domingo, 16 de octubre de 2011

Arquetipos: 6.- La coqueta.


La habilidad para retardar la satisfacción es el arte consumado de la seducción: mientras
espera, la víctima está subyugada. Las coquetas son las grandes maestras de este juego, pues
orquestan el vaivén entre esperanza y frustración. Azuzan con una promesa de premio —la
esperanza de placer físico, felicidad, fama por asociación, poder— que resulta elusiva, pero
que sólo provoca que sus objetivos las persigan más. Las coquetas semejan ser totalmente
autosuficientes: no te necesitan, parecen decir, y su narcisismo resulta endemoniadamente
atractivo. Quieres conquistarlas, pero ellas tienen las cartas. La estrategia de la coqueta es no
ofrecer nunca satisfacción total. Imita la vehemencia e indiferencia alternadas de la coqueta
y mantendrás al seducido tras de ti.
LA COQUETA VEHEMENTE Y FRÍA.
En el otoño de 1795, París cayó en un extraño vértigo. El reino del terror que siguió a la
Revolución francesa había terminado; el ruido de la guillotina se había extinguido. La
ciudad exhaló un colectivo suspiro de alivio, y dio paso a celebraciones desenfrenadas e
interminables festejos.
Al joven Napoleón Bonaparte, entonces de veintiséis años, no le interesaban tales jolgorios.
Se había hecho famoso como general brillante y audaz al ayudar a sofocar la rebelión en
las provincias, pero su ambición era ilimitada, y ardía en deseos de nuevas conquistas. Así,
cuando en octubre de ese año la infausta viuda Josefina de Beauhar-nais, de treinta y tres
años, visitó sus oficinas, él no pudo menos que confundirse. Josefina era demasiado
exótica, y todo en ella lánguido y sensual. (Capitalizaba su raro aspecto: era de la
Martinica.) Por otra parte, tenía fama de mujer fácil, y el tímido Napoleón creía en el
matrimonio. Aun así, cuando Josefina lo invitó a una de sus veladas semanales, él aceptó,
para su propia sorpresa.
En la velada, Napoleón se sintió completamente fuera de su elemento. Todos los grandes
escritores e ingenios de la ciudad estaban ahí, así como los pocos nobles sobrevivientes; la
misma Josefina era vizcondesa, y había escapado apenas a la guillotina. Las mujeres
estaban deslumbrantes, y algunas de ellas eran más hermosas que la anfitriona; pero los
hombres se congregaron alrededor de Josefina, atraídos por su distinguida presencia y
majestuosa actitud. Ella los abandonó varias veces para acudir al lado de Napoleón; nada
habría podido halagar más el inseguro ego de éste.
El empezó a visitarla. En ocasiones ella lo ignoraba, y él se marchaba encolerizado. Pero al
día siguiente llegaba una apasionada carta de Josefina, y él corría a verla. Pronto pasaba
casi todo el tiempo con ella. Las ocasionales demostraciones de tristeza de Josefina, sus
arranques de ira o de lágrimas, no hacían más que ahondar el apego de él. En marzo de
1796, Napoleón y Josefina se casaron.
Dos días después de su boda, él partió a dirigir una campaña en el norte de Italia, contra
los austríacos. "Eres el objeto constante de mis pensamientos", le escribió a su esposa
desde el extranjero. "Mi imaginación se fatiga conjeturando qué haces." Sus generales lo
veten distraído: abandonaba pronto las reuniones, pasaba horas escribiendo cartas o
contemplaba la miniatura de Josefina que llevaba al cuello. Había llegado a tal estado a
causa de la insoportable distancia entre ellos, y de la leve frialdad que ahora detectaba en
Josefina: rara vez escribía, y en sus cartas faltaba pasión; no lo había acompañado a
Italia, tampoco. Napoleón debía terminar rápido esa guerra, para volver a su lado. Tras
combatir al enemigo con celo inusual, empezó a cometer errores. "¡Vivir por Josefina!", le
escribió. Trabajo para estar cerca de ti; me muero por estar a tu lado." Sus cartas se
hicieron más apasionadas y eróticas; una amiga de Josefina que las leyó, escribió: "La
letra [era] casi indescifrable, la ortografía incierta, el estilo grotesco y confuso. [...] jQué
posición para una mujer! Ser la fuerza impulsora de la marcha triunfal de un ejército".
Pasaron meses en que Napoleón rogaba a Josefina que fuera a Italia y ella daba excusas
interminables. Al fin accedió, y marchó de París a Brescia, donde Napoleón tenía su
cuartel. Pero, de camino, un encuentro cercano con el enemigo la obligó a desviarse a
Milán. Fuera de Brescia en batalla, al volver Napoleón y descubrir que ella se ausentaba
aún, culpó a su enemigo, el general Würmser, y juró vengarse. En los meses subsecuentes
pareció perseguir dos objetivos con igual denuedo: Würmser y Josefina. Su esposa nunca
estaba donde se suponía: "Llego a Milán, corro a tu casa, dejando de lado todo para
estrecharte en mis brazos, ¡y no estás ahí!". Napoleón se ponía furibundo y celoso; pero
cuando al fin daba con Josefina, el menor de sus favores le derretía el corazón. Hacía
largos paseos con ella en un carruaje encubierto, mientras sus generales rabiaban; se
suspendían reuniones, órdenes y se improvisaban estrategias. "Nunca", le escribió él
después, "una mujer había estado en tan completo dominio del corazón de un hombre."
No obstante, el tiempo que pasaban juntos era muy breve. Durante una campaña que duró
casi un año, Napoleón pasó apenas quince noches con su nueva esposa.
A oídos de Napoleón llegaron más tarde rumores de que Josefina había tenido un amante
mientras él estaba en Italia. Sus sentimientos hacia ella se enfriaron, y él mismo tuvo una
inagotable serie de amantes. Pero a Josefina jamás le preocupó esta amenaza a su poder
sobre su esposo; unas cuantas lágrimas, algunas escenas, un poco de frialdad de su parte, y
él seguía siendo su esclavo. En 1804, él la hizo coronar emperatriz; y si ella le hubiese dado
un hijo, habría seguido siendo emperatriz hasta el final. Cuando Napoleón estaba en su
lecho de muerte, la última palabra que pronunció fue "Josefina".
Durante la Revolución francesa, Josefina estuvo a punto de perder la cabeza en la
guillotina. Esta experiencia la dejó sin ilusiones, y con dos fines en mente: vivir una vida
de placer y buscar al hombre que mejor pudiera brindársela. Pronto puso los ojos en
Napoleón. Era joven y tenía un brillante futuro. Bajo su serena apariencia, intuyó
Josefina, él era por completo emocional y agresivo, pero esto no la intimidó; sólo revelaba
la inseguridad y debilidad de él. Sería fácil de esclavizar. Josefina se adaptó primero a sus
humores, lo cautivó con su gracia femenina, lo entusiasmó con sus miradas y modales. Él
deseó poseerla. Y una vez que ella suscitó este deseo, su poder radicó en posponer su
satisfacción, alejándose de él, frustrándolo. De hecho, la tortura de la persecución
concedía a Napoleón un placer masoquista. Ansiaba someter el espíritu independiente de
Josefina, como si ella fuera un enemigo en batalla.
' La gente es inherentemente perversa. Una conquista fácil tiene menos valor que una
difícil; en realidad, sólo nos excita lo que se nos niega, lo que no podemos poseer por
completo. Tu mayor poder en la seducción es tu capacidad para distanciarte, para hacer
que los demás te sigan, retrasando su satisfacción. La mayoría de las personas calculan
mal y se rinden muy pronto, por temor a que la otra pierda interés, o a que el hecho de
darle lo que quiere conceda al dador cierto poder. La verdad es lo contrario: una vez que
satisfaces a alguien, pierdes la iniciativa, y te expones a que él pierda el interés al menor
capricho. Recuerda: la vanidad es decisiva en el amor. Haz temer a tus objetivos que te
apartarás, que dejarán de interesarte, y despertarás su inseguridad innata; el miedo de
que, al conocerlos, dejen de excitarte. Estas inseguridades son devastadoras. Luego, una
vez que se sientan inseguros de ti y ellos mismos, reenciende su esperanza haciéndolos
sentir deseados de nuevo. Vehemencia y frialdad, vehemencia y frialdad: esta forma de la
coquetería es perversamente placentera, pues aumenta el interés y mantiene la iniciativa
de tu lado. Jamás te desconciertes por el enojo de tu objetivo: es signo seguro de
esclavitud.
Aquella que retenga largo tiempo su poder, deberá servirse del mal de su amante.
—Ovidio.
EL COQUETO FRÍO.
En 1952, el escritor Truman Capote, de éxito reciente en los círculos literarios y sociales,
empezó a recibir una andanada casi diaria de rendida correspondencia de un joven
llamado Andy Warhol. Ilustrador de diseñadores de calzado, revistas de moda y cosas así,
Warhol hacía bellos y estilizados dibujos, algunos de los cuales envió a Capote con la
esperanza de que los incluyera en uno de sus libros. Capote no respondió. Un día, al llegar
a casa encontró a Warhol hablando con su madre, con quien vivía. Luego, Warhol empezó
a telefonear casi todos los días. Al cabo, Capote puso fin a todo esto: "Parecía una de esas
pobres personas a las que sabes que nunca les sucederá nada. Un pobre perdedor de
nacimiento", diría el escritor más tarde.
Diez años después, Andy Warhol, pintor en ciernes, realizó su primera exposición
individual, en la Sable Gallera de Manhattan. En las paredes había una serie de
serigrafías basadas en la lata de sopas Campbell y la botella de Coca-Cola. En la
inauguración y la fiesta posterior, Warhol permaneció al margen, la mirada perdida y
hablando poco. Contrastaba enormemente con la anterior generación de artistas, los
expresionistas abstractos, en su mayoría bebedores y mujeriegos muy bravucones y
agresivos, charlatanes que habían dominado el mundo del arte en los quince años previos.
Y él también había cambiado mucho desde que importunó a Capote, lo mismo que a
marchantes de arte y mecenas. Los críticos estaban desconcertados e intrigados por la
frialdad de su obra; no podían explicarse qué sentía el artista por sus sujetos. ¿Cuál era su
posición? ¿Qué intentaba decir? Cuando se lo preguntaban, él respondía simplemente:
"Lo hago porque me gusta", o "Me encanta la sopa". Los críticos dieron rienda suelta a
sus interpretaciones: "Un arte como el de Warhol es necesariamente parásito de los mitos
de su época", escribió uno; otro: "La decisión de no decidir es una paradoja equivalente a
una idea que no expresa nada pero que después le da dimensión". La exposición fue un
gran éxito, y situó a Warhol como una de las principales figuras de un nuevo movimiento,
el pop art.
En 1963, Warhol rentó un inmenso desván en Manhattan, al que llamó la Factor, y que
pronto se volvió el centro de un vasto séquito: acompañantes, actores, aspirantes a artistas.
Ahí, en las noches en particular, Warhol simplemente vagaba, o permanecía en una
esquina. La gente se reunía en torno suyo, se disputaba su atención, le lanzaba preguntas y
él respondía, a su evasiva manera. Pero nadie lograba acercársele, física ni mentalmente;
él no lo permitía. Al mismo tiempo, si él pasaba junto a alguien sin el usual "Hola", aquél
quedaba devastado. Warhol no había reparado en él; quizá estaba por ser borrado del
mapa.
Cada vez más interesado en la realización de películas, Warhol incluía a sus amigos en sus
cintas. En realidad les ofrecía cierta celebridad instantánea (sus "quince minutos de
fama"; la frase es de él). Pronto, la gente competía por un papel. Warhol preparó en
particular a mujeres para el estrellato: Eddie Sedgwick, Viva, Nico. El solo hecho de estar
junto a él confería una especie de celebridad por asociación. La Factor se convirtió en el
lugar para ser visto, y estrellas como Judy Garland y Tennessee Williams asistían a sus
fiestas, en las que se codeaban con Sedgwick, Viva y los bajos fondos de la bohemia con
que Warhol amistaba. La gente comenzó a mandar limusinas para que lo llevaran a sus
fiestas; su presencia bastaba para hacer de una velada un acontecimiento, aunque él se la
pasara casi sin hablar, muy reservado, y se marchara pronto.
En 1967 se pidió a Warhol dar conferencias en varias universidades. No le gustaba hablar,
y menos aún sobre su arte. "Entre menos tenga que decir una cosa", opinaba, "más
perfecta es." Pero le pagarían bien, y siempre le costaba trabajo decir no. Su solución fue
simple: pidió a un actor, Alien Midgette, que se hiciera pasar por él. Midgette era de
cabello oscuro, bronceado, y semejaba un indio cherokee. No se parecía nada a Warhol.
Pero éste y sus amigos lo polvearon, le píatearon el pelo con spray, le pusieron lentes
oscuros y lo vistieron con ropa de Warhol. Como Midgette no sabía nada de arte, sus
respuestas a las preguntas de los estudiantes tendieron a ser tan cortas y enigmáticas como
las del propio pintor. La suplantación funcionó. Warhol era tal vez un icono, pero en
realidad nadie lo conocía; y como acostumbraba usar lentes oscuros, aun su rostro era
desconocido en sus detalles. El público de esas conferencias estuvo bastante lejos como
para cuestionar la idea de su presencia, y nadie se acercó lo suficiente para descubrir el
engaño. Midgette se mostró esquivo.
Desde temprana edad, a Andy Warhol le aquejaron emociones encontradas: ansiaba ser
famoso, pero era por naturaleza tímido y pasivo. "Siempre he tenido un conflicto", diría
después, "porque soy retraído, pero me gusta disponer de mucho espacio personal. Mi
mamá me decía en todo momento: No seas prepotente, pero hazles saber a todos que estás
ahí'." Al principio, Warhol trató de ser más agresivo, y se empeñó en complacer y cortejar.
No dio resultado. Luego de diez años infructuosos, dejó de intentarlo, y cedió a su
pasividad, sólo para descubrir el poder que otorga la reticencia.
Warhol comenzó este proceso en su obra, que cambió radicalmente a principios de la
década de 1960. Sus nuevos cuadros de latas de sopa, billetes y otras conocidas imágenes
no acribillaban de significados al espectador; de hecho, su significado era absolutamente
elusivo, lo que no hacía sino incrementar su fascinación. Atraían por su inmediatez, su
fuerza visual, su frialdad. Habiendo transformado su arte, Warhol también se transformó
a sí mismo: como sus cuadros, se volvió pura superficie. Se preparó para retraerse, para
dejar de hablar.
El mundo está lleno de temerarios, de personas que se imponen en forma agresiva. Quizá
obtengan victorias temporales; pero cuanto más persisten, más desea la gente
contrariarlas. No dejan espacio a su alrededor, y sin espacio no puede haber seducción.
Los coquetos fríos generan espacio al permanecer esquivos y hacer que los demás los
persigan. Su frialdad sugiere una holgada seguridad, cuya cercanía es apasionante,
aunque en realidad podría no existir; el silencio de los coquetos fríos te hace querer hablar.
Su contención, su apariencia de no necesitar de otras personas, nos impulsa a hacer cosas
por ellos, ansiosos de la menor muestra de reconocimiento y favor. Quizá sea de locura
tratar con los coquetos fríos —nunca se comprometen mas tampoco dicen no, jamás
permiten la proximidad—, pero en la mayoría de los casos terminamos por volver a ellos,
adictos a la frialdad que proyectan. Recuerda: la seducción es un proceso de esconderse de
la gente, de hacer que quiera perseguirte y poseerte. Finge distancia y la gente se volverá
loca por obtener tu favor. Los seres humanos, como la naturaleza, aborrecemos el vacío, y
la distancia y silencio emocionales nos inducen a llenar el hueco con palabras y calidez
propias. A la manera de Warhol, aléjate y deja que los demás se peleen por ti.
Las mujeres [narcisistas] son las que más fascinan a los hombres. [...] El encanto de un niño
radica en gran medida en su narcisismo, su autosuficiencia e inaccesibilidad, lo mismo que
el de ciertos animales que parecen no interesarse en nosotros, como los gatos. [...] Es como si
envidiáramos su capacidad para preservar un ánimo dichoso, una posición invulnerable en
la libido que nosotros ya hemos abandonado.
—Sigmund Freud.
CLAVES DE PERSONALIDAD.
El egoísmo es una de las cualidades más aptas para inspirar amor.
NATHANIEL HAWTHORNE.
Según la sabiduría popular, los coquetos son embaucadores consumados, expertos en
incitar el deseo con una apariencia provocativa o una actitud tentadora. Pero la verdadera
esencia de los coquetos es de hecho su habilidad para atrapar emocionalmente a la gente, y
mantener a sus víctimas en sus garras mucho después de ese primer cosquilleo del deseo.
Esta aptitud los coloca en las filas de los seductores más efectivas. Su éxito podría parecer
extraño, ya que en esencia son criaturas frías y distantes; si alguna vez conocieras bien a
una de ellas, percibirás su fondo de indiferencia y amor a sí misma. Podría parecer lógico
que, habiéndote percatado de esta cualidad, adviertas las manipulaciones del coqueto y
pierdas interés, pero lo común es lo opuesto. Tras años de coqueterías de Josefina,
Napoleón sabía muy bien lo manipuladora que ella era. Pero este conquistador de
imperios, este cínico y escéptico, no podía dejarla.
Para comprender el peculiar poder del coqueto, primero debes entender una propiedad
crítica del amor y el deseo: entre más obviamente persigas a una persona, más probable es
que la ahuyentes. Demasiada atención puede ser interesante un rato, pero pronto se vuelve
empalagosa, y al final es claustrofóbica y alarmante. Indica debilidad y necesidad, una
combinación poco seductora. Muy a menudo cometemos este error, pensando que nuestra
persistente presencia es tranquilizadora. Pero los coquetos poseen un conocimiento
inherente de esta dinámica. Maestros del repliegue selectivo, insinúan frialdad,
ausentándose a veces para mantener a su víctima fuera de balance, sorprendida, intrigada.
Sus repliegues los vuelven misteriosos, y los engrandecemos en nuestra imaginación. (La
familiaridad, por el contrario, socava lo que imaginamos.) Un poco de distancia
compromete más las emociones; en vez de enojamos, nos hace inseguras. Quizá a en
realidad no le gastemos a esa persona, a lo mejor hemos perdido su interés. Una vez que
nuestra vanidad está en juego, sucumbimos a el coqueto sólo para demostrar que aún
somos deseables. Recuerda: la esencia del coqueto no radica en el señuelo y la tentación,
sino en la posterior marcha atrás, la reticencia emocional. Esta es la clave del deseo
esclavizador.
Para adoptar el poder del coqueto, debes comprender otra cualidad: el narcicismo.
Sigmund Freud caracterizó a la "mujer narcisista" ¿ (obsesionada con su apariencia)
como el tipo con mayor efecto sobre los hombres. De niños, explica Freud, pasamos por
una fase narcisista sumamente placentera. Felizmente reservados e introvertidos, tenemos
poca necesidad física de otras personas. Luego, poco a poco socializamos, y se nos enseña
a prestar atención a los demás, aunque ' en secreto añoramos esos dichosos primeros días.
La mujer narcisista le recuerda a un hombre ese periodo, y le causa envidia El contacto
con ella podría restaurar tal sensación de introversión.
La independencia de la coqueta también desafía a un hombre: él quiere ser quien la vuelva
dependiente, reventar su burbuja. Es mucho más probable, no obstante, que él termine
siendo su esclavo, al concederle incesante atención a fin de conseguir su amor, y fracasar
en esto. Porque la mujer narcisista no tiene necesidades emocionales; es autosuficiente. Y
esto es asombrosamente seductor. La autoestima es decisiva en la seducción. (Tu actitud
contigo mismo es percibida por la otra persona en formas sutiles e inconscientes.) Una
autoestima baja repele, la seguridad y autosuficiencia atraen. Cuanto menos parezcas
necesitar de los demás, es más probable que se sientan atraídos hacia ti. Comprende la
importancia de esto en todas las relaciones y descubrirás que tu necesidad es más fácil de
suprimir. Pero no confundas ensimismamiento con narcisismo seductor. Hablar de ti sin
parar es eminentemente antiseductor, ya que no revela autosuficiencia, sino inseguridad.
La coquetería se atribuye por tradición a las mujeres, y ciertamente esta estrategia fue
durante siglos una de las pocas armas que ellas tenían para atraer y someter el deseo de un
hombre. Uno de los ardides de la coqueta es el retiro de favores sexuales, truco que las
mujeres han usado a todo lo largo de la historia: la gran cortesana francesa del siglo XVII
Ninon de l'Enclos fue deseada por todos los hombres eminentes de Francia, pero no
alcanzó auténtico poder hasta que dejó en claro que ya no se acostaría con un hombre por
obligación. Esto desesperó a sus admiradores, condición que ella agudizaba otorgando
temporalmente sus favores a un hombre, dándole acceso a su cuerpo por unos meses y
devolviéndolo después a la partida de los insatisfechos. La reina Isabel 1 de Inglaterra
llevó la coquetería al extremo, despertando deliberadamente los deseos de sus cortesanos,
pero sin acostarse con ninguno.
Por mucho tiempo instrumento de poder social de las mujeres, la coquetería fue poco a
poco adaptada por los hombres, en particular los grandes seductores de los siglos XVII y
XVIII, quienes envidiaron ese poder femenino. Un seductor del siglo XVII, el duque de
Lauzun, era un maestro para excitar a una mujer, y mostrarse distante después. Las
mujeres se volvían locas por él. Hoy la coquetería no tiene género. En un mundo que
desalienta la confrontación directa, el señuelo, la frialdad y el distanciamiento selectivo son
una forma de poder indirecto que oculta con brillantez su agresividad.
Ante todo, el coqueto debe poder excitar al objeto de su atención. La atracción puede ser
sexual, o la añagaza de la celebridad, sea lo que ésta implique. Al mismo tiempo, el coqueto
emite señales contradictorias que estimulan respuestas contradictorias, hundiendo a la
víctima en la confusión. La protagonista epónima de la novela francesa de Marivaux del
siglo XVlll Metriana es la coqueta consumada. Para ir a la iglesia se viste con buen gusto,
pero se deja el cabello un tanto desaliñado. En plena ceremonia, parece advertir su
descuido y empieza a remediarlo, mostrando su brazo desnudo al hacerlo; esto no era para
ser visto en una iglesia en el siglo xviii, y los ojos de todos los hombres se clavan en ella en
ese instante. La tensión es mucho más intensa que si ella; estuviese afuera, o se hallara
ordinariamente vestida. Recuerda: el flirteo obvio revelará con demasiada claridad tus
intenciones. Es mejor que seas ambiguo, e incluso contradictorio, frustrando al mismo
tiempo que estimulas.
El gran líder espiritual Jiddu Krishnamurti era un coqueto involuntario. Venerado por los
teósofos como "maestro universal", Krishnamurti también era un dandy. Le gustaba la
ropa elegante y era muy apuesto. Al mismo tiempo, practicaba el celibato, y tenía horror a
que lo tocaran. En 1929 escandalizó a los teósofos del mundo entero al proclamar que no
era dios ni gurú y que no quería seguidores. Esto no hizo más que incrementar su encanto:
las mujeres se enamoraron de él en gran número, y sus consejeros se volvieron más
devotos aún. Física y psicológicamente, Krishnamurti emitía señales contradictorias.
Mientras que predicaba un amor y aceptación generalizados, en su vida personal apartaba
a la gente. Su atractivo y obsesión por su apariencia quizá le hayan merecido atención,
pero por sí mismos no habrían hecho que las mujeres se enamoraran de él; sus lecciones
de celibato y virtud espiritual le habrían producido discípulos, mas no amor físico. La
combinación de estos rasgos, sin embargo, atraía y frustraba a la gente, dinámica de la
coquetería que engendraba apego emocional y físico a un hombre que rehuía esas cosas.
Su apartamiento del mundo no tenía otro efecto que acrecentar la devoción de sus
seguidores.
La coquetería depende del desarrollo de una pauta para mantener confundida a la otra
persona. Esta estrategia es muy eficaz. Al experimentar un placer una vez, anhelamos
repetirlo; así, el coqueto nos brinda placer, pero luego lo retira. La alternancia de calor y
frío es la pauta más común, y tiene diversas variaciones. La coqueta china del siglo VIII
Yang Kuei-Fei esclavizó por completo al emperador Ming Huang con una pauta de
bondad y severidad: habiéndolo hechizado con su bondad, de pronto se enojaba, y lo
censuraba duramente por el menor error. Incapaz de vivir sin el placer que ella le daba, el
emperador ponía de cabeza a la corte para complacerla cuando ella se enojaba o alteraba.
Sus lágrimas tenían un efecto similar: ¿qué había hecho él, por qué ella estaba tan triste?
Al cabo se arruinó, y con él a su reino, por tratar de hacerla feliz. Lágrimas, enfado y
culpa son todas ellas armas del coqueto. Una dinámica similar aparece en las riñas de los
amantes: cuando una pareja pelea y luego se reconcilia, la dicha de la reconciliación no
hace sino intensificar el afecto. Cualquier tipo de tristeza es seductora también, en
particular si parece profunda, y aun espiritual, antes que menesterosa o patética: hace que
la gente se acerque a ti.
Los coquetos nunca se ponen celosos: esto atentaría contra su imagen de fundamental
autosuficiencia. Pero son expertos en causar celos: al poner atención en un tercero,
creando así un triángulo de deseo, indican a sus víctimas que quizá ya no estén tan
interesados en ellas. Esta triangulación es extremadamente seductora, en contextos
sociales tanto como eróticos. Intrigado por el narcisismo de las mujeres, el propio Freud lo
poseía, y su retraimiento volvía locos a sus discípulos. (Incluso dieron nombre a esto:
"complejo de dios".) Comportándose como una especie de mesías, demasiado excelso para
emociones triviales, Freud siempre guardó distancia de sus alumnos, a quienes apenas si
invitaba a cenar, por ejemplo, y ante quienes envolvía su vida privada en el misterio. Sin
embargo, a veces elegía un acólito en quien confiarse: Cari Jung, Otto Rank, Lou
Andreas-Salomé. El resultado era que sus discípulos enloquecían tratando de obtener su
favor, de ser los elegidos. Sus celos cuando él favorecía de repente a uno no hacían sino
aumentar el poder de Freud sobre ellos. Las inseguridades naturales de la gente se
acentúan en condiciones grupales; al guardar distancia, los coquetos dan origen a una
competencia por su predilección. Si la habilidad de usar a terceros para poner celosos a los
objetivos es una aptitud crucial de la seducción, Sigmund Freud fue un gran coqueto.
Todas las tácticas del coqueto han sido adaptadas por los líderes políticos para enamorar
al pueblo. Mientras emocionan a las masas, estos líderes preservan una indiferencia
interna, lo que les permite mantener el control. Incluso, el científico político Roberto Michels
ha llamado a esos políticos "coquetos fríos". Napoleón se hacía el coqueto con los
franceses: luego de que los grandes éxitos de la campaña en Italia lo convirtieron en un
héroe amado, dejó Francia para conquistar Egipto, en conocimiento de que, en su
ausencia, el gobierno caería, la gente ansiaría su retorno y este amor serviría de base al
engrandecimiento de su poder. Tras encender a las masas con un discurso vehemente, Mao
Tse-Tung desaparecía mucho tiempo, para volverse objeto de culto. Pero nadie era más
coqueto que el líder yugoslavo Josip Broz, Tito, quien alternaba entre la distancia y la
identificación emocional con su pueblo. Todos estos líderes políticos eran narcisistas
empedernidos. En tiempos difíciles, cuando la gente se siente insegura, el efecto de tal
coquetería política resulta aún más eficaz. Conviene señalar que la coquetería es
extremadamente efectiva en un grupo, pues estimula celos, amor e intensa devoción. Si
adoptas este papel con un grupo, recuerda mantener distancia emocional y física. Esto te
permitirá llorar y reír a voluntad, y proyectar autosuficiencia; y con tal desapego, podrás
jugar con las emociones de la gente como si tocaras un piano.
Símbolo. La sombra. Es inasible. Persigue tu sombra y huirá; dale la espalda y te seguirá. Es
también el lado oscuro de una persona, lo que la vuelve misteriosa. Habiéndonos dado
placer, la sombra de su ausencia nos hace ansiar su regreso, como las nubes él sol.
PELIGROS.
Los coquetos enfrentan un peligro obvio: juegan con emociones explosivas. Cada vez que
el péndulo oscila, el amor cambia a odio. Así, ellos deben orquestar todo con sumo
cuidado. Sus ausencias no pueden ser muy largas, su enojo deben ser seguido pronto con
sonrisas. Los coquetos pueden mantener atrapadas emocionalmente a sus víctimas mucho
tiempo, pero al paso de meses o años esta dinámica podría resultar tediosa. Jiang Qing,
después conocida como Madame Mao, se sirvió de la coquetería para conquistar el
corazón de Mao Tse-Tung; pero diez años más tarde, las peleas, lágrimas y frialdad se
habían vuelto irritantes, y la irritación más fuerte que el amor, de modo que Mao tomó
distancia. Josefina, más admirable coqueta, podía hacer ajustes, y pasar un año entero sin
portarse esquiva ni distante con Napoleón. ¡Todo se reduce a saber elegir el momento
oportuno. Por otra parte, el coqueto incita emociones muy fuertes, y los rompimientos
suelen ser temporales. El coqueto causa adicción: tras el fracaso del plan social de Mao
llamado el Gran Salto Adelante, Madame Mao pudo
restablecer su poder sobre su devastado marido. El coqueto frío puede incitar un odio
particularmente profundo. Valerie Solanas fue una joven que cayó bajo el hechizo de Andy
Warhol. Había escrito una obra de teatro que lo divirtió, y tuvo la impresión de que él
podía llevarla a la pantalla. Se imaginó convertida en celebridad. También se involucró en
el movimiento feminista, y cuando en junio de 1968 se dio cuenta de que Warhol jugaba
con ella, dirigió contra él su creciente ira contra los hombres y le disparó tres veces, con lo
que estuvo a punto de matarlo. Los coquetos fríos pueden estimular sentimientos antes
intelectuales que eróticos, menos pasión que fascinación. El odio que pueden suscitar es
aún más insidioso y arriesgado, porque no tiene como contrapeso un amor profundo. Así,
deben comprender los límites del juego, y los perturbadores efectos que ellos pueden tener
en personas poco estables.

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