domingo, 16 de octubre de 2011

20. Combina el placer y el dolor.


El error más grande en la seducción es ser demasiado comedido. Tu amabilidad quizá sea encantadora al
principio, pero pronto se volverá monótona; te esmeras mucho en complacer, y pareces inseguro. En vez de
agobiar a tus blancos con tu decencia, prueba infligirles algo de dolor. Atráelos con una atención
concentrada, y luego cambia de dirección, pareciendo indiferente de pronto. Hazlos sentir culpables e
inseguros. Instiga incluso un rompimiento, sometiéndolos a un vacío y dolor que te den margen para
maniobrar; después, una reconciliación, una disculpa, él retorno a tu amabilidad de antes, hará que les
tiemblen las piernas. Cuanto más bajo llegues, más alto ascenderás. Para aumentar la carga erótica, crea
la excitación del temor.
LA MONTANA RUSA EMOCIONAL.
Una calurosa tarde de verano de 1894, don Mateo Díaz, residente de Sevilla de treinta y
ocho años de edad, decidió visitar una fábrica local de tabaco. Gracias a sus relaciones,
a don Mateo se le permitía recorrer el sitio, pero su interés no estaba en el aspecto
mercantil. A don Mateo le gustaban las jóvenes, y cientos de ellas trabajaban en la
fábrica. Justo como esperaba, ese día muchas se hallaban en estado de semidesnudez,
por el calor: ¡vaya espectáculo! El disfrutó de la vista un rato, pero el ruido y la
temperatura le afectaron pronto. De pronto, mientras se dirigía a la puerta, una obrera
de no más de dieciséis años lo llamó: "¡Caballero, si me da una moneda le cantaré una
cancioncita!".
El nombre de la chica era Conchita Pérez, y parecía joven e inocente, de hecho
hermosa, con una chispa en la mirada que sugería gusto por la aventura. La presa
perfecta. Don Mateo escuchó su canción (que parecía vagamente sugestiva), le arrojó
una moneda que equivalía al salario de un mes, se levantó el sombrero y se marchó.
Nunca era bueno excederse tan de prisa. Mientras caminaba por la calle, tramaba cómo
atraer a la muchacha a una aventura. De repente sintió una mano en su brazo, y al
volverse la vio caminando a su lado. Hacía demasiado calor para trabajar, ¿sería él tan
amable de acompañarla a su casa? ¡Claro! "¿Tienes novio?", preguntó don Mateo. "No",
respondió ella. "Soy mocita."
Conchita vivía con su madre en una parte ruinosa de la ciudad. Don Mateo
intercambió cortesías, deslizó a la madre algo de dinero (sabía por experiencia lo
importante que era tener contenta a la madre) y se fue. Consideró esperar unos días,
pero estaba impaciente, y volvió a la siguiente mañana. La madre estaba fuera.
Conchita y él reanudaron sus juguetonas bromas del día anterior, y para su sorpresa
ella se sentó de pronto en sus rodillas, le echó los brazos al cuello y lo besó.
Desbaratada su estrategia, él la abrazó y le devolvió el beso. Ella se levantó de un salto,
destellantes los ojos de cólera: "Usted juega conmigo", le dijo, "me usa para saciar sus
deseos". Don Mateo negó tener tales intenciones, y se disculpó por haber llegado tan
lejos. Cuando se marchó, se sentía confundido: ella había comenzado todo; ¿por qué
debía sentirse culpable? Y, sin embargo, así era.
Las jóvenes pueden ser demasiado impredecibles; es mejor ablandarlas poco a poco.
En los días siguientes, don Mateo fue el caballero perfecto. Hacía visitas a diario,
colmando a madre e hija de regalos, y no hacía insinuaciones, al menos no al principio.
La condenada muchacha le tomó tanta confianza que se vestía frente a él, o lo recibía
en camisón. Esos atisbos de su cuerpo lo volvían loco, y a veces intentaba robarle un
beso o una caricia, sólo para que ella lo rechazara y reprendiera. Pasaron semanas; él
había demostrado claramente que lo suyo no era un capricho pasajero. Cansado del
interminable cortejo, un día llevó aparte a la madre de Conchita y le propuso ponerle
casa a su hija. La trataría como reina; ella tendría todo lo que quisiera. (Igual que la
madre, por supuesto.) Sin duda su propuesta satisfaría a las dos. Pero al día siguiente
llegó una nota de Conchita, en la que no expresaba gratitud, sino recriminación: don
Mateo pretendía comprar su amor. "Jamás volverá usted a verme", concluyó. El salió
corriendo a su casa, sólo para descubrir que las mujeres se habían mudado esa misma
mañana, sin dejar dicho adonde iban.
Don Mateo se sintió terrible. Sí, se había portado como un grosero. La siguiente vez
esperaría meses, o años de ser necesario, antes de ser tan arrojado. Sin embargo, pronto
lo asaltó otra idea: jamás volvería a ver a Conchita. Sólo entonces se dio cuenta de lo
mucho que la quería.
Pasó el invierno, el peor en la vida de Mateo. Un día de primavera iba por la calle
cuando oyó que alguien lo llamaba por su nombre. Volteó; Conchita estaba parada en
una ventana abierta, radiante de emoción. Se inclinó hacia él y él besó su mano, fuera
de sí de alegría. ¿Por qué ella había desaparecido tan repentinamente? Todo había
sucedido tan rápido, contestó ella. Había tenido miedo: de las intenciones de él, y de
sus propios sentimientos. Pero al verlo otra vez, estaba segura de que lo amaba. Sí,
estaba dispuesta a ser su querida. Se lo demostraría, iría a buscarlo. La separación los
había cambiado a ambos, pensó él.
Noches después, según lo prometido, Conchita apareció en su casa. Se besaron y
empezaron a desvestirse. Él quería saborear cada minuto, avanzar poco a poco, pero se
sentía como un toro encerrado al que finalmente se suelta. La siguió a la cama, las
manos sobre ella. Empezó a quitarle la ropa interior, pero estaba atada en forma muy
complicada. Al final tuvo que sentarse y echar un ojo: Conchita llevaba puesto un
elaborado artilugio de lona, de una especie que él nunca había visto. Por más que tiró y
jaló, aquello no salía. Sintió ganas de golpearla, así de consternado se sentía, pero, en
cambio, comenzó a llorar. Ella explicó: quería hacer de todo con él, pero permanecer
"mocita". Aquélla era su protección. Exasperado, él la despachó a su casa.
Durante las semanas siguientes, don Mateo se puso a reconsiderar su opinión de
Conchita. La veía coquetear con otros hombres, y bailar sugestivos flamencos en un
bar: ella no era ninguna "mocita", decidió; jugaba con él por dinero. Pero no podía
dejarla. Otro hombre ocuparía su lugar: una idea insoportable. Ella lo invitaba a pasar
la noche en su cama, mientras prometiera no forzarla; y luego, como para torturarlo
más allá de la razón, se metía a la cama desnuda (supuestamente a causa del calor). El
aguantaba todo esto alegando que ningún otro hombre gozaba de tales privilegios.
Pero una noche, en el límite ya de la frustración, explotó de ira y puso un ultimátum:
"O me das lo que quiero o no me volverás a ver". De repente, Conchita se echó a llorar.
El nunca la había visto así, y le conmovió. También ella estaba cansada de todo eso,
dijo, temblándole la voz; si no era aún demasiado tarde, estaba dispuesta a aceptar la
proposición que alguna vez había rechazado. Que él le pusiera casa, y ya vería lo
ferviente que sería como querida.
Don Mateo no perdió tiempo. Le compró una villa, y le dio mucho dinero para
decorarla. Ocho días después la casa estaba lista. Ella lo recibiría ahí a medianoche.
¡Qué dichas le aguardaban!
Don Mateo se presentó a la hora prevista. La reja del patio estaba cerrada. Tocó la
campana. Conchita apareció al otro lado de la puerta. "Béseme las manos", le dijo por
entre los barrotes. "Ahora bese la orla de mi falda, y la punta de mi pie en la pantufla."
El hizo lo que ella pedía. "Está bien", dijo. "Ahora puede irse." La con-mocionada
expresión de don Mateo sólo la hizo reír. Ella lo ridiculizaba, e hizo una confesión: él le
daba asco. Con una villa a su nombre, por fin se había deshecho de él. Llamó, y un
muchacho emergió de las sombras del patio. Mientras don Mateo veía, demasiado
asombrado para moverse, ellos se pusieron a hacer el amor en el piso, justo frente a sus
ojos.
A la mañana siguiente Conchita apareció en la casa de don Mateo, supuestamente para
ver si él se había suicidado. Para su sorpresa, no lo había hecho; en realidad, él la
abofeteó tan fuerte que ella cayó al suelo. "¡Conchita", le dijo, "me has hecho sufrir más
allá de toda fuerza humana! Has inventado torturas morales para probarlas con el
único hombre que te amaba con pasión. ¡Ahora te poseeré por la fuerza!" Conchita
gritó que nunca sería suya, pero él la golpeaba una y otra vez. Por fin, conmovido por
sus lágrimas, don Mateo se detuvo. Entonces, ella lo miró con cariño. "Olvide el
pasado", le dijo, "olvide todo lo que le hice." Una vez que él le había pegado, que ella
podía ver su dolor, Conchita supo que la amaba de verdad. Aún era "mocita"; el amor
con el joven la noche anterior había sido puro espectáculo, y terminó tan pronto como
don Mateo se fue, así que ella seguía perteneciéndole. "No me tomará usted por la
fuerza. ¡Mis brazos le esperan!" Al fin ella era sincera. Para su supremo deleite, él
comprobó que, en efecto, Conchita seguía siendo virgen.
Interpretación. Don Mateo y Conchita Pérez son los protagonistas de la novela corta La
mujer y el pelele, de Pierre Louys, publicada en 1896. Basada en una historia verídica —
el episodio de "Miss Charpillon" de las Memorias de Casanova—, esta obra ha servido
de base para dos películas: El diablo es una mujer, de Josef von Stemberg, con Marlene
Dietrich, y Ese oscuro objeto del deseo, de Luis Buñuel. En la historia de Louys, Conchita
toma a un viejo orgulloso y agresivo, y en el espacio de unos meses lo convierte en un
vil esclavo. Su método es simple: estimular todas las emociones posibles, incluidas
fuertes dosis de dolor. Conchita excita su lujuria, y luego lo hace sentir innoble por
aprovecharse de ella. Lo induce a comportarse como su protector, y después hace que
se sienta culpable por intentar comprarla. La súbita desaparición de ella lo angustia —
la ha perdido—; así que cuando Conchita reaparece (nunca por accidente), él siente
inmensa dicha, que, sin embargo, ella convierte rápidamente en lágrimas. Celos y
humillación preceden entonces al momento final, cuando ella le brinda su virginidad.
(Aun después de esto, según la trama, ella encuentra maneras de seguir
atormentándolo.) Cada descenso que ella inspira —culpa, desesperación, celos, vacío—
da lugar a un ascenso más pronunciado. El se vuelve adicto, atrapado en la alternancia
de ataque y retirada.
Tu seducción nunca debe seguir un simple curso ascendente hacia el placer y la
armonía. El climax llegará demasiado pronto, y el placer será débil. Lo que nos hace
apreciar algo intensamente es el sufrimiento previo. Un roce con la muerte nos hace
enamorarnos de la vida; un largo viaje vuelve mucho más placentero el regreso a casa.
Tu tarea es producir momentos de tristeza, desesperación y angustia, para crear la
tensión que permita una gran liberación. No te preocupes si haces enojar a la gente; el
enojo es señal infalible de que la tienes en tus garras. Ni temas que, si te haces el difícil,
la gente huirá; sólo abandonamos a quienes nos aburren. El viaje al que llevas a tus
víctimas puede ser tortuoso, pero nunca insípido. A toda costa, manten emocionados y
en vilo a tus objetivos. Genera suficientes altas y bajas y borrarás los últimos vestigios
de su fuerza de voluntad.
DUREZA Y SUAVIDAD.
En 1972, Henry Kissinger, entonces asistente para asuntos de seguridad nacional del
presidente estadunidense Richard Nixon, recibió la petición de una entrevista por parte
de la famosa periodista italiana Oriana Fallad. Kissinger rara vez concedía entrevistas;
no tenía control sobre el resultado final, y era un hombre que necesitaba controlarlo
todo. Pero había leído la entrevista de Fallaci a un general norvietnamita, y la
experiencia había sido instructiva. Ella estaba muy bien informada sobre la guerra de
Vietnam; quizá él podría obtener por su parte alguna información, sacarle algo.
Decidió exigir un encuentro previo, una reunión preliminar. Interrogaría a Fallaci sobre
diversos temas; si ella pasaba la prueba, le concedería una entrevista en forma. Se
reunieron, y él quedó impresionado: ella era sumamente inteligente, y tenaz. Sería un
disfrutable reto mostrar ser más listo que ella y demostrar que él era más tenaz.
Accedió a una breve entrevista días más tarde.
Para molestia de Kissinger, Fallaci empezó la entrevista preguntándole si le
decepcionaba el lento paso de las negociaciones de paz con Vietnam del Norte. Él no
hablaría de esas negociaciones; lo había dejado en claro en la reunión preliminar. Pero
ella continuó en la misma línea de interrogatorio. El se enojó un poco. "Basta", dijo. "No
quiero hablar más de Vietnam." Aunque Fallaci no dejo el tema de inmediato, hizo
preguntas más amables: ¿qué sentía en lo personal por los líderes de Vietnam del Sur y
del Norte? Aun así, él esquivó el tema: "No soy el tipo de persona que se deje llevar por
sus emociones. Las emociones no sirven para nada". Ella pasó entonces a solemnes
temas filosóficos: la guerra, la paz. Lo elogió por su papel en el acercamiento con
China. Sin darse cuenta, Kissinger empezó a abrirse. Habló de la aflicción que sentía al
tratar con Vietnam, de los placeres de ejercer el poder. Entonces volvieron las
preguntas duras: ¿él era simplemente el lacayo de Nixon, como muchos sospechaban?
Ella iba de un lado a otro, alternando acoso y halago. El objetivo de Kissinger había
sido sacarle información sin revelar nada de sí mismo; al final, Fallaci no le dio nada,
mientras que él soltó varias opiniones embarazosas: su punto de vista sobre las mujeres
como juguetes, por ejemplo, y su creencia de que su popularidad se debía a que la
gente lo consideraba una especie de llanero solitario, el héroe que arregla las cosas solo.
Cuando la entrevista se publicó, Nvxorv, el jefe de Kissinger, se puso furioso.
En 1973, el sha de Irán, Mohammed Reza Pahlevi, concedió a Fallaci una entrevista. Él
sabía cómo tratar a la prensa: ser evasivo, hablar de generalidades, parecer firme pero
cortés. Este método le había funcionado miles de veces. Fallaci comenzó la entrevista
en un plano personal, preguntando qué se sentía ser rey, ser objeto de atentados, y por
qué el sha siempre parecía triste. El habló de los fardos de su puesto, el dolor y la
soledad que sentía. Parecía una especie de liberación poder referirse a sus problemas
profesionales. Mientras él contestaba, Fallaci dijo poco, y su silencio lo inducía a hablar
más. De pronto ella cambió de tema: él tenía dificultades con su segunda esposa. ¿Eso
le afectaba? Era un tema delicado, y Pahlevi se enojó. Intentó cambiar de tema, pero
Fallaci volvía una y otra vez a él. Para qué perder tiempo hablando de esposas y
mujeres, dijo él. Llegó al grado de criticar a las mujeres en general: su falta de
creatividad, su crueldad. Fallaci persistió: él tenía tendencias dictatoriales y su país
carecía de libertades elementales. Sus propios libros, dijo ella, estaban en la lista negra
de su gobierno. Al oír esto, el sha pareció un tanto desconcertado: quizá trataba con
una escritora subversiva. Pero después ella suavizó el tono de nuevo, y le preguntó
acerca de sus muchos logros. La pauta se repitió: en cuanto él se relajaba, ella atacaba
con una pregunta punzante; cuando se enconaba, ella bajaba el tono. Al igual que
Kissinger, el sha se descubrió abriéndose a pesar de sí mismo, y mencionando cosas
que después lamentaría, como su intención de subir el precio del petróleo. Cayó poco a
poco bajo el hechizo de Fallaci, e incluso empezó a flirtear con ella. "Aun si usted está
en la lista negra de mis autoridades", le dijo al final de la entrevista, "yo la pondré en la
lista blanca de mi corazón."
Interpretación. La mayoría de las entrevistas de Fallaci eran con líderes poderosos,
hombres y mujeres con una abrumadora necesidad de controlar la situación, de no
revelar nada incómodo. Esto la ponia en conflicto con sus sujetos, pues lograr que se
abrieran —se emocionaran, dejaran el control— era justo lo que ella quería. El método
clásico de seducción de encanto y halago no la habría llevado a ninguna parte con esas
personas; ellas habrían adivinado sus intenciones de inmediato. En cambio, Fallaci
hacía presa de sus emociones, alternando dureza y suavidad. Hacía una pregunta cruel
que tocaba las inseguridades más profundas del sujeto, el cual se ponía emotivo y a la
defensiva; pero en el fondo lo incitaba algo más: el deseo de demostrar a Fallaci que no
merecía sus críticas implícitas. Inconscientemente, él deseaba complacerla, agradarle.
Cuando ella cambiaba de tono, con lo que lo elogiaba en forma indirecta, él sentía que
la conquistaba, lo cual lo motivaba a abrirse. Sin darse cuenta, daba rienda suelta a sus
emociones.
En situaciones sociales, todos usamos máscaras, y mantenemos nuestras defensas.
Después de todo, es incómodo revelar los verdaderos sentimientos personales. Como
seductor, debes hallar la manera de bajar esas resistencias. El método de halagos y
atenciones del encantador puede ser eficaz en este caso, en particular con los inseguras,
pero podría tardar meses en dar resultado, y también ser contraproducente. Para
obtener rápidos efectos, y abordar a personas inaccesibles, suele ser mejor alternar
dureza y suavidad. Al ser duro, generas tensiones internas; tus objetivos podrían
molestarse contigo, pero también ellos se hacen preguntas. ¿Qué han hecho para
merecer tu disgusto? Cuando más tarde te muestras suave, se sienten aliviados,
aunque también preocupados de volver a enfadarte en cualquier momento. Haz uso de
esta pauta para tener en suspenso a tus blancos: temerosos de tu dureza y ansiosos de
mantenerte suave. Tu suavidad y dureza deben ser sutiles; las pullas y cumplidos
indirectos son los ideales. Juega al psicoanalista: haz comentarios desdeñosos sobre sus
motivos inconscientes (sólo estás diciendo la verdad), y luego ponte cómodo y escucha.
Tu silencio los inducirá a hacer admisiones embarazosas. Aligera tus juicios con elogios
ocasionales y ellos se esmerarán en complacerte, como perros.
El amor es una flor costosa, pero se debe tener el deseo de arrancarla del borde de un
precipicio.
—Stendhal.
CLAVES PARA LA SEDUCCIÓN.
Casi todos somos más o menos corteses. Aprendemos pronto a no decir a la gente lo
que en verdad pensamos de ella; sonreímos ante sus bromas, nos fingimos interesados
en sus historias y problemas. Esta es la única manera de vivir con ella. Con el tiempo
ésto se vuelve hábito; somos amables, aun cuando no sea realmente necesario.
Tratamos de complacer a los demás, de no ofenderlos, para evitar desacuerdos y
conflictos.
Pero aunque en un principio ser amable en la seducción podría atraerte a alguien
(porque la cordialidad es tranquilizadora y reconfortante), eso pierde pronto todo su
efecto. Ser demasiado amable puede alejar literalmente al objetivo de ti. La sensación
erótica depende de la creación de tensión. Sin tensión, sin ansiedad y suspenso, no
puede haber liberación, verdadero placer y satisfacción. Es tu deber crear esa tensión
en el objetivo, estimular sensaciones de ansiedad, llevarlo de un lado a otro, para que la
culminación de la seducción tenga peso e intensidad reales. Por tanto, abandona tu feo
hábito de evitar el conflicto, lo que en todo caso es poco natural. Demasiado a menudo
eres amable no por bondad interior, sino por temor a no complacer, por inseguridad.
Rebasa ese temor y de súbito tendrás opciones: la libertad de causar dolor, y luego de
disolverlo mágicamente. Tus facultades de seducción se multiplicarán por diez.
La gente se molestará por tus actos hirientes menos de lo que podrías imaginar. En el
mundo actual, solemos sentir ansia de experiencia. Imploramos emociones, aun si son
negativas. El dolor que provocas a tus objetivos, entonces, es vigorizante: los hace
sentir más vivos. Tienen algo de qué quejarse, pueden hacerse las víctimas. En
consecuencia, una vez que hayas convertido el dolor en placer, ellos te perdonarán.
Provócales celos, hazlos sentir inseguros, y la ratificación que darás después a su ego
prefiriéndolos sobre sus rivales será doblemente deliciosa. Recuerda: tienes más que
temer del hecho de aburrir a tus blancos que de sacudirlos. Lastimar a la gente la une
más a ti que la bondad. Crea tensión para que puedas liberarla. Si necesitas inspiración,
busca la parte del objetivo que más te irrita y úsala como trampolín para un conflicto
terapéutico. Entre más real, más efectiva será tu crueldad.
En 1818, el escritor francés Stendhal, quien vivía entonces en Milán, conoció a la
condesa Metilda Viscontini. Para él fue amor a primera vista. Ella era una mujer
orgullosa y un tanto difícil, e intimido a Stendhal, quien temía terriblemente
disgustarla con un comentario tonto o un acto indigno. Un día él no pudo más, tomó
su mano y le confesó su amor. Horrorizada, la condesa le exigió retirarse y no volver
nunca.
Stendhal saturó de cartas a Metilda, rogándole que lo perdonara. Al final, ella cedió:
volvería a recibirlo, pero con una condición: sólo podría visitarla cada dos semanas, no
más de una hora y en presencia de alguien más. Stendhal aceptó; no tenía otra opción.
Vivía entonces para esas breves visitas quincenales, las cuales eran ocasión de intensa
ansiedad y temor, pues no podía saber si ella cambiaría de opinión y lo echaría para
siempre. Esto continuó así más de dos años, durante los cuales la condesa nunca
mostró la menor señal de favor. Stendhal no supo jamás por qué ella había insistido en
ese acuerdo; quizá quería jugar con él, o mantenerlo a distancia. Lo único que sabía era
que su amor por ella no hacía sino aumentar, se volvía insoportablemente intenso,
hasta que finalmente él tuvo que marcharse de Milán.
Para superar esta triste relación, Stendhal escribió su famoso libro Del amor, en el que
describió el efecto del temor sobre el deseo. Primero, si temes al ser amado, jamás
podrás acercarte o familiarizar demasiado con él. El amado preserva así un elemento
de misterio, que sólo intensifica tu amor. Segundo, hay algo tonificante en el temor. Te
hace vibrar de sensaciones, agudiza tu conciencia, es impetuosamente erótico. Según
Stendhal, cuanto más te aproxime el ser amado al borde del precipicio, a la sensación
de que puede abandonarte, más mareado y perdido estarás. Enamorarte significa
literalmente caer: perder el control, una mezcla de temor y excitación.
Aplica este principio al revés: nunca permitas que tus blancos se sientan demasiado a
gusto contigo. Deben sentir temor y ansiedad. Muéstrales un poco de frialdad, un brote
de enojo que no se esperaban. Sé irracional de ser necesario. Y en todo tiempo está la
carta maestra: el rompimiento. Haz que sientan que te han perdido para siempre, que
teman haber perdido el poder de encantarte. Deja que esas sensaciones se asienten en
ellos un rato, y luego retíralos del precipicio. La reconciliación será intensa.
En 33 a.C, llegó a Marco Antonio el rumor de que Cleopatra, su amante de varios años,
había decidido seducir a su rival, Octavio, y que planeaba envenenarlo a él. Cleopatra
ya había envenenado a otras personas; de hecho, era experta en este arte. Marco
Antonio se puso como paranoico, y por fin un día la enfrentó. Cleopatra no alegó
inocencia. Sí, era verdad, ella bien podía envenenarlo en cualquier momento; no había
precaución que él pudiese tomar. Sólo el amor que ella sentía por él podía protegerlo.
Para demostrarlo, tomó unas flores y las arrojó a la copa de vino de Marco Antonio. El
vaciló, pero luego se llevó la copa a los labios; Cleopatra lo tomó del brazo y lo detuvo.
Hizo llevar a un prisionero para que tomara el vino, y el reo cayó muerto. Echándose a
los pies de Cleopatra, Marco Antonio dijo amarla más que nunca. No habló así por
cobardía: no había hombre más valiente que él; y si Cleopatra había podido
envenenarlo, él por su parte habría podido dejarla y volver a Roma. No, lo que lo
desplomó fue la sensación de que ella tenía control sobre sus emociones, sobre la vida
y la muerte. El era su esclavo. La demostración de poder de ella sobre él fue no sólo
efectiva, sino también erótica.
Como Marco Antonio, también muchos de nosotros, sin darnos cuenta, tenemos deseos
masoquistas. Hace falta que alguien nos inflija un poco de dolor para que esos deseos
hondamente reprimidos salgan a la superficie. Aprende a reconocer a los diversos tipos
de masoquistas encubiertas que existen, porque cada cual disfruta de diferente clase de
dolor. Por ejemplo, hay personas que no creen merecer nada bueno en la vida, y que,
incapaces de aceptar el éxito, se sabotean sin cesar. Sé amable con ellas, admite
admirarlas, y se sentirán incómodas, porque no creen poder estar a la altura de la
figura ideal con que evidentemente las asocias. Estos autosaboteadores se sienten
mejor con un poco de castigo; regáñalos, hazles saber sus deficiencias. Creen merecer
esas críticas; y cuando éstas se presentan, les procuran una sensación de alivio.
También es fácil hacer sentir culpables a estas personas, experiencia que en el fondo
disfrutan.
Para otros individuos, las responsabilidades y deberes de la vida moderna son una
pesada carga, y quieren renunciar a todo. Estos individuos suelen buscar alguien o
algo que adorar: una causa, una religión, un gurú. Haz que te adoren a ti. Luego están
las personas que gustan de hacerse las mártires. Reconócelas por la dicha que les da
quejarse, sentirse rectas y equivocadamente juzgadas; luego, dales una razón para
lamentarse. Recuerda: las apariencias engañan. Con frecuencia, las personas que
parecen más fuertes —los Kissingers y don Mateos— desean en secreto ser castigadas.
En todo caso, sigue al dolor con placer y crearás un estado de dependencia que durará
mucho tiempo.
Símbolo. El precipicio. Al borde de un risco, la gente suele sentirse
aturdida: temerosa y mareada. Por un momento puede
imaginar que cae de cabeza. Al mismo tiempo, una
parte de ella se ve tentada a eso. Acerca
lo más posible a tus objetivos al
borde, y luego retíralos. No
hay emoción sin
temor.
REVERSO.
La gente que acaba de experimentar mucho dolor o una pérdida, huirá de ti si tratas de
infligirle más. Ya tiene suficiente. Mejor rodea de placer a este tipo de personas: eso las
pondrá bajo tu hechizó. La técnica de infligir dolor es indicada para quienes viven
tranquilos, tienen poder y pocos problemas. Las personas con una vida cómoda
podrían experimentar una corrosiva sensación de culpa, como si se hubieran salido con
la suya en algo. Quizá no lo sepan conscientemente, pero en secreto ansían cierto
castigo, una buena paliza mental, algo que las devuelva a la tierra.
Asimismo, recuerda no usar demasiado pronto la táctica de placer mediante dolor.
Algunos de los mayores seductores de la historia —Byron, Jiang Qing (Madame Mao),
Picasso— han tenido una vena sádica, la capacidad de infligir tortura mental. Si sus
víctimas hubieran sabido en la que se metían, habrían salido huyendo. En verdad, la
mayoría de esos seductoras atrajeron a su red a sus objetivos aparentando ser dechados
de dulzura y afecto. Incluso Byron parecía al principio un ángel, así que una mujer se
sentía tentada a dudar de su reputación diabólica; duda seductora, porque le permitía
imaginarse como la única que en verdad lo comprendía. La crueldad de él aparecía
después, pero para entonces ya era demasiado tarde. Las emociones de la víctima
estaban comprometidas, y la dureza de Byron no hacía más que intensificar los
sentimientos de ella.
En un principio, entonces, usa la máscara del cordero, haciendo del placer y la atención
tu anzuelo. Primero emociona a tus víctimas, y luego llévalas a una travesía salvaje.

19. Usa señuelos espirituales.


Todos Uñemos dudas e inseguridades, sobre nuestro cuerpo, autoestima, sexualidad. Si tu seducción
apela exclusivamente a lo físico, atizarás esas dudas y cohibirás a tus objetivos. Líbralos en cambio de
sus inseguridades dirigiendo su atención a algo sublime y espiritual: una experiencia religiosa, una
eminente obra de arte, él ocultismo. Exagera tus cualidades divinas; adopta un aire de insatisfacción con
las cosas materiales; habla de las estrellas, el destino, la trama oculta que te une con el objeto de tu
seducción. Perdido en una bruma espiritual, él objetivo se sentirá ligero y desinhibido. Acentúa él efecto
de tu seducción haciendo que su culminación sexual semeje la unión espiritual de dos almas.
OBJETO DE CULTO.
Liane de Pougy era la cortesana reinante en el París de la década de 1890. Esbelta y
andrógina, constituía una novedad, y los hombres más ricos de Europa competían por
poseerla. Para fines de esa década, sin embargo, se había cansado de todo. "Qué vida
tan estéril", escribió a una amiga. "Siempre la misma rutina: el Bois, las carreras, prueba
de ropa; y para terminar un insípido día: ¡la cena!" Lo que más fastidiaba a la cortesana
era la constante atención de sus admiradores, quienes querían monopolizar sus
encantos físicos.
Un día de primavera de 1899, Liane paseaba en un carruaje abierto por el Bois de
Boulogne. Como de costumbre, los hombres levantaban su sombrero cuando ella
pasaba. Pero uno de esos admiradores la tomó por sorpresa: una joven de largo cabello
rubio, que le lanzó una intensa mirada de adoración. Liane le sonrió, y ella le sonrió a
su vez y le hizo una reverencia.
Días después Liane empezó a recibir tarjetas y flores de una estadunidense de
veintitrés años de edad llamada Natalie Barney, quien se identificó como la
admiradora rubia en el Bois de Boulogne, y le pidió una cita. Liane invitó a Natalie a
visitarla, pero para divertir-se decidió jugarle una pequeña broma: una amiga ocuparía
su lugar, tendiéndose en su cama en el boudoir a oscuras, mientras Liane se escondía
tras un biombo. Natalie llegó a la hora convenida. Iba vestida de paje florentino y
llevaba un ramo de flores. Arrodillándose ante la cama, empezó a alabar a la cortesana,
comparándola con una pintura de Fray Angélico. Pronto oyó que alguien reía, y al
ponerse de pie se dio cuenta de la broma que se le había jugado. Se ruborizó y se
dirigió a la puerta. Cuando Liane salió a toda prisa del biombo, Nata-lie la reprendió:
la cortesana tenía cara de ángel, pero al parecer no el espíritu. Arrepentida, Liane
murmuró: "Vuelve mañana en la mañana. Estaré sola".
La joven estadunidense apareció al día siguiente, con el mismo atuendo. Era ingeniosa
y vehemente; Liane se relajó en su presencia, y la invitó a quedarse para el ritual
matutino de una cortesana: el elaborado maquillaje, ropa y joyas que se ponía antes de
salir al mundo. Observando reverentemente, Natalie comentó que adoraba la belleza, y
que Liane era la mujer más hermosa que ella hubiera visto nunca. Haciendo el papel de
paje, siguió a Liane hasta el coche, le abrió la puerta con una inclinación y la acompañó
en su viaje habitual por el Bois de Boulogne. Una vez en el parque, Natalie se arrodilló,
sin ser vista por los caballeros que pasaban, levantándose el sombrero ante la
cortesana. Recitó poemas que había escrito en honor de Liare, y le dijo que consideraba
su misión rescatarla del sórdido medio en que había caído.
Esa noche Natalie la llevó al teatro para ver a Sarah Bernhardt interpretando a Hamlet.
En el intermedio le dijo a Liane que se identificaba con Hamlet: su ansia de lo sublime,
su odio a la tiranía, la que, para ella, era la tiranía de los hombres sobre las mujeres. Los
días siguientes, Liane recibió un continuo caudal de flores de Natalie, y telegramas con
pequeños poemas en su honor. Poco a poco, las palabras y miradas de veneración se
hicieron más físicas, con el ocasional contacto, luego una caricia, incluso un beso —y
un beso que pareció diferente a cualquier otro que Liane hubiera experimentado hasta
entonces. Una mañana, en presencia de Natalie, Liane se preparó para tomar un baño.
Mientras se quitaba el camisón, Natalie se echó de pronto a sus pies, besando sus
tobillos. La cortesana se liberó y se metió corriendo a la bañera, sólo para que Natalie
se quitara la ropa y la acompañara. En unos días, todo París sabía que Liane de Pougy
tenía una nueva amante: Natalie Barney.
Liane no hizo el menor esfuerzo por esconder su nueva aventura, al publicar una
novela, Idylle Saphique, en la que detallaba todos los aspectos de la seducción de
Natalie. Nunca antes había tenido un romance con una mujer, y describía su relación
con Natalie como algo semejante a una experiencia mística. Aun al final de su larga
vida, recordaba esta aventura como, por mucho, la más intensa de todas.
Renée Vivien era una joven inglesa que había ido a París para escribir poesía y huir del
matrimonio que su padre intentaba imponerle. Renée estaba obsesionada con la
muerte; también sentía que algo estaba mal en ella, pues experimentaba momentos de
intenso odio a sí misma. En 1900 conoció a Natalie en el teatro. Algo en la amable
mirada de la estadunidense derritió su normal reserva, y comenzó a mandarle poemas
a Natalie, quien le respondía con poemas propios. Pronto se hicieron amigas. Renée le
confesó que había tenido una amistad muy intensa con una mujer, pero siempre
platónica: la idea de una relación física le repugnaba. Natalie le contó de la antigua
poeta griega Safo, quien celebraba el amor entre mujeres como el único inocente y
puro. Una noche, Renée, inspirada por sus conversaciones con Natalie, la invitó a su
departamento, que había transformado en una especie de capilla. La sala estaba llena
de velas y azucenas blancas, las flores que ella asociaba con Natalie. Esa noche se
hicieron amantes. Poco después ya vivían juntas; pero cuando Renée reparó en que
Natalie no podía serle fiel, su amor se tornó odio. Rompió la relación, se mudó y juró
no volver a verla jamás.
En los meses siguientes Natalie le mandó cartas y poemas, y se apareció en su nueva
casa, pero fue en vano. Renée no quería tener nada que ver con ella. Sin embargo, una
noche en la ópera Natalie se sentó junto a ella y le dio un poema que había escrito en su
honor. Expresó su pesar por el pasado, y también una simple petición: que hicieran
una peregrinación a la isla griega de Lesbos, el hogar de Safo. Sólo ahí podrían
purificarse, y purificar su relación. Renée no pudo resistirse. En aquella isla siguieron
los pasos de la poeta, y se imaginaron transportadas a los días paganos e inocentes de
la antigua Grecia. Para Renée, Natalie se había convertido en la misma Safo. Cuando
finalmente regresaron a París, Renée le escribió: "Mi sirena rubia: No quiero que seas
como quienes habitan la Tierra. [...] Quiero que sigas siendo tú misma, porque así es
como me hechizas". Su romance duró hasta la muerte de Renée, en 1909.
Interpretación, Liane de Pougy y Renée Vivien sufrían una opresión similar: ambas
estaban absortas en sí mismas, hiperconscientes de ellas. La fuente de este hábito en
Liane era la constante atención que los hombres concedían a su cuerpo. Nunca podía
escapar a sus miradas, que la atormentaban con una sensación de pesadez. Renée,
entre tanto, pensaba demasiado en sus problemas: la represión de su lesbianismo, su
mortalidad. Se sentía consumida por su aborrecimiento de sí misma.
Natalie Barney, por el contrario, era optimista, alegre y estaba absorta en el mundo que
la rodeaba. Todas sus seducciones —que para el fin de su vida se contaban en cientos—
tenían una cualidad similar: sacaba a la víctima de sí misma, y dirigía su atención a la
belleza, la poesía, la inocencia del amor sanco. Invitaba a sus mujeres a participar en
una suerte de culto, en el que adoraban esas sublimidades. Para intensificar la
sensación de culto, las hacía participar en pequeños rituales: se ponían nuevos
nombres, se enviaban poemas en telegramas diarios, se disfrazaban, hacían
peregrinaciones a sitios sagrados. Dos cosas sucedían en forma inevitable: las mujeres
comenzaban a dirigir una parte de la veneración que experimentaban a Natalie, quien
parecía tan digna y hermosa como las cosas que ofrecía en adoración; y,
agradablemente distraídas en ese reino espiritualizado, perdían también toda la
pesadez que habían sentido en su cuerpo, su ser, su identidad. La represión de su
sexualidad se esfumaba. Para el momento en que Natalie las besaba o acariciaba, esto
parecía algo inocente, puro, como si hubieran regresado al Jardín del Edén antes de la
caída.
La religión es el gran bálsamo de la existencia, porque nos saca de nosotros mismos,
nos pone en relación con algo mayor. Cuando contemplamos el objeto de adoración
(Dios, la naturaleza), nuestras cargas se aligeran. Es maravilloso sentirnos elevados
sobre la tierra, experimentar esa clase de ligereza. Por proguesistas que sean los
tiempos, muchos nos sentimos incómodos con nuestro cuerpo, nuestros instintos
animales. Un seductor que presta demasiada atención a lo físico provocará inhibición,
y un residuo de repugnancia. Así, dirige tu atención a otra cosa. Invita a la otra persona
a adorar algo bello en el mundo. Podría ser la naturaleza, una obra de arte o incluso
Dios (o los dioses: el paganismo nunca pasa de moda); la gente muere por creer en
algo. Añade algunos rituales. Si puedes asemejarte a lo que rindes culto —si eres
natural, esteta, noble y sublime—, tus objetivos transferirán a ti su adoración. La
religión y la espiritualidad están llenas de matices sexuales, los cuales pueden salir a la
superficie una vez que hayas logrado que tus blancos pierdan su inhibición. Del éxtasis
espiritual al sexual no hay más que un paso.
Ven por mí, pronto, y llévame lejos. Purifícame con un gran incendio de amor divino,
no del tipo animal. Eres puro espíritu cuando quieres serlo, cuando lo sientes; aléjame
de mi cuerpo.
-Liane De Pougy.
CLAVES PARA LA SEDUCCIÓN.
La religión es el sistema más seductor que la humanidad ha creado. La muerte es
nuestro mayor temor, y la religión nos brinda la ilusión de que somos inmortales, de
que algo nuestro sobrevivirá. La idea de que somos una parte infinitesimal de un
universo vasto e indiferente es aterradora; la religión humaniza este universo, nos hace
sentirnos importantes y amados. No somos animales gobernados por instintos
incontrolables, animales que mueren sin razón aparente, sino criaturas hechas a
imagen de un ser supremo. También podemos ser sublimes, racionales y buenos. Todo
lo que alimenta un deseo o ilusión es seductor, y nada puede igualar a la religión en
este ámbito.
El placer es el anzuelo que usas para atraer a una persona a tu telaraña. Pero por listo
que seas como seductor, en el fondo de su mente tus objetivos saben cuál es el final, la
conclusión física a la que te diriges. Quizá pienses que tu objetivo no está reprimido y
ansia placer, pero a casi todos nos asedia un malestar de fondo con nuestra naturaleza
animal. A menos que enfrentes ese malestar, tus seducciones, aun si son exitosas a
corto plazo, serán superficiales y temporales. En cambio, como Natalie Barney, intenta
atrapar el alma de tu objetivo, sentar las bases de una seducción profunda y duradera.
Atrae a tu víctima a tu red con la espiritualidad, haciendo que el placer físico parezca
sublime y trascendente. La espiritualidad ocultará tus manipulaciones, sugerirá que tu
relación es eterna y dará margen al éxtasis en la mente de la víctima. Recuerda que la
seducción es un proceso mental, y nada embriaga más a la mente que la religión, la
espiritualidad y el ocultismo.
En Madame Bovary, la novela de Gustave Fíaubert, Rodolphe Boulanger visita al
doctor rural Bovary y se descubre interesado en la bella esposa del médico, Emma.
Boulanger "era brutal y astuto. Po-dría decirse que era un conocedor: había habido
muchas mujeres en su vida". El intuye que Emma está aburrida. Semanas después se
las arregla para encontrarla en una feria rural, donde consigue estar a solas con ella.
Boulanger adopta un aire de tristeza y melancolía: "He pasado mucho tiempo en un
cementerio a la luz de la luna, y me he preguntado si no sería mejor estar ahí tendido
con el resto. [...]". Menciona su mala fama; la merece, dice, pero ¿acaso es culpa suya?
"¿En verdad no sabe usted que existen almas incesantemente atormenta' das?" La toma
varias veces de la mano, pero Emma se la retira cortés-mente. Habla de amor, de la
fuerza magnética que une a dos personas. Quizá eso tenga raíces en una existencia
previa, alguna encarnación anterior de sus almas. "Mírenos a nosotros, por ejemplo.
¿Por que debíamos conocernos? ¿Cómo sucedió? Sólo puede ser que algo en nuestras
particulares inclinaciones nos haya hecho acortar cada vez más la distancia que nos
separaba, a la manera de dos ríos que corren juntos." Vuelve a tomarla de la mano y
esta vez ella se lo permite. Después de la feria, la evita durante varias semanas, y luego
aparece de súbito, afirmando que trató de mantenerse lejos pero que la suerte, el
destino, lo hizo retractarse. Lleva a montar a Emma. Cuando por fin da el paso, en el
bosque, ella parece asustada, y rechaza sus insinuaciones. "Usted debe tener una idea
equivocada", protesta él. "La llevo en mi corazón como una Virgen en un pedestal. [...]
Se lo ruego: ¡sea mi amiga, mi hermana, mi ángel!" Bajo el hechizo de sus palabras, ella
deja que él la abrace y la introduzca aún más en el bosque, donde sucumbe.
La estrategia de Rodolphe es triple. Primero habla de tristeza, melancolía, descontento,
temas que lo hacen parecer más noble que otras personas, como si las comunes
actividades materiales de la vida no pudieran satisfacerlo. Luego habla del destino, de
la atracción magnética de dos almas. Esto hace que su interés en Emma parezca no
tanto un impulso momentáneo como algo imperecedero, vinculado con el movimiento
de las estrellas. Finalmente habla de ángeles, lo elevado y lo sublime. Poniendo todo en
el plano espiritual, distrae a Emma de lo físico, la aturde, y despacha una seducción,
que habría podido tardar meses, en unos cuantos encuentros.
Las referencias de Rodolphe podrían parecer estereotipadas para los estándares
actuales, pero la estrategia en sí misma nunca envejece. Simplemente adáptala a las
modas ocultistas del momento. Adopta un aire espiritual, exhibe insatisfacción con las
banalidades de la vida. No es el dinero, el sexo ni el éxito lo que te mueve; tus impulsos
nunca son tan bajos. No, algo mucho más profundo te motiva. Sea lo que fuere,
manténlo vago, dejando imaginar al objetivo tus ocultas honduras. Las estrellas, la
astrología, la suerte siempre son atractivas; crea la sensación de que el destino te ha
unido con tu blanco. Esto hará que tu seducción parezca más natural. En un mundo en
que se controlan y falsifican demasiadas cosas, la sensación de que la suerte, la
necesidad o un poder superior guía tu relación es doblemente seductora. Si quieres
entretejer motivos religiosos en tu seducción, siempre es mejor elegir una religión
distante y exótica, con un aire ligeramente pagano. Es fácil pasar de la espiritualidad
pagana a la terrenalidad pagana. El tiempo cuenta: una vez que hayas agitado el alma
de tus objetivos, pasa rápido a lo físico, haciendo que lo sexual parezca meramente una
prolongación de las vibraciones espirituales que experimentas. En otras palabras,
emplea la estrategia espiritual lo más cerca posible del momento de tu acto audaz.
Lo espiritual no es exclusivamente lo religioso u oculto. Es todo lo que añade una
cualidad sublime, eterna a tu seducción. En el mundo moderno, la cultura y el arte han
ocupado de algún modo el lugar de la religión. Hay dos maneras de usar el arte en tu
seducción: primero, crearlo tú mismo, en honor del objetivo. Natalie Bamey escribía
poemas, y bombardeaba a sus blancos con ellos. La mitad del atractivo de Picasso para
muchas mujeres era la esperanza de que las inmortalizara en sus cuadros, porque Ars
tonga, vita brevis (El arte dura, la vida es breve), como decían en Roma. Aun si tu
amor es un capricho pasajero, al capturarlo en una obra de arte le das una seductora
ilusión de eternidad. La segunda manera de usar el arte es hacer que ennoblezca tu
aventura, dando a tu seducción un tono elevado. Natalie Barney llevaba a sus objetivos
al teatro, la ópera, museos, lugares llenos de historia y ambiente. En sitios como ésos tu
alma y la de tu blanco pueden vibrar en la misma onda espiritual. Claro que debes
evitar obras de arte terrenales o vulgares, que llamarían la atención sobre tus
intenciones. La obra de teatro, película o libro puede ser contemporáneo, y aun un
poco crudo, siempre y cuando contenga un mensaje noble y se relacione con una causa
justa. Incluso un movimiento político puede ser espiritualmente edificante. Recuerda
ajustar tus señuelos espirituales al objetivo. Si éste es desenfadado y cínico, el
paganismo o el arte será más productivo que el ocultismo o la piedad religiosa.
El místico ruso Rasputín era venerado por su santidad y poderes curativos. Fascinaba
en particular a las mujeres, quienes lo visitaban en su departamento en San
Petersburgo en busca de guía espiritual. Él hablaba con ellas de la simple bondad del
campesinado ruso, el perdón de Dios y otros temas insignes. Pero minutos después
soltaba uno o dos comentarios de muy diferente naturaleza: algo acerca de la
hermosura de la mujer, sus apetitosos labios, los deseos que podía inspirar en un
hombre. Hablaba de diferentes tipos de amor —amor de Dios, amor entre amigos,
amor entre un hombre y una mujer—, pero los combinaba todos como si fueran uno.
Entonces, cuando volvía a hablar de temas espirituales, tomaba de pronto la mano de
la mujer, o le murmuraba algo al oído. Todo esto tenía un efecto embriagador: las
mujeres se veían arrastradas a una suerte de vorágine, tanto elevadas espiritualmente
como sexualmente excitadas. Cientos de mujeres sucumbieron durante estas visitas
espirituales, porque el monje también les decía que no podían arrepentirse hasta que
hubieran pecado, y qué mejor que pecar con Rasputín.
Éste comprendía la íntima relación entre sexualidad y espiritualidad. La espiritualidad,
el amor de Dios, es una versión sublimada del amor sexual. El lenguaje de los místicos
religiosos de la Edad Media está lleno de imágenes eróticas: la contemplación de Dios y
de lo sublime puede brindar una especie de orgasmo mental. No hay brebaje más
seductor que la combinación de lo espiritual y lo sexual, lo encumbrado y lo vil.
Cuando hables de asuntos espirituales, entonces, deja que tus miradas y presencia
física insinúen sexualidad al mismo tiempo. Haz que la armonía del universo y la
unión con Dios parezcan confundirse con la armonía física y la unión entre dos
personas. Si puedes hacer que el final de tu seducción semeje una experiencia
espiritual, aumentarás el placer físico y crearás una seducción con un efecto hondo y
perdurable.
Símbolo. Las estrellas en el cielo. Objeto de adoración durante siglos, y símbolo de lo
sublime y divino. Al contemplarlas, nos distraemos momentáneamente de todo lo
mundano y mortal. Sentimos ligereza. Eleva la mente de tus objetivos a las estrellas y
no notarán lo que sucede aquí en la tierra.
REVERSO.
Hacer sentir a tus blancos que tu afecto no es temporal ni superficial los hará caer a
menudo más profundamente bajo tu hechizo. En algunos, eso puede provocar una
ansiedad: el temor al compromiso, a una relación claustrofóbica sin salidas. Nunca
permitas que tus señuelos espirituales parezcan conducir en esa dirección. Dirigir la
atención al futuro distante podría restringir implícitamente la libertad de tus objetivos;
debes seducirlos, no ofrecerles matrimonio. Lo que necesitas es que se pierdan en el
momento, experimentando la eterna profundidad de tus sentimientos en el tiempo
presente. El éxtasis religioso se asocia con la intensidad, no con la extensión temporal.
Giovanni Giacomo Casanova usaba muchos señuelos espirituales al seducir: el
ocultismo, todo lo que inspirara sentimientos honrosos. Mientras duraba su relación
con una mujer, ella sentía que él hacía todo por ella, que no la usaba sólo para
abandonarla al final. Pero también sabía que cuando fuera conveniente terminar la
aventura, él lloraría, le haría un magnífico regalo y se marcharía en silencio. Eso era
justo lo que muchas jóvenes deseaban: una distracción temporal del matrimonio, o de
su opresiva familia. A veces el placer es mejor cuando sabemos que es fugaz.

18. Fomenta las transgresiones y lo prohibido.


Siempre hay límites sociales a lo que uno puede hacer. Algunos de ellos, los tabúes más elementales,
datan de hace siglos; otros son más superficiales, y simplemente definen la conducta cortés y aceptable.
Hacer sentir a tus objetivos que los conduces más allá de cualquier límite es extremadamente seductor. La
gente ansia explorar su lado oscuro. No todo en el amor romántico debe ser tierno y delicado; insinúa
poseer una vena cruel, aun sádica. No respetes diferencias de edad, votos conyugales, lazos familiares.
Una vez que el deseo de transgresión atrae a tus blancos hacia ti, les será difícil detenerse. Llévalos más
lejos de lo que imaginaron; la sensación compartida de culpa y complicidad creará un poderoso vínculo.
EL YO PERDIDO.
En marzo de 1812, George Gordon Byron, entonces de veinticuatro años de edad,
publicó los primeros cantos de su poema Childe Harold. Este poema estaba repleto de
las conocidas imágenes góticas —una abadía en ruinas, disipación, viajes al misterioso
Oriente—, pero lo que lo volvía distinto era que su protagonista también era un
villano: Harold era un hombre que llevaba una vida de vicio, desdeñando las
convenciones de la sociedad, aunque de alguna manera salía impune. Asimismo, el
poema no estaba ubicado en un lugar lejano, sino en la Inglaterra de la época. Childe
Harold causó sensación de inmediato, y se convirtió en la comidilla de Londres. La
primera edición se agotó rápidamente. Días después comenzó a circular un rumor: el
poema, acerca de un disipado joven noble, era en realidad autobiográfico.
La crema y nata de la sociedad clamó entonces por conocer a Lord Byron, y muchos de
sus miembros dejaron sus tarjetas de visita en la residencia del poeta. Pronto, él se
presentó en sus casas. Por extraño que parezca, superó sus expectativas. Byron era
extremadamente guapo, con cabello rizado y cara de ángel. Su atuendo negro hacía
resaltar su pálida tez. No hablaba mucho, lo que en sí mismo causaba impresión; y
cuando lo hacía, su voz era grave e hipnótica, y su tono algo desdeñoso. Cojeaba (había
nacido con un pie deforme), así que cuando una orquesta acometía un vals (el baile de
moda en 1812), él se hacía a un lado, perdida la mirada. Las damas enloquecieron por
él. Al conocerlo, Lady Roseberry sintió su corazón latir tan violentamente (una mezcla
de temor y excitación) que tuvo que retirarse. Las mujeres se peleaban por sentarse a su
lado, conquistar su atención, ser seducidas por él. ¿Era verdad que había cometido un
pecado secreto, como el protagonista de su poema?
Lady Caroline Lamb —esposa de William Lamb, hijo de Lord y Lady Melbourne— era
una joven radiante en el escenario social, pero en el fondo era infeliz. De niña había
soñado con aventuras, romances, viajes. Pero entonces se esperaba que desempeñara el
papel de esposa civilizada, y eso no iba con ella. Lady Caroline fue una de las primeras
en leer Childe Harold, y algo más que su\ novedad la estimuló. Cuando vio a Lord
Byron en una cena, rodeado de mujeres, lo miró a la cara y se marchó; esa noche
escribió sobre él en su diario: "Demente, mal sujeto y peligroso como para conocerlo". Y
añadió: "Ese hermoso rostro pálido es mi destino".
AI día siguiente, para sorpresa de Lady Caroline, Lord Byron se presentó a visitaría.
Obviamente, la había visto marcharse, y su timidez le había intrigado: le disgustaban
las mujeres enérgicas que no cesaban de andar tras de él, pues parecía desdeñarlo todo,
aun su éxito. Pronto acabó por visitar a Lady Caroline todos los días. Se entretenía en
su tocador, jugaba con sus hijos, la ayudaba a elegir su vestido. Ella insistió en que le
contara su vida: él describió a su padre brutal, las muertes prematuras que parecían ser
una maldición familiar, la ruinosa abadía que había heredado, sus aventuras en
Turquía y Grecia. Su vida era en verdad tan gótica como la de Childe Harold.
En unos cuantos días se hicieron amantes. Pero entonces la situación se invirtió: Lady
Caroline perseguía a Byron con un dinamismo impropio de una dama. Se vestía de
paje y subía a hurtadillas al carruaje de él, le escribía cartas extravagantemente
emotivas, hacía ostentación de su romance. ¡Por fin una oportunidad de ejecutar el
gran papel romántico de sus fantasías de adolescencia! Byron empezó a predisponerse
contra ella. Ahora le encantaba escandalizar; esta vez le confesó la naturaleza del
pecado secreto al que había aludido en Childe Harold: sus aventuras homosexuales
durante sus viajes. Hacía comentarios crueles, se mostraba indiferente. Pero, al parecer,
esto no hacía sino incitar aún más a Lady Caroline. Ella le envió el acostumbrado
mechón, pero de su pubis; lo seguía en la calle, hacía escenas en público; su familia la
mandó por fin al extranjero, para evitar más escándalos. Cuando Byron dejó en claro
que el amorío había concluido, ella se hundió en una locura que duraría varios años.
En 1813, un viejo amigo de Byron, James Webster, invitó al poeta a alojarse en su finca
campestre. Webster tenía una esposa joven y bella, Lady Francés, y sabía de la fama de
Byron como seductor, pero su esposa era casta y callada: sin duda resistiría la tentación
de un hombre como Byron. Para alivio de Webster, Byron apenas si habló con Francés,
quien parecía igualmente insensible a él. Pero ya avanzada la estancia de Byron, ella se
las ingenió para estar a solas con él en el salón de billar, donde le hizo una pregunta:
¿cómo podía una mujer a la que le gustaba un hombre hacérselo saber cuando él no lo
percibía? Byron garabateó una picante respuesta en un pedazo de papel, que hizo que
ella se sonrojara al leerla. Poco después él invitó a la pareja a visitarlo en su infausta
abadía. Ahí, la correcta y formal Lady Francés lo vio beber vino en un cráneo humano.
Los dos se quedaban hasta tarde en una de las cámaras secretas de la abadía, leyendo
poesía y besándose. Con Byron, parecía, Lady Francés estaba más que dispuesta a
explorar el adulterio.
Ese mismo año, la hermanastra de Lord Byron, Augusta, llegó a Londres, huyendo de
su esposo, quien tenía problemas de dinero. Byron no había visto a Augusta durante
un tiempo. Se parecían: el mismo rostro, los mismos gestos; ella era Lord Byron en
mujer. Y la conducta de él con ella era más que fraternal. La llevaba al teatro, a bailes,
la recibía en su casa, la trataba con una intimidad que Augusta pronto correspondió.
En efecto, las tiernas y amables atenciones con que Byron la colmaba pronto se
volvieron físicas.
Augusta era una esposa ferviente y madre de tres hijos, pero se rindió a las
insinuaciones de su hermanastro. ¿Cómo habría podido evitarlo? El despertaba una
extraña pasión en ella, una pasión más fuerte que la que sentía por cualquier otro
hombre, incluido su esposo. Para Byron, la relación con Augusta fue el mayor,
supremo pecado de su vida. Y poco después escribía a sus amigos confesándolo
abiertamente. En realidad se deleitaba en sus horrorizadas respuestas, y su largo
poema narrativo The Bride of Abydos tiene como tema el incesto entre hermanos.
Entonces empezaron a correr rumores sobre las relaciones de Byron con Augusta,
quien ya estaba embarazada de él. La buena sociedad lo rechazó, pero las mujeres se
sintieron atraídas por él más que antes, y sus libros eran más populares que nunca.
i Annabella Milbanke, prima de Lady Caroline Lamb, había conocido a Byron en
aquellos primeros meses de 1812, cuando Londres lo aclamaba. Annabella era seria y
práctica, y sus intereses eran la ciencia y la religión. Pero había algo en Byron que la
atraía. Y la sensación parecía ser correspondida: no sólo se hicieron amigos, sino que,
para desconcierto de Annabella, él mostró otro tipo de interés en ella, al grado de
proponerle matrimonio. Esto ocurrió en medio del escándalo de Byron y Caroline
Lamb, y Annabella no tomó en serio la propuesta. En los meses posteriores ella siguió
su carrera a la distancia, y se enteró de los perturbadores rumores de incesto. Con todo
en 1813 escribió a su tía: "Considero tan deseable su trato que yo correría el riesgo de
que me llamaran una Coqueta con tal de disfrutar de él". Al leer sus nuevos poemas,
ella escribió que su "descripción del Amor casi me hace enamorarme a el. Fue
desarrollando una obsesión por Byron, hasta que algo de ella pronto llegó a sus oídos.
Renovaron su amistad, y en 1814 él le propuso matrimonio de nuevo; esta vez ella
aceptó. Byron era un ángel caído y ella lo enmendaría.
Pero no fue así. Byron había esperado que la vida conyugal lo serenara, pero después
de la ceremonia se dio cuenta de que estaba equivocado. Le dijo a Annabella: "Ahora
descubrirás que te has casado con un demonio." Pocos años después el matrimonio se
separó.
En 1816, Byron se fue de Inglaterra, para no volver jamás. Viajó un tiempo por Italia;
todos conocían su historia: sus romances, el incesto, la crueldad con sus amantes. Pero
donde fuera, las italianas, en particular nobles casadas, lo perseguían, dejando ver a su
manera lo dispuestas que estaban a ser su siguiente víctima. Las mujeres se habían
convertido en verdad en las agresoras. Como dijo Byron al poeta Shelley: "Nadie ha
sido más disputado que el pobre querido de mí: me han raptado más a menudo que a
nadie desde la guerra de Troya".
Interpretación. Las mujeres de la época de Byron anhelaban ejercer un papel diferente
al que la sociedad les permitía. Se suponía que debían ser la fuerza decente y
moralizadora de la cultura; sólo los hombres disponían de salidas para sus más oscuros
impulsos. Bajo las restricciones sociales a las mujeres quizá estaba el temor a la parte
amoral y desbocada de la psique femenina.
Sintiéndose reprimidas e inquietas, las damas de entonces devoraban novelas góticas,
historias en que las mujeres eran audaces y tenían la misma capacidad para el bien y el
mal que los hombres. Libros como ésos contribuyeron a detonar una revuelta, en la que
mujeres como Lady Caroline hacían realidad algo de la vida de fantasía de su
adolescencia, cuando esto estaba hasta cierto punto permitido. Byron salió a escena en
el momento justo. Se volvió el pararrayos de los deseos no expresados de las mujeres;
con él, ellas podían llegar más allá de los límites que la sociedad había impuesto. Para
algunas el atractivo era el adulterio, para otras una rebelión romántica, o la posibilidad
de ser irracionales e incivilizadas. (El anhelo de reformar a Byron escondía meramente
la verdad: el deseo de que él las avasallara.) En todas esas circunstancias estaba
presente el señuelo de lo prohibido, lo que en este caso era algo más que una mera
tentación superficial: una vez que una mujer se involucraba con Byron, él la llevaba
más lejos de lo que ella había imaginado o deseado, porque no conocía límites. Las
mujeres no sólo se enamoraban de Byron: le permitían que pusiera su vida de cabeza, e
incluso que las llevara a la ruina. Preferían ese destino a los confines seguros del
matrimonio.
En cierto sentido, la situación de las mujeres a principios del siglo XIX se ha
generalizado a princios del XXI. Las salidas para la mala conducta masculina —guerra,
política sucia, la institución de amantes y cortesanas— han caído en desuso; hoy no
sólo de las mujeres, sino también de los hombres se supone que deben ser
eminentemente civilizados y razonables. Y a muchos se les dificulta cumplir eso.
Cuando niños se nos permite desahogar el lado oscuro de nuestro carácter, un lado que
todos tenemos. Pero a causa de la presión de la sociedad (en un principio bajo la forma
de nuestros padres), reprimimos poco a poco las vetas atrevidas, rebeldes, perversas de
nuestro carácter. Para convivir, aprendemos a reprimir nuestro lado oscuro, el cual se
convierte en una especie de yo perdido, una parte de nuestra psique sepultada bajo
nuestra educada apariencia.
Cuando adultos, deseamos en secreto recuperar ese yo perdido, nuestra parte infantil
más audaz, menos respetuosa. Nos atraen quienes viven su yo perdido cuando
adultos, aun si esto implica cierta maldad o destrucción. Como Byron, puedes ser el
pararrayos de esos deseos. Sin embargo, debes aprender a mantener bajo control ese
potencial, y a usarlo en forma estratégica. Mientras el aura de lo prohibido en torno
tuyo atrae objetivos a tu telaraña, no exageres tu peligrosidad, o los ahuyentarás. Una
vez que sientas que han caído bajo tu hechizo, podrás darte rienda suelta. Si empiezan
a imitarte, como Lady Caroline lo hizo con Byron, ve más lejos: introduce un poco de
crueldad, involúcralos en pecados, inmoralidades, actividades prohibidas, lo que sea
necesario. Desata el yo perdido en tus blancos: entre más lo liberen, mayor será tu
influencia en ellos. Quedarte a medio camino rompería el encanto y produciría
inhibiciones. Llega lo más lejos posible.
La bajeza atrae a todos.
—Johann Wolfgang Goethe.
CLAVES PARA LA SEDUCCIÓN.
La sociedad y la cultura se basan en límites: este tipo de conducta es aceptable, este
otro no. Los límites son variables y cambian con el tiempo, pero siempre los hay. La
alternativa es la anarquía, el desorden de la naturaleza, al que tememos. Pero somos
animales extraños: en cuanto se impone cualquier tipo de límite, físico o psicológico,
sentimos curiosidad. Una parte de nosotros quiere rebasarlo, explorar lo prohibido.
Si de niños se nos dice que no pasemos de cierto límite del bosque, ahí es precisamente
adonde vamos. Pero al crecer, y volvernos civilizados y respetuosas, un creciente
número de fronteras obstruyen nuestra vida. No confundas urbanidad con felicidad,
aquélla encubre frustración, una concesión no deseada. ¿Cómo podemos explorar el
lado sombrío de nuestra personalidad sin incurrir en castigos u ostracismo? Ese lado se
filtra en nuestros sueños. A veces despertamos con una sensación de culpa por los
asesinatos, incestos, adulterios y caos que ocurren en nuestros sueños, hasta que nos
percatamos de que nadie tiene que saberlo salvo nosotros. Pero dale a una persona la
sensación de que contigo tendrá la oportunidad de explorar los más remotos linderos
de la conducta aceptable y civilizada, de que tú puedes dar salida a parte de su
personalidad enclaustrada, y generarás los ingredientes necesarios para una seducción
profunda e intensa.
Tendrás que ir más allá de sólo incitar a una persona con una fantasía elusiva. El
impacto y el poder seductor procederán de la realidad que le ofrezcas. Como Byron, en
cierto momento puedes incluso llevarla más lejos de donde quiere ir. Si te ha seguido
por pura curiosidad, podría sentir cierto temor y vacilación; pero una vez atrapada, le
será difícil resistirse, porque es difícil retornar a un límite una vez transgredido y
traspasado. El ser humano clama por más, y no sabe cuándo parar. Tú determinarás
por la otra persona cuándo es momento de parar.
En cuanto la gente siente que algo es prohibido, una parte de ella lo querrá. Esto es lo
que convierte a hombres y mujeres casados en un objetivo tan deseable: entre más
prohibido es alguien, mayor el deseo. George Villiers, el conde de Buckingham, fue el
favorito del rey Jacobo I, y luego del hijo de éste, el rey Carlos I. Nada se le negaba. En
1625, en una visita a Francia, conoció a la hermosa reina Ana, y se enamoró
irremediablemente de ella. ¿Qué podía ser menos posible, estar más fuera de su
alcance, que la reina de una potencia rival? Él habría podido tener a casi cualquier otra
mujer, pero la naturaleza prohibida de la reina le apasionó por completo, hasta ponerse
en vergüenza, y a su país, intentando besarla en público.
Puesto que lo prohibido es deseado, de algún modo debes parecer prohibido. La
manera más ostensible de hacer esto es adoptar una conducta que te dé un aura oscura
y prohibida. En teoría, eres alguien a quien se debe evitar; de hecho, eres demasiado
seductor para que se te resistan. Este fue el encanto del actor Errol Flynn, quien, como
Byron, se descubría a menudo siendo el perseguido, no el perseguidor. Flynn era muy
guapo, pero tenía algo más: una inocultable vena delictiva. En su desenfrenada
juventud había participado en toda clase de actividades turbias. En la década de 1950
se le acusó de violación, una mancha permanente en su fama pese a que fue absuelto;
pero su popularidad entre las mujeres no hizo sino aumentar. Exagera tu lado oscuro y
tendrás un efecto semejante. Desde el punto de vista de tus blancos, relacionarse
contigo significa ir más allá de sus límites, hacer algo atrevido e inaceptable para la
sociedad, para sus iguales. Para muchos, ésta es una razón para morder el anzuelo.
En la novela Arenas movedizas, de Junichiro Tanizaki, publicada en 1928, Sonoko
Kakiuchi, esposa de un abogado respetable, está aburrida y decide tomar clases de
pintura para pasar el tiempo. Ahí le fascina una compañera, la hermosa Mitsuko, quien
se hace su amiga y después la seduce. Kakiuchi se ve obligada a decir incontables
mentiras a su esposo sobre su relación con Mitsuko y sus citas frecuentes. Mitsuko la
envuelve poco a poco en toda índole de actividades atroces, entre ellas un triángulo
amoroso con un joven excéntrico. Cada vez que Kakiuchi es forzada a explorar un
placer prohibido, Mitsuko la reta a llegar más lejos. Kakiuchi titubea, siente
remordimientos; sabe que está en las garras de una diabólica joven seductora que se ha
aprovechado de su aburrimiento para pervertirla. Pero, en definitiva, no puede evitar
seguir a Mitsuko; cada acto transgresor la hace querer más. Una vez que tus objetivos
son atraídos por el señuelo de lo prohibido, rétalos a igualarte en conducta
transgresora. Todo tipo de desafío es seductor. Avanza despacio, y no acentúes el reto
hasta que tus blancos den señales de rendirse a ti. Tan pronto como estén bajo tu
hechizo, quizá ni se den cuenta de la aventura extrema a la que los has conducido.
El duque de Richelieu, el gran libertino del siglo XVIII, tenía predilección por las
jóvenes, y con frecuencia agudizaba la seducción envolviéndolas en una conducta
transgresora, a lo que la gente joven es particularmente susceptible. Por ejemplo,
buscaba la manera de entrar a la casa de la muchacha y de atraerla a su cama; los
padres estaban apenas poco más allá del pasillo, lo que añadía el sazón apropiado. A
veces actuaba como si estuvieran a punto de ser descubiertos, y el susto momentáneo
afilaba el estremecimiento implícito. En todos los casos, intentaba volver a la joven
contra sus padres, ridiculizando su celo religioso, gazmoñería o conducta piadosa. La
estrategia del duque consistía en atacar los valores que sus objetivos más apreciaban,
justo los valores que representan un límite. En una persona joven, los lazos familiares,
los lazos religiosos y demás son útiles para el seductor; los jóvenes apenas si necesitan
una razón para rebelarse contra ellos. Aunque esta estrategia puede aplicarse a una
persona de cualquier edad: para todo valor altamente estimado hay un lado sombrío,
una duda, un deseo de explorar lo que ese valor prohibe.
En la Italia del Renacimiento, una prostituta se vestía como dama e iba a la iglesia.
Nada era más excitante para un hombre que intercambiar miradas con una mujer a la
que sabía ramera, mientras él estaba rodeado por su esposa, familiares, amigos y curas.
Cada religión o sistema de valores engendra un lado oscuro, el reino sombrío de todo
lo que prohibe. Induce a tus objetivos, hazlos coquetear con todo lo que transgrede sus
valores familiares, con frecuencia emotivos pero superficiales, ya que se les impone
desde fuera.
A uno de los hombres más seductores del siglo XX, Rodolfo Valentino, se le conocía
como la Amenaza Sexual. Su encanto para las mujeres era doble: podía ser tierno y
considerado, pero también sugería crueldad. En cualquier momento podía ponerse
peligrosamente rudo, quizá un tanto violento. Los estudios exageraban cuanto podían
esta doble imagen: cuando se sabía que él había maltratado a su esposa, por ejemplo,
explotaban el caso. Una mezcla de masculinidad y feminidad, violencia y ternura,
siempre parecerá transgresora y atractiva. Se supone que el amor debe ser tierno y
delicado, pero de hecho puede liberar emociones violentas y destructivas; y la posible
violencia del amor, la forma en que atrofia nuestra racionalidad normal, es justo lo que
nos atrae. Aborda el lado violento del romance mezclando una vena cruel con tus
tiernas atenciones, en particular en las etapas avanzadas de la seducción, cuando ya
tienes al objetivo en tus garras. La cortesana Lola Montez era famosa por recurrir a la
violencia, usando de vez en cuando un látigo, y Lou Andreas-Salomé podía ser
excepcionalmente cruel con sus hombres, practicando coqueterías, poniéndose
alternadamente glacial y exigente. Su crueldad sólo hacía que sus blancos regresaran
por más. Una relación masoquista representa una gran liberación transgresora.
Entre más ilícita te parezca tu seducción, más poderoso será su efecto. Da a tu objetivo
la sensación de que comete una especie de delito, un acto cuya culpa comparte contigo.
Crea situaciones públicas en las que ambos sepan algo que los demás ignoran. Podrían
ser frases y miradas que sólo ustedes reconozcan, un secreto. Para Lady Francés el
encanto seductor de Byron se relacionaba con la cercanía de su esposo; en compañía de
éste, por ejemplo, ella hacía esconder en su pecho una carta de amor de Lord Byron.
Johannes, el protagonista del Diario de un seductor de S0ren Kierkegaard, enviaba un
mensaje a su blanco, la joven Cordelia, en medio de una cena a la que ambos asistían;
ella no podía revelar a los demás invitados que era de él, porque entonces tendría que
dar una explicación. El también podía decir en público algo que tuviera especial
significado para ella, ya que se refería a algo en una de sus cartas. Todo esto añadía
sabor a su romance, pues confería una sensación de secreto compartido, y aun de algo
vergonzoso. Es crítico explotar tensiones como éstas en público, para crear una
sensación de complicidad y colusión contra el mundo.
En la leyenda de Tristán e Isolda, estos famosos amantes alcanzan las alturas de la
dicha y la exaltación justo a causa de los tabúes que rompen. Isolda está comprometida
con el rey Marcos; pronto será una mujer casada. Tristán es leal súbdito y guerrero al
servicio del rey Marcos, de la edad de su padre. Todo el asunto deja una sensación de
robo de la esposa al padre. Puesto que condensa el concepto de amor del mundo
occidental, esta leyenda ha ejercido enorme influencia a lo largo de los siglos, y una
parte crucial de ella es la idea de que sin obstáculos, sin una sensación de transgresión,
el amor es débil e insípido.
Hay gente que se empeña en quitar restricciones a su conducta privada, para hacer
todo más libre, en el mundo actual, pero esto sólo vuelve más difícil y menos excitante
la seducción. Haz todo lo que puedas por reimplantar una sensación de transgresión y
delito, así sea sólo psicológica e ilusoria. Debe haber obstáculos por vencer, normas
sociales por desobedecer, leyes por violar, para que la seducción pueda consumarse.
Podría parecer que una sociedad permisiva impone pocos límites; busca algunos.
Siempre habrá límites, vacas sagradas, normas de conducta: materia inagotable para
fomentar las transgresiones y la violación de tabúes.
Símbolo. El bosque. A los niños se les dice que no vayan al bosque justo más allá de los confines de su
segura casa. Ahí no hay orden, sólo selva, animales salvajes y delincuentes. Pero la oportunidad de
explorar, la oscuridad tentadora y el hecho de que eso esté prohibido son imposibles de resistir. Y una vez
allá, los niños quieren llegar cada vez más lejos.
REVERSO.
El reverso de fomentar lo prohibido sería permanecer dentro de los límites de la conducta aceptable.
Pero esto conduciría a una seducción muy tibia. Lo cual no quiere decir que sólo el mal o la mala
conducta sean seductores; la bondad, la amabilidad y un aura de espiritualidad pueden ser
tremendamente atractivos, por ser cualidades raras. Pero advierte que el juego es el mismo. Una
persona amable, buena o espiritual dentro de los límites prescritos por la sociedad tiene poco atractivo.
Son quienes llegan al extremo —los Gandhis, los Krishnamurtis— quienes nos seducen. Ellos no sólo
exhiben un estilo de vida espiritual, sino que además prescinden de toda comodidad material para
cumplir sus ideales ascéticos. También rebasan límites, transgreden la conducta aceptable, porque a las
sociedades les sería difícil operar si todos llegaran tan lejos. En la seducción, no se obtiene el menor
beneficio de respetar límites y fronteras.

17. Efectúa una regresión.


La gente que ha experimentado cierto tipo de placer en él pasado, intentará repetirlo o recordarlo. Los
recuerdos más arraigados y agradables suelen ser los de la temprana infancia, a menudo
inconscientemente asociados con la figura paterna o materna. Haz que tus objetivos vuelvan a esos
momentos infiltrándote en él triángulo edípico y poniéndolos a ellos como el niño necesitado. Ignorantes
de la causa de su reacción emocional, se enamorarán de ti. O bien, también tú puedes experimentar una
regresión, dejándoles a tus blancos desempeñar el papel de madres protectora, salvaguardas. En uno u
otro caso, ofreces la fantasía suprema: la posibilidad de tener una relación íntima con mamá o papá, hijo
o hija.
LA REGRESIÓN ERÓTICA.
Como adultos tendemos a sobrevalorar nuestra infancia. En su dependencia e
impotencia, los niños sufren de verdad; pero cuando crecemos, olvidamos
convenientemente eso y sentimentalizamos el supuesto paraíso que dejamos atrás.
Olvidamos el dolor y recordamos sólo el placer. ¿Por qué? Porque las
responsabilidades de la vida adulta son a veces una carga tan opresiva que añoramos
en secreto la dependencia de la infancia, a esa persona que estaba al tanto de cada una
de nuestras necesidades, que hacía suyos nuestros intereses y preocupaciones. Esta
ensoñación nuestra tiene un fuerte componente erótico, porque la sensación de un niño
de depender de su p/m-adre está cargada de matices sexuales. Transmite a la gente
una sensación similar a ese sentimiento de protección y dependencia de la niñez y
proyectará en ti toda suerte de fantasías, incluidos sentimientos de amor o atracción
sexual que atribuirá a otra cosa. Aunque no lo admitamos, es un hecho que anhelamos
experimentar una regresión, despojarnos de nuestra apariencia adulta y desahogar las
emociones infantiles que persisten bajo la superficie.
Al principio de su trayectoria, Sigmund Freud enfrentó un extraño problema: muchas
de sus pacientes se enamoraban de él. El creía saber qué sucedía: alentada por Freud, la
paciente hurgaba en su infancia, la fuente, desde luego, de su enfermedad o neurosis.
Hablaba de su relación con su padre, sus primeras experiencias de ternura y amor, y
también de descuido y abandono. Este proceso desencadenaba poderosas emociones y
recuerdos. En cierto modo, ella era transportada a su niñez. Intensificar este efecto era
el motivo de que Freud hablara poco y se volviera un tanto frío y distante, aunque
pareciera afectuoso; en otras palabras, de que se asemejara a la figura paterna
tradicional. Entre tanto, la paciente estaba tendida en un diván, en una posición de
desamparo o pasividad, de tal forma que la situación reproducía los roles padre-hija.
Finalmente, ella empezaba a dirigir a Freud mismo parte de las confusas emociones
que encaraba. Sin saber lo que ocurría, ella lo relacionaba con su padre. La paciente
experimentaba una regresión y se enamoraba. Freud llamó a este fenómeno
transferencia, la cual se convertiría en parte activa de su terapia. Al hacer que sus
pacientes transfirieran al terapeuta parte de sus sentimientos reprimidos, ponía sus
problemas al descubierto, donde podían enfrentarse en un plano consciente.
El efecto de transferencia era tan poderoso que a menudo Freud era incapaz de lograr
que sus pacientes superaran su encaprichamiento. De hecho, la transferencia es una
manera eficaz de crear un lazo emocional, la meta de la seducción. Este método tiene
infinitas aplicaciones fuera del psicoanálisis. Para practicarlo en la realidad, debes
actuar como terapeuta, alentando a la gente a hablar de su niñez. La mayoría lo
haríamos con gusto; y nuestros recuerdos son tan vividos y emotivos que una parte de
nosotros experimenta una regresión con sólo hablar de nuestros primeros años.
Asimismo, en el curso de esa conversación suelen escaparse pequeños secretos:
revelamos toda suerte de información valiosa sobre nuestras debilidades y carácter,
información que tú debes atender y recordar. No creas todo lo que dicen tus objetivos;
con frecuencia endulzarán o sobredramatizarán sucesos de su infancia. Pero presta
atención a su tono de voz, a cualquier tic nervioso al hablar, y en particular a todo
aquello que no quieran mencionar, todo lo que nieguen o les emocione. Muchas
afirmaciones significan en verdad lo contrario; si dicen que odiaban a su padre, por
ejemplo, puedes estar seguro de que encubren una enorme desilusión: que lo cierto es
que amaban en exceso a su padre, y que quizá nunca obtuvieron de él lo que querían.
Pon especial atención a temas e historias recurrentes. Sobre todo, aprende a analizar las
reacciones emocionales, y a descubrir lo que hay detrás de ellas.
Mientras tus blancos hablan, manten la actitud del terapeuta: atento pero callado,
haciendo comentarios ocasionales, sin criticar. Sé afectuoso pero distante —de hecho
algo indiferente—, y ellos empezarán a transferir emociones y proyectar fantasías en ti.
Con la información que has reunido sobre su niñez, y el lazo de confianza que has
forjado con ellos, puedes empezar a efectuar la regresión. Quizá hayas descubierto un
poderoso apego al padre o madre, un hermano o un maestro, o un encaprichamiento
temprano, con una persona que proyecta una sombra sobre su vida presente. Sabiendo
cómo era esa persona que tanto los afectó, puedes adoptar ese papel. O quizá te hayas
enterado de un inmenso vacío en su infancia: un padre negligente, por ejemplo. Actúa
entonces como ese padre, pero remplaza el descuido original por la atención y afecto
que el padre real nunca proporcionó. Todos tenemos asuntos pendientes de la niñez:
desilusiones, carencias, recuerdos dolorosos. Termina lo que quedó inconcluso.
Descubre lo que tu objetivo nunca tuvo y contarás con los ingredientes necesarios para
una honda seducción.
La clave es no hablar sólo de recuerdos; eso sería insuficiente. Lo que debes hacer es
lograr que la gente actúe en el presente problemas de su pasado, sin estar consciente de
lo que ocurre. Las regresiones que puedes efectuar se dividen en cuatro grandes tipos.
La regresión infantil. El primer vínculo —el vínculo entre una madre y su hijo— es el
más poderoso de todos. A diferencia de otros animales, los bebés humanos tenemos un
largo periodo de desamparo, durante el que dependemos de nuestra madre, lo que
engendra un apego que influye en el resto de nuestra vida. La clave para efectuar esta
regresión es reproducir la sensación del amor incondicional de una madre por su hijo.
Nunca juzgues a tus blancos; déjalos hacer lo que quieran, incluso portarse mal; al
mismo tiempo, rodéalos de amorosa atención, cólmalos de comodidades. Una parte de
ellos hará una regresión a esos primeros años, cuando su madre se hacía cargo de todo
y rara vez los dejaba solos. Esto funciona para casi todos, porque el amor incondicional
es la forma de amor más rara y preciada. Ni siquiera tendrás que ajustar tu conducta a
algo específico de la infancia de tus objetivos; la mayoría hemos experimentado ese
tipo de atención. Mientras tanto, crea atmósferas que refuercen la sensación que
generas: ambientes cálidos, actividades divertidas, colores brillantes y alegres.
La regresión edípica. Después del lazo entre madre e hijo viene el triángulo edípico
madre, padre, hijo. Este triángulo se forma durante el periodo de las primeras fantasías
eróticas del niño. Un niño quiere a su madre para sí, una niña a su padre, pero jamás lo
logran, porque una madre o un padre siempre tendrá relaciones rivales con su cónyuge
u otros adultos. El amor incondicional ha desaparecido; ahora, inevitablemente, el
padre o la madre puede negar a veces lo que el hijo desea. Transporta a tu víctima a ese
periodo. Desempeña el papel paterno, sé cariñoso, pero en ocasiones también regaña e
inculca algo de disciplina. En realidad a los niños les agrada un poco de disciplina; les
hace sentir que el adulto se preocupa de ellos. Y a los niños adultos también les
estremecerá que mezcles tu ternura con un poco de dureza y castigo.
A diferencia de la regresión infantil, la edípica debe ajustarse a tu objetivo. Esta
regresión depende de la información que hayas reunido. Sin saber suficiente, podrías
tratar a una persona como niño, regañándola de vez en cuando, sólo para descubrir
que suscitas recuerdos desagradables: tuvo demasiada disciplina cuando niño. O
podrías generar recuerdos de un padre aborrecible, y ella transferirá a ti esos
sentimientos. No sigas adelante con la regresión hasta que te hayas enterado lo más
posible de la niñez de tu blanco: aquello de lo que tuvo demasiado, lo que le faltaba,
etcétera. Si el objetivo estuvo firmemente apegado a su p/m-adre pero ese apego fue
parcialmente negativo, la estrategia de la regresión edípica puede ser muy efectiva de
todas formas. Siempre nos sentimos ambivalentes ante nuestro padre o madre; aun si
lo amamos, resentimos haber tenido que depender de éllo. No te preocupes si incitas
esas ambivalencias, que no nos impiden vincularnos con nuestros padres. Recuerda
incluir un componente erótico en tu conducta paterna. Ahora tus objetivos no sólo
tienen para ellos solos a su madre o padre; también tienen algo más, antes prohibido y
hoy permitido.
La regresión del ego ideal. Cuando niños, solemos formarnos una figura ideal a partir de
nuestros sueños y ambiciones. Primero, esa figura ideal es la persona que queremos
ser. Nos imaginamos como valientes aventureros, figuras románticas. Luego, en
nuestra adolescencia, dirigimos nuestra atención a los demás, a menudo proyectando
en ellos nuestros ideales. El primer chico del que nos enamoramos podría habernos
dado la impresión de poseer las cualidades ideales que queríamos para nosotros, o
bien podría habernos hecho sentir que podíamos desempeñar ese papel ideal en
relación con éllo. La mayoría llevamos esos ideales con nosotros, ocultos justo bajo la
superficie. Nos decepciona en secreto cuánto hemos tenido que transigir, lo bajo que
hemos caído desde nuestro ideal al madurar. Haz sentir a tus objetivos que cumplen su
ideal de juventud y están cerca de ser lo que querían, y efectuarás una clase distinta de
regresión, creando una sensación reminiscente de la adolescencia. La relación entre el
seducido y tú es en este caso más equitativa que en las anteriores clases de regresiones,
más como el afecto entre hermanos. De hecho, el ideal suele basarse en un hermano o
hermana. Para crear este efecto, esmérate en reproducir la atmósfera intensa e inocente
de un encaprichamiento de juventud.
La regresión paterna o materna inversa. Aquí eres tú quien experimenta una regresión:
desempeñas deliberadamente el papel del niño bonito, adorable, pero también
sexualmente cargado. Los mayores consideran siempre a los jóvenes increíblemente
seductores. En presencia de jóvenes, sienten volver un poco de su propia juventud;
pero son mayores, y junto con la vigorización que experimentan en compañía de la
gente joven, está para ellos el placer de hacerse pasar por madre o padre. Si un hijo
experimenta sensaciones eróticas hacia su madre o padre, las cuales son rápidamente
reprimidas, el padre o madre enfrenta el mismo problema, a la inversa. Asume el papel
del niño con tus objetivos y ellos exteriorizarán algunos de esos sentimientos eróticos
reprimidos. Podría parecer que esta estrategia implica diferencia de edades, pero esto
no es crucial. Las exageradas cualidades infantiles de Marilyn Monroe operaban
perfectamente bien con hombres de su edad. Enfatizar una debilidad o vulnerabilidad
de tu parte le dará al objetivo la oportunidad de actuar como protector.
ALGUNOS EJEMPLOS.
1. Los padres de Victor Hugo se separaron poco después de que el novelista nació, en
1802. La madre de Hugo, Sofía, tenía una aventura con el superior de su esposo, un
general. Ella alejó a los tres niños Hugo de su padre y se fue a París a educarlos sola.
Los niños llevaron entonces una vida tumultuosa, con rachas de pobreza, frecuentes
mudanzas y la continuada aventura de su madre con el general. De ellos, Víctor fue el
que más se apegó a su madre, adoptando todas sus ideas y manías, en particular el
odio a su padre. Pero en medio de toda la agitación de su infancia, jamás sintió recibir
suficiente amor y atención de la madre que adoraba. Cuando ella murió, en 1821, pobre
y cargada de deudas, él se sintió devastado.
Al año siguiente, Hugo se casó con su novia de la infancia, Adéle, físicamente parecida
a su madre. El matrimonio fue feliz por un tiempo, pero pronto Adéle acabó por
parecerse a la madre de Hugo en más de un sentido: en 1832, él descubrió que ella
tenía un romance con el crítico literario SainteBeuve, casualmente el mejor amigo de
Hugo en ese entonces. Hugo ya era un escritor célebre, pero no era del tipo calculador.
Solía demostrar sus sentimientos. Pero no podía confiar a nadie la aventura de Adéle;
era demasiado humillante. Su única solución fue tener aventuras él mismo, con
actrices, cortesanas, mujeres casadas. Tenía un apetito prodigioso; a veces visitaba a
tres mujeres en un solo día.
Hacia fines de 1832 comenzó la producción de una de las obras teatrales de Hugo, y él
debía supervisar el reparto. Una actriz de veintiséis años, llamada Juliette Drouet,
audicionó para uno de los papeles menores. Normalmente hábil con las damas, Hugo
se vio tartamudeando en presencia de Juliette. Ella era sencillamente la mujer más bella
que él hubiera visto jamás, y eso y su serenidad lo intimidaron. Naturalmente, Juliette
obtuvo el papel. El se descubrió pensando en ella todo el tiempo. Ella parecía estar
rodeada siempre de un grupo de adoradores. Era evidente que él no le interesaba, o al
menos eso creía Hugo. Pero una noche, después de una función, La siguió a su casa,
para descubrir que eso no la enojaba ni sorprendía: en realidad, lo invitó a subir a su
departamento. Pasó ahí la noche, y pronto pasaba casi todas.
Hugo estaba feliz de nuevo. Para su deleite, Juliette abandonó su carrera en el teatro,
dejó a sus antiguos amigos y aprendió a cocinar. Había idolatrado la ropa elegante y
las actividades sociales; pero entonces se convirtió en secretaria de Hugo, rara vez salía
del departamento en que él la había instalado y parecía vivir sólo para las visitas que él
le hacía. Luego de un tiempo Hugo regresó a sus antiguos hábitos y empezó a tener
pequeñas aventuras. Ella no se quejaba, mientras siguiera siendo la mujer a la que él
volvía. Y, de hecho, Hugo dependía enormemente de ella.
En 1843, la amada hija de Hugo murió en un accidente, y él se hundió en la depresión.
El único medio que conocía para remediar su pena era tener una nueva aventura. Así,
poco después se enamoró de una joven aristócrata casada llamada Léonie d'Aunet.
Cada vez veía menos a Juliette. Años más tarde, Léonie, sintiéndose segura de ser la
preferida, le dio un ultimátum: o dejaba de ver por completo a Juliette, o todo
terminaba. Hugo se negó. Decidió, en cambio, organizar un concurso: seguiría viendo a
las dos, y en unos meses su corazón le diría a cuál prefería. Léonie su puso furiosa,
pero no tenía otra opción. Su amorío con Hugo ya había arruinado su matrimonio y
posición social; dependía de él. De todas formas, era imposible que perdiera: estaba en
la flor de la vida, mientas que Juliette ya peinaba canas. Así, fingió aceptar la partida,
aunque al paso del tiempo la resintió cada vez más, y se quejaba. Juliette se
comportaba por su parte como si nada hubiera cambiado. Cada vez que él la visitaba,
lo trataba como siempre, haciendo todo por confortarlo y mimarlo.
El concurso duró varios años. En 1851, Hugo se metió en problemas con Luis
Napoleón, primo de Napoleón Bonaparte y entonces presidente de Francia. Hugo
había atacado en la prensa sus tendencias dictatoriales, implacable y quizá
imprudentemente, porque Luis Napoleón era un hombre vengativo. Temiendo por la
vida del escritor, Juliette logró ocultarlo en casa de una amiga, y consiguió un
pasaporte falso, un disfraz y un pasaje seguro a Bruselas. Todo salió conforme a lo
planeado; Juliette se le reunió días después, llevándole sus más valiosas pertenencias.
Sobra decir que sus heroicos actos le valieron ganar el concurso.
Sin embargo, cuando la novedad de la flamante vida de Hugo se acabó, él reanudó sus
aventuras. Por fin, temiendo por la salud de él, y preocupada de que ella ya no pudiera
competir con otra coqueta de veinte años, Juliette hizo una tranquila pero severa
petición: no más mujeres, o lo dejaría. Tomado completamente por sorpresa, pero
seguro de que ella hablaba en serio, Hugo se quebró y sollozó. Ya anciano entonces, se
puso de rodillas y juró, sobre la Biblia y luego sobre un ejemplar de su famosa novela
Los miserables, que no se disiparía más. Hasta la muerte de Juliette, en 1883, el hechizo
de ella sobre él fue absoluto.
Interpretación. La vida amorosa de Hugo estuvo determinada por su relación con su
madre. Nunca sintió que ella lo amara lo suficiente. Casi todas las mujeres con las que
tuvo aventuras guardaban una semejanza física con ella; de alguna manera, él
compensaba su carencia de amor materno con el gran volumen. Cuando Juliette lo
conoció, no podía haber sabido todo eso, pero sin duda percibió dos cosas: que él
estaba sumamente desilusionado de su esposa y que en realidad nunca había crecido.
Sus arranques emocionales y su necesidad de atención hacían de él más un niño que un
hombre. Ella consiguió ascendencia sobre él por el resto de su vida al proporcionarle lo
único que él no había tenido nunca: completo, incondicional amor de madre.
Juliette jamás juzgó a Hugo, ni lo criticó por sus osadías. Le prodigaba atenciones;
visitarla era como regresar al útero. En su presencia, de hecho, él era más niño que
nunca. ¿Cómo podía negarle un favor, o dejarla siquiera? Y cuando ella finalmente
amenazó con dejarlo, él se vio reducido al estado de un niño llorón que clama por su
madre. Al final, ella tuvo absoluto poder sobre él.
El amor incondicional es raro y difícil de encontrar, pero es lo que todos imploramos,
ya sea porque alguna vez lo experimentamos o porque habríamos querido que así
fuera. No es preciso que llegues tan lejos como Juliette Drouet; el mero indicio de
atención ferviente, de aceptar a tus amantes como son, de satisfacer sus necesidades,
los colocará en una posición infantil. La sensación de dependencia podría asustarlos un
poco, y podrían experimentar un trasfondo de ambivalencia, una necesidad de
afirmarse periódicamente, como lo hacía Hugo en sus aventuras. Pero sus lazos contigo
serán firmes, y ellos seguirán regresando por más, atados a la ilusión de que recobran
el amor materno que aparentemente perdieron para siempre, o que nunca tuvieron.
2.- A principios del siglo XX, el profesor Mut, maestro de un instituto para hombres en
una pequeña ciudad de Alemania, empezó a sentir un odio profundo por sus alumnos.
Mut estaba por cumplir sesenta años, y había trabajado mucho tiempo en la misma
escuela. Enseñaba griego y latín, y era un distinguido especialista en estudios clásicos.
Siempre había sentido la necesidad de imponer disciplina, pero la situación se había
vuelto alarmante: los estudiantes sencillamente ya no se interesaban más en Homero.
Escuchaban mala música y sólo gustaban de la literatura moderna. Aunque eran
rebeldes, Mut los consideraba flojos e indisciplinados. Quería darles una lección y
amargarles la existencia; su usual modo de hacer frente a los periodos de alboroto era
la intimidación extrema, y casi siempre daba resultado.
Un día, un alumno al que Mut aborrecía —un joven altanero y bien vestido apellidado
Lohmann— se puso de pie en clase y dijo: "No puedo seguir trabajando en este salón,
profesor. Apesta a fut". "Fut" era como los muchachos apodaban al profesor Mut. El
profesor tomó a Lohmann del brazo, se lo torció severamente y lo echó del aula. Luego
se dio cuenta de que Lohmann había dejado su cuaderno de ejercicios, y al hojearlo vio
un párrafo sobre una actriz llamada Rosa Fróhlich. Una intriga se incubó entonces en la
mente de Mut: sorprendería a Lohmann retozando con dicha actriz, sin duda una
mujer de mala reputación, y haría expulsar al chico de la escuela.
Primero tenía que descubrir dónde actuaba ella. Buscó por todas partes, hasta que por
fin halló su nombre fuera de un cabaret llamado El Ángel Azul. Entró. El lugar estaba
lleno de humo, repleto de sujetos de clase obrera que él menospreciaba. Rosa estaba en
el escenario. Cantaba una canción; la forma en que miraba a los ojos al público era más
bien descarada, pero por alguna razón a Mut le pareció encantadora. Se relajó un poco,
tomó algo de vino. Después de la actuación de Rosa, él se abrió paso hasta su camerino,
resuelto a interrogarla sobre Lohmann. Una vez ahí, se sintió extrañamente incómodo,
pero se armó de valor, la acusó de pervertir a escolares y amenazó con llevar a la
policía para que cerrara el lugar. Pero Rosa no se amilanó. Invirtió todas las frases de
Mut: quizá era él quien pervertía a los muchachos. Su tono era lisonjero y burlón. Sí,
Lohamnn le había comprado flores y champaña, ¿y qué? Nadie le había hablado nunca
a Mut en esa forma; su tono autoritario solía hacer ceder a la gente. Debía sentirse
ofendido: ella era de clase baja y mujer, y él maestro, pero Rosa le hablaba como si
fueran iguales. Sin embargo, él no se enojó ni se fue. Algo lo obligó a quedarse.
Ella guardó silencio. Tomó una media y se puso a zurcirla, ignorándolo; los ojos de él
seguían cada uno de sus movimientos, en particular la manera en que ella frotaba su
rodilla desnuda. Por fin él aludió de nuevo a Lohmann, y a la policía. "Usted no tiene
idea de cómo es esta vida", le dijo ella. "Todos los que vienen aquí se creen los reyes del
mundo. Si no les das lo que quieren, ¡te amenazan con la policía!" "Lamento haber
herido los sentimientos de una dama", repuso él, avergonzado. Cuando ella se levantó
de su silla y las rodillas de ambos chocaron, él sintió un escalofrío subirle por la
espalda. Ella se portó amable con él otra vez, y le sirvió un poco más de vino. Lo invitó
a regresar y se retiró abruptamente, para presentar otro número.
Al día siguiente, Mut no dejaba de pensar en sus palabras, sus miradas. Pensar en ella
mientras daba clases le brindó una especie de estremecimiento picante. Esa noche
regresó al cabaret, aún decidido a sorprender a Lohmann en el acto, y una vez más se
vio en el camerino de Rosa, tomando vino y tornándose extrañamente pasivo. Ella le
pidió que le ayudara a vestirse; parecía un gran honor, y él la complació. Al ayudarla
con el corsé y el maquillaje, se olvidó de Lohmann. Sintió que se le iniciaba en un
nuevo mundo. Ella le pellizcó los cachetes y le acarició la barbilla, y le dejó ver
ocasionalmente su pierna desnuda mientras desenrollaba una media.
El profesor Mut se presentaba entonces noche tras noche, ayudándola a vestirse,
viendo su actuación, todo con una rara especie de orgullo. Estaba ahí tan a menudo
que Lohmann y sus amigos ya no aparecían. Él había tomado su lugar; era él quien
llevaba flores a Rosa, pagaba su champaña, la atendía. Sí, un viejo como él había
vencido al joven Lohmann, ¡quien se creía tanto! Le gustaba cuando ella le acariciaba el
mentón, lo elogiaba por hacer bien las cosas, pero se sentía aún más excitado cuando lo
regañaba, soplándole polvo a la cara o tirándolo de la silla. Quería decir que él le
gustaba. Así, gradualmente, Mut empezó a pagar todos sus caprichos. Le costaba su
buen dinero, pero la mantenía lejos de otros hombres. Finalmente, él le propuso
matrimonio. Se casaron, y estalló el escándalo: él perdió su trabajo, y pronto todo su
dinero; terminó en la cárcel. Sin embargo, al final jamás pudo enojarse con Rosa. Por el
contrario, se sentía culpable: nunca había hecho lo suficiente por ella.
Interpretación. El profesor Mut y Rosa Frohlich son los protagonistas de la novela Der
Blaue Engel, escrita por Heinrich Mann en 1905 y más tarde estelarizada en la pantalla
grande por Marlene Dietrich. La seducción de Mut por Rosa sigue la pauta clásica de la
regresión edípica. Primero, ella lo trata como una madre trataría a un niño. Lo regaña,
pero el regaño no es amenazador sino tierno, posee un lado burlón. Como una madre,
ella sabe que trata con alguien débil que no puede evitar hacer travesuras. Mezcla con
sus pullas muchos elogios y aprobaciones. Una vez que él empieza a experimentar una
regresión, ella añade la estimulación física: cierto contacto para excitarlo, sutiles
matices sexuales. Como premio a su regresión, él puede obtener el estremecimiento de
acostarse por fin con su madre. Pero siempre hay un elemento de competencia, que la
madre cree preciso acentuar. El consigue tenerla para él solo, algo que no habría
podido hacer si su padre se hubiera interpuesto en su camino, pero por primera vez
tiene que arrebatársela a otros.
La clave de este tipo de regresión es ver y tratar a tus objetivos como niños. Nada en
ellas te intimida, por más autoridad o posición social que tengan. Tu actitud les deja
ver claramente que crees ser la parte fuerte. Para lograr esto, podría ser útil imaginarlas
o visualizarlas como los niñas que alguna vez fueron; de repente, los poderosas no lo
parecen tanto, ni tan amenazantes, cuando los sometes a una regresión en tu
imaginación. Ten en mente que ciertos tipos de personas son más vulnerables a una
regresión edípica. Busca a quienes, como el profesor Mut, aparentan mayor grado de
madurez: personas puritanas, serias, un poco pagadas de sí mismas. Estas personas
hacen un enorme esfuerzo por reprimir sus tendencias regresivas, sobrecompensando
así sus debilidades. Con frecuencia quienes parecen tener más control de sí mismos son
los más aptos para la regresión. De hecho, la ansian en secreto, porque su poder,
posición y responsabilidades son más una carga que un placer.
3.- Nacido en 1768, el escritor francés Francois-René de Chateaubriand creció en un
castillo medieval en Bretaña. El castillo era frío y lúgubre, como si estuviera habitado
por fantasmas del pasado. La familia vivía ahí en semirreclusión. Chateaubriand
pasaba gran parte de su tiempo con su hermana Lucile, y su apego a ella fue tan firme
que circularon rumores de incesto. Pero cuando tenía unos quince años, una nueva
mujer, llamada Sylphide, entró en su vida: una mujer que él creó en su imaginación,
una amalgama de todas las heroínas, diosas y cortesanas de las que había leído en los
libros. Veía constantemente sus facciones en su mente, y oía su voz. Pronto ella
paseaba con él, y conversaban. El la imaginaba inocente y elevada, pero a veces hacían
cosas no tan inocentes. Mantuvo esta relación dos años enteros, hasta que marchó a
París, y remplazó a Sylphide por mujeres de carne y hueso.
El público francés, harto de los terrores de la década de 1790, recibió con entusiasmo
los primeros libros de Chateaubriand, sintiendo un nuevo espíritu en ellos. Sus novelas
estaban llenas de castillos azotados por el viento, héroes perturbadores y apasionadas
heroínas. El romanticismo estaba en el aire. El propio Chateaubriand se parecía a los
personajes de sus novelas, y pese a su poco atractiva apariencia, las mujeres
enloquecían por él: con Chateaubriand podían huir de su aburrido matrimonio y vivir
la clase de romance turbulento sobre el que él escribía. El sobrenombre de
Chateaubriand era Ericrumteur; y aunque estaba casado, y era un católico fervoroso, el
número de sus aventuras aumentó con los años. Sin embargo, tenía una naturaleza
inquieta: viajó a Medio Oriente, a Estados Unidos, por toda Europa. No podía
encontrar lo que por todos lados buscaba, y tampoco a la mujer correcta: cuando la
novedad de una aventura se acababa, él se iba. Para 1807 había tenido tantos romances,
y se seguía sintiendo tan insatisfecho, que decidió retirarse a su finca rural, llamada
Vallée aux Loups. Llenó el lugar de árboles del mundo entero, transformando los
jardines en algo salido de una de sus novelas. Ahí empezó a escribir las memorias que,
preveía, serían su obra maestra.
Para 1817, sin embargo, la vida de Chateaubriand se había desmoronado. Problemas de
dinero lo habían obligado a poner a la venta Vallée aux Loups. Con casi cincuenta años
de edad, de repente se sintió viejo, y agotada su inspiración. Ese año visitó a la
escritora Madame de Staél, quien estaba enferma y próxima a morir. Pasó varios días
junto a su lecho, en compañía de la mejor amiga de Madame, Juliette Récamier. Las
aventuras de Madame Récamier eran tristemente célebres. Casada con un hombre
mucho mayor que ella, no vivían juntos desde hacía tiempo; ella había roto los
corazones de los más ilustres hombres de Europa, como el príncipe Metternich, el
duque de Wellington y el escritor Benjamín Constant. También se rumoraba que, pese
a sus coqueteos, seguía siendo virgen. Tenía entonces casi cuarenta años, pero era el
tipo de mujer que parece joven a cualquier edad. Atraídos por el pesar por la muerte
de Staél, Chateaubriand y ella se hicieron amigos. Ella lo escuchaba con tanta atención,
adoptando sus estados anímicos y haciéndose eco de sus sentimientos, que él sintió
que al fin había conocido a una mujer que lo comprendía. También había algo en cierto
modo etéreo en Madame Récamier. Su andar, su voz, sus ojos: más de un hombre la
había comparado con un ángel celestial. Chateaubriand ardió pronto en deseos de
poseerla físicamente.
Al año siguiente del comienzo de su amistad, ella le tenía una sorpresa: había
convencido a una amiga de comprar Vallée aux Loups. La amiga estaría fuera unas
semanas, y ella lo invitó a que pasaran juntos una temporada en la antigua finca de él.
Chateaubriand aceptó encantado. Él le mostró la propiedad, explicando lo que cada
pequeño tramo del terreno había significado para él, los recuerdos que el lugar le
evocaba. Chateaubriand se vio invadido por sentimientos de su juventud, sensaciones
que había olvidado. Indagó más en su pasado, describiendo hechos de su infancia. En
momentos, paseando con Madame Récamier y mirando esos amables ojos, sentía un
escalofrío de reconocimiento, pero no podía identificarlo del todo. Lo único que sabía
era que debía volver a las memorias que había dejado de lado, "intento emplear el poco
tiempo que me queda en describir mi juventud", dijo, "mientras su esencia sigue siendo
palpable para mí."
Parecía que Madame Récamier correspondía al amor de Chateaubriand, pero, como de
costumbre, ella se obstinó en mantener un romance espiritual. Sin embargo,
l'Enchanteur llevaba bien puesto su mote. Su poesía, su aire de melancolía y su
persistencia se impusieron finalmente, y ella sucumbió, quizá por primera vez en su
vida. Entonces, como amantes, eran inseparables. Pero como sucedía siempre con
Chateaubriand, al paso del tiempo no fue suficiente una mujer. El espíritu inquieto
retomó. El empezó a tener aventuras de nuevo. Récamier y él dejaron de verse poco
después.
En 1832, Chateaubriand viajaba por Suiza. Una vez más, su vida había sufrido un
vuelco; sólo que para entonces ya estaba viejo de verdad, en cuerpo y alma. En los
Alpes, extraños pensamientos de su juventud comenzaron a asaltarlo, recuerdos del
castillo en Bretaña. Se enteró de que Madame Récamier se hallaba en la zona. No la
había visto en años, y corrió a la posada en que se hospedaba. Ella fue con él tan gentil
como siempre; durante el día daban largos paseos juntos, y en la noche se quedaban
platicando hasta muy tarde.
Un día, Chateaubriand le dijo que por fin había decidido concluir sus memorias. Y
tenía una confesión que hacer: le contó la historia de Sylphide, su imaginaria amante
de pequeño. Una vez había esperado conocer a Sylphide en la vida real, pero las
mujeres que conoció empalidecían en comparación. Con los años había olvidado a su
amante imaginaria; pero ahora era viejo, y no sólo pensaba en ella otra vez, sino que
podía ver su rostro y oír su voz. Con estos recuerdos cayó en la cuenta de que sí había
conocido a Syplhide en la vida real: era Madame Récamier. El rostro y la voz se
parecían. Más aún, ahí estaba el mismo espíritu sereno, la cualidad inocente y virginal.
Al leerle la oración a Sylphide, que acababa de escribir, le dijo que quería ser joven de
nuevo, y que verla le había devuelto su juventud. Reconciliado con Madame Récamier,
Chateaubriand se puso a trabajar otra vez en sus memorias, que finalmente se
publicaron bajo el título de Memorias de ultratumba. La mayoría de los críticos
coincidieron en que ese libro era su obra maestra. Las memorias estaban dedicadas a
Madame Récamier, de quien él siguió siendo devoto hasta su propia muerte, en 1848.
Interpretación. Todos llevamos dentro una imagen de un tipo ideal de persona que
anhelaríamos conocer y amar. Con demasiada frecuencia ese tipo es una combinación
de fragmentos y piezas de diferentes personas de nuestra juventud, e incluso de
personajes de libros y películas. Individuos que influyeron profundamente en nosotros
—un maestro, por ejemplo— también podrían figurar en él. Sus rasgos no tienen nada
que ver con intereses superficiales. Más bien, son inconscientes, difíciles de verbalizar.
Buscamos arduamente ese tipo ideal en nuestra adolescencia, cuando somos más
idealistas. A menudo nuestros primeros amores poseen esos rasgos en mayor medida
que los posteriores. En el caso de Chateaubriand, viviendo con su familia en su castillo
aislado, su primer amor fue su hermana Lucile, a la que adoró e idealizó. Pero como el
amor con ella era imposible, creó una figura salida de su imaginación, con todos los
atributos positivos de Lucile: nobleza de espíritu, inocencia, valor.
Madame Récamier no habría podido saber nada acerca del tipo ideal de
Chateaubriand, pero sabía algo sobre él, mucho antes incluso de conocerlo. Había leído
todos sus libros, y sus personajes eran muy autobiográficos. Sabía de su obsesión por
su juventud perdida; y todos estaban al tanto de sus aventuras interminables e
insatisfactorias con mujeres, de su muy inquieto espíritu. Madame Récamier sabía
cómo ser un reflejo de la gente, entrar en su espíritu, y uno de sus primeros actos fue
llevar a Chateaubriand a Vallée aux Loups, donde él creía haber dejado parte de su
juventud. Invadido de recuerdos, experimentó una regresión aún más intensa a su
infancia, a los días en el castillo. Ella lo alentó activamente a eso. Más aún, encarnaba
un espíritu que le era natural, pero que conicidía con el espíritu de juventud de él:
inocente, noble, bondadoso. (El hecho de que tantos hombres se enamoraran de ella
sugiere que muchos tenían los mismos ideales.) Madame Récamier fue
Lucile/Sylphide. Chateaubriand tardó años en percatarse de ello; pero cuando lo hizo,
el hechizo de ella sobre él fue total.
Es casi imposible personificar por entero el ideal de alguien. Pero si tú te acercas lo
suficiente al de otra persona, si evocas algo de ese espíritu ideal, podrás conducirla a
una seducción profunda. Para efectuar esta regresión, debes desempeñar el papel de
terapeuta. Logra que tus objetivos se abran respecto a su pasado, en particular a sus
antiguos amores, y más aún a su primer amor. Presta atención a toda expresión de
desconcierto, cómo esta o aquella persona no les dio lo que querían. Llévalos a lugares
que evoquen su juventud. En esta regresión no creas tanto una relación de
dependencia e inmadurez como el espíritu adolescente de un primer amor. Hay un
toque de inocencia en la relación. Gran parte de la vida adulta implica concesiones,
maquinaciones y cierta dureza. Crea la atmósfera ideal dejando fuera esas cosas,
atrayendo a la otra persona a una especie de debilidad mutua, evocando una segunda
virginidad. Debe haber una calidad de ensueño en esto, como si el objetivo reviviera su
primer amor pero no pudiera creerlo. Deja que todo se desenvuelva lentamente, que
cada encuentro revele nuevas cualidades ideales. La sensación de revivir el placer
pasado es sencillamente imposible de resistir.
4.- En el verano de 1614, varios miembros de la alta nobleza de Inglaterra, entre ellos el
arzobispo de Canterbury, se reunieron para decidir qué hacer con el conde de
Somerset, el favorito del rey Jacobo I, quien tenía entonces cuarenta y ocho años de
edad. Luego de ocho años como favorito, el joven conde había acumulado tanto poder
y riqueza, y tantos títulos, que no dejaba nada para nadie más. Pero ¿cómo librarse de
ese hombre tan poderoso? Por el momento, los conspiradores no tenían respuesta.
Semanas después, mientras inspeccionaba las caballerizas reales el rey vio a un joven
nuevo en la corte, George Villiers, de veintidós años, miembro de la baja nobleza. Los
cortesanos que acompañaban al rey advirtieron el interés con que el rey seguía a
Villiers con la mirada, y preguntaba por él. Todos tuvieron que admitir que, en efecto,
era un joven muy apuesto, con cara de ángel y una actitud encantadoramente infantil.
Cuando la noticia del interés del rey en Villiers llegó a oídos de los conspiradores,
supieron al instante que habían encontrado lo que buscaban: un muchacho capaz de
seducir al rey y suplantar al temido favorito. Pero dejada a la naturaleza, esa seducción
jamás tendría lugar. Debían ayudarle. Así, sin comunicar el plan a Villiers, se hicieron
amigos suyos.
El rey Jacobo era hijo de María, reina de Escocia. Su infancia había sido una pesadilla:
su padre, el favorito de su madre, y sus propios regentes habían sido asesinados; su
madre, primero había sido exiliada, después ejecutada. Jacobo, cuando era joven, para
escapar a las sospechas, se había fingido loco. Aborrecía ver una espada y no soportaba
la menor señal de desacuerdo. Cuando su prima la reina Isabel I murió en 1603, sin
dejar heredero, él se convirtió en rey de Inglaterra.
Jacobo se rodeó de hombres jóvenes con buen ánimo e ingenio, y parecía preferir la
compañía de los muchachos. En 1612, su hijo, el príncipe Enrique, murió. El rey estaba
inconsolable. Necesitaba distracción y buen ánimo, y su favorito, el conde de Somerset,
ya no era tan joven y atractivo para brindárselos. El momento para una seducción era
perfecto. Así, los conspiradores se pusieron a trabajar en Villiers, so capa de ayudarlo a
ascender en la corte. Le proporcionaron un magnífico guardarropa, joyas, un carruaje
reluciente, el tipo de cosas que el rey notaba. Retinaron Su práctica de la equitación, el
esgrima, el tenis, el baile, así como sus habilidades con aves y perros. Fue instruido <en
el arte de la conversación: cómo halagar, decir una broma, suspirar en el momento
indicado. Por fortuna, fue fácil trabajar con Villiers: poseía una actitud naturalmente
animada, y nada parecía incomodarle. Ese mismo año los conspiradores lograron que
se le nombrara portador real de la copa: cada noche servía vino al rey, así que éste
podía verlo de cerca. Semanas más tarde, el rey estaba enamorado. El muchacho
parecía ansiar atención y ternura, justo lo que él anhelaba ofrecer. ¡Qué maravilloso
sería moldearlo y educarlo! ¡Y qué perfecta figura tenía!
Los conspiradores convencieron a Villiers de romper su compromiso con una joven
dama: el rey era muy decidido en sus afectos, y no toleraba la competencia. Pronto
Jacobo quería estar con Villiers todo el tiempo, porque tenía las cualidades que él
admiraba: inocencia y espíritu de corazón alegre. El rey lo nombró caballero de la
cámara real, lo que les permitía estar solos. Lo que encantaba en particular a Jacobo era
que Villiers nunca pedía nada, lo cual volvía aún más delicioso consentirlo.
Para 1616, Villiers había suplantado por completo al favorito anterior. Ya era entonces
conde de Buckingham, y miembro del consejo real. Aunque para consternación de los
conspiradores, acumuló rápidamente aún más privilegios que el conde de Somerset. El
rey le decía "cariño" en público, arreglaba sus jubones, lo peinaba. Jacobo protegía
celosamente a su favorito, ansioso de preservar la inocencia del joven. Satisfacía cada
capricho del muchacho, era en realidad su esclavo. De hecho, el rey parecía
experimentar una regresión: cada vez que Stee-nie, como le decía a Villiers, entraba a la
sala, él empezaba a actuar como niño. Fueron inseparables hasta la muerte del rey, en
1625.
Interpretación. Es indudable que nuestros padres nos moldean para siempre, en
formas que jamás terminamos de comprender del todo. Pero los padres son igualmente
influidos y seducidos por su hijo. Pueden cumplir el papel de protectores, pero entre
tanto absorben el espíritu y energía del hijo, reviven una parte de su propia infancia. Y
así como el hijo batalla con sensaciones sexuales hacia su padre o madre, el padre o
madre debe reprimir sensaciones eróticas comparables, presentes apenas bajo la
ternura que experimenta. La mejor y más insidiosa forma de seducir a la gente suele
ser situarte como el hijo. Imaginándose más fuerte, más al mando, ella se sentirá
atraída a tu telaraña. Sentirá que no tiene nada que temer. Enfatiza tu inmadurez, tu
debilidad, y déjala ceder a la fantasía de que te protege y educa, un deseo intenso
cuando la gente es mayor. Lo que no percibe es que te metes hasta el fondo de su ser,
insinuándote: es el niño quien controla al adulto. Tu inocencia hace que los demás
quieran protegerte, pero también está sexualmente cargada. La inocencia es muy
seductora; hay quienes ansían incluso corromperla. Despierta sus sensaciones sexuales
latentes y podrás descarriarlos con la esperanza de satisfacer una intensa pero
reprimida fantasía: acostarse con la figura filial. En tu presencia, asimismo, también
ellos empezarán a experimentar una regresión, contagiados por tu espíritu travieso e
infantil.
Casi todo esto era natural en Villiers, pero es probable que tú debas emplear cierto
cálculo. Por fortuna, todos poseemos fuertes tendencias infantiles a las que es fácil
acceder y exagerar. Haz que tus gestos parezcan espontáneos e imprevistos. Todo
elemento sexual de tu conducta debería parecer inocente, inconsciente. Como Villiers,
no pidas favores. Los padres prefieren consentir a los hijos que no piden cosas, sino
que los invitan a dar con su actitud. Dar la impresión de que no censuras ni criticas a
quienes te rodean hará todo para hacerte parecer natural e ingenuo. Adopta un
comportamiento alegre, animoso, aunque con un filo picaro. Enfatiza toda debilidad
que puedas tener, las cosas que no puedes controlar. Recuerda: la mayoría recordamos
con cariño nuestros primeros años, pero, paradójicamente, a menudo la gente más
apegada a esa época es la que tuvo una niñez más difícil. En realidad, las circunstancias
le impidieron ser niño, así que nunca crece, e implora el paraíso que nunca pudo
experimentar. Jacobo I pertenece a esta categoría. Las personas de este tipo son blancos
ideales para una regresión inversa.
Símbolo. La cama. Acostado solo en la cama, el niño se siente desprotegido, temeroso,
necesitado. En un cuarto cercano está la cama de su m/p-adre. Es grande e indebida,
sede de cosas que se supone que él no debe saber. Transmite a la seducida ambas
sensaciones —desamparo y transgresión— al acostada y arrullada.
REVERSO.
Para revertir las estrategias de la regresión, las partes de una seducción tendrían que
mantener una actitud adulta durante el proceso. Pero esto no sólo es raro, sino también
poco placentero. La seducción significa hacer realidad ciertas fantasías. Ser un adulto
responsable y maduro no es una fantasía, es un deber. Además, una persona que
mantiene una actitud adulta en relación contigo es difícil de seducir. En toda clase de
seducción —política, mediática, personal—, el objetivo debe experimentar una
regresión. El único peligro es que el hijo, harto de la dependencia, se vuelva contra el
padre o madre y se rebele. Debes estar preparado para esto; y, a diferencia de un padre
o madre, no tomarlo nunca como algo personal.