiva que la que acostumbraban recibir los presidentes. La gente
literalmente se enamoró de él y de su imagen.
Los políticos pueden obtener poder de seducción si echan mano del pasado de su país, para
rescatar imágenes e ideales olvidados o reprimidos. Les bastará con el símbolo; no tendrán
que preocuparse, en efecto, de recrear la realidad detrás de él. Los buenos sentimientos
que susciten serán suficientes para asegurar una reacción positiva.
Símbolo. El retratista. Bajo su mirada, todas tus imperfecciones físicas desaparecen. Él saca
a relucir tus nobles cualidades, te encuadra en un mito, te diviniza, te inmortaliza. Por su
capacidad para crear tales fantasías, es recompensado con inmenso poder.
PELIGROS.
Los principales peligros en el papel del amante ideal son las consecuencias que se
desprenden de permitir que la realidad se cuele en él. Tú creas una fantasía que implica la
idealización de tu carácter. Y ésta es una tarea incierta, porque eres humano, e imperfecto.
Si tus faltas son graves, o inquietantes, reventarán la burbuja que has formado, y tu
blanco te injuriará. Cada vez que Tullia d'Aragona era sorprendida actuando ..como una
prostituta común (teniendo una aventura por dinero, por ejemplo), debía abandonar la
ciudad y establecerse en otro lado. La fantasía alrededor de ella como figura espiritual se
evaporaba. También Casanova enfrentó este peligro, pero por lo general pudo vencerlo
buscando una manera ingeniosa de terminar la relación antes de que la mujer se diera
cuenta de que él no era lo que ella imaginaba: hallaba algún pretexto para marcharse de la
ciudad o, mejor aún, elegía una víctima que partiría pronto, y cuya conciencia de que la
aventura sería efímera hacía aún más intensa su idealización de él. La realidad y el
contacto íntimo prolongado tienden a empañar la perfección de una persona. En el siglo
XIX, el poeta Alfred de Musset fue seducido por la escritora George Sand, cuya
desbordante personalidad atrajo a su naturaleza romántica. Pero cuando la pareja visitó
Venecia, y Sand enfermó de disentería, de repente no fue ya una figura idealizada, sino
una mujer con un repugnante problema físico. El propio Musset exhibió en ese viaje un
lado plañidero e infantil, y los amantes se separaron. Una vez lejos, sin embargo, pudieron
idealizarse de nuevo, y se reconciliaron meses después. Cuando la realidad se entromete, la
distancia suele ser una solución.
En política, los peligros son similares. Años después de la muerte de Kennedy, una serie de
revelaciones (sus incesantes aventuras sexuales; su estilo diplomático suicida,
excesivamente peligroso, etcétera.) desmintió el mito creado por él. Pero su imagen ha
sobrevivido a esa mancha; una encuesta tras otra indican que sigue siendo objeto de
veneración. Kennedy es quizá un caso especial, pues su asesinato lo volvió mártir, lo cual
reforzó el proceso de idealización que él puso en marcha. Pero el suyo no es el único
ejemplo de un amante ideal cuya atracción sobrevive a revelaciones desagradables; figuras
como ésta desencadenan fantasías tan poderosas, y proporcionan mitos e ideales tan
codiciados, que a menudo merecen un rápido perdón. Aun así, siempre es razonable ser
cauto, y evitar que la gente vislumbre el lado menos ideal de tu carácter.

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