viernes, 23 de septiembre de 2011

22. Usa señuelos físicos.


Los objetivos de mente activa son peligrosos: si entrevén tus manipulaciones, podrían tener
súbitas dudas. Pon a descansar su mente poco a poco y despierta sus durmientes sentidos
combinando una actitud no defensiva con una presencia sexual apasionada. Mientras tu aire
sereno y despreocupado reduce sus inhibiciones, tus miradas, voz y modales —desbordantes
de sexo y deseo— les crisparán los nervios y elevarán su temperatura. No fuerces nunca el
contacto físico; en cambio, contagia de ardor a tus blancos, hazles sentir apetito carnal.
Condúcelos al momento: un presente intenso en que la moral, el juicio y la preocupación por
el futuro se derretirán por igual y el cuerpo sucumbirá al placer.
AUMENTO DE LA TEMPERATURA.
En 1889, el destacado empresario teatral de Nueva York, Emest Jur-gens, visitó Francia en uno
de sus muchos viajes de búsqueda de talentos. Jurgens era famoso por su honestidad, cosa rara
en el turbio mundo del espectáculo, y por su capacidad para hallar espectáculos inusuales. Debía
pasar la noche en Marsella, y mientras recorría el muelle del antiguo puerto oyó que excitados
silbidos salían de un cabaret de baja estofa, y decidió entrar. Actuaba una bailarina española de
veintiún años de edad llamada Carolina Otero, y tan pronto como Jurgens puso los ojos en ella,
fue otro. La apariencia de la Otero era deslumbrante: uno setenta y cuatro de estatura, ardientes
ojos negros, cabello negro hasta la cintura, el cuerpo encorsetado en una perfecta figura de reloj
de arena. Pero fue su manera de bailar lo que hizo latir con fuerza el corazón de Jurgens: vivo su
cuerpo entero, contoneándose como animal en celo, mientras ejecutaba un fandango. Su baile
apenas si era profesional, pero ella tanto lo gozaba y era tan desenvuelta que nada de eso
importaba. Jurgens tampoco pudo evitar fijarse en los hombres en el cabaret, que la veían
boquiabiertos.
Después del espectáculo, Jurgens fue a los camerinos para presentarse. Los ojos de la Otero
cobraron vida mientras él le hablaba de su trabajo y de Nueva York. El sintió un ardor, una
punzada en el cuerpo mientras ella lo miraba de arriba abajo. La voz de ella era grave y áspera,
la lengua constantemente en juego mientras arrastraba las erres. Tras cerrar la puerta, Otero
ignoró los golpes y súplicas de los admiradores que se morían por hablar con ella. Dijo que su
modo de bailar era natural: su madre era gitana. Luego pidió a Jurgens que la acompañara esa
noche, y cuando él le ayudaba a ponerse su abrigo, ella se inclinó ligeramente hacia él, como si
perdiera el equilibrio. Mientras recorrían la ciudad, el brazo de ella en el de él, la Otero
ocasionalmente le murmuraba algo al oído. Jurgens sintió esfumarse su usual reserva. La apretó
más contra su cuerpo. Era padre de familia, y nunca había considerado engañar a su esposa,
pero sin pensarlo llevó a la Otero al hotel donde él se hospedaba. Ella empezó a quitarse un
poco de ropa —abrigo, guantes, sombrero—, algo perfectamente normal; pero la forma en que
lo llevó a cabo hizo que él perdiera toda compostura. Normalmente tímido, Jurgens se lanzó al
ataque.
A la mañana siguiente, Jurgens ofreció a la Otero un lucrativo contrato —un gran riesgo,
considerando que, en el mejor de los casos, ella era amateur. La llevó a París y le asignó uno de
los mejores instructores de teatro. Tras volver de prisa a Nueva York, informó a los diarios sobre
aquella misteriosa belleza española, llamada a conquistar la ciudad. Poco después, periódicos
rivales aseguraban que ella era una condesa andaluza, prófuga de un harén, la viuda de un jeque
y cosas así. Él hacía frecuentes viajes a París para estar con ella, olvidándose de su familia y
prodigándole dinero y regalos.
El debut de la Otero en Nueva York, en octubre de 1890, fue un éxito clamoroso. "La Otero
baila con desenfreno", se leía en un artículo en The New York Times. "Ágil y flexible, su cuerpo
parece el de una serpiente al retorcerse en rápidas y gráciles curvas." En unas cuantas semanas
la sociedad de Nueva York la aclamaba, y ella se presentaba en fiestas privadas a altas horas de
la noche. El magnate William Van-derbilt la cortejó con joyas costosas y veladas en su yate.
Otros millonarios se disputaban su atención. Entre tanto, Jurgens tomaba dinero de su compañía
para pagar los regalos que le destinaba: haría cualquier cosa por conservarla, una tarea en la que
enfrentaba feroz competencia. Meses después, luego de que sus malos manejos se hicieron
públicos, era un hombre arruinado. Finalmente se suicidó.
La Otero volvió a Francia, a París, y en los años siguientes se encumbró hasta convertirse en la
más infausta cortesana de la Belle Épo-que. Pronto se corrió la voz: una noche con La Bella
Otero (como ya se le conocía) era más efectiva que todos los afrodisiacos del mundo. Tenía
carácter, y era exigente, pero eso era de esperarse. El príncipe Alberto de Monaco, plagado de
dudas sobre su virilidad, se sintió un tigre insaciable luego de una noche con la Otero. Ella se
hizo su querida. Siguieron otros miembros de familias reales: el príncipe Alberto de Gales (más
tarde rey Eduardo VII), el sha de Persia, el gran duque Nicolás de Rusia. Hombres menos
adinerados vaciaban sus cuentas bancarias, y Jurgens fue sólo el primero de muchos a quienes la
Otero condujo al suicidio.
Durante la primera guerra mundial, el soldado estadunidense Fre-derick, de veintinueve años de
edad, destacado en Francia, ganó treinta y siete mil dólares jugando crap durante cuatro días. En
su siguiente licencia fue a Niza y se registró en el mejor hotel. En su primera noche en el
restaurante del hotel, reconoció a la Otero sentada sola en una mesa. El la había visto actuar en
París diez años antes, y se había obsesionado con ella. La Otero tenía entonces poco menos de
cincuenta, pero era más tentadora que nunca. El deslizó billetes en ciertas manos y consiguió
sentarse en su mesa. Apenas si podía hablar: la forma en que sus ojos lo traspasaban, un simple
reacomodo en su silla, su cuerpo frotándose con el suyo al ponerse de pie, su modo de andar
frente a él y exhibirse. Más tarde, al recorrer un bulevar, pasaron frente a una joyería. Él entró, y
momentos después soltaba treinta y un mil dólares por un collar de diamantes. Durante tres
noches La Bella Otero fue suya. Nunca en su vida él se había sentido tan masculino e
impetuoso. Años más tarde, seguía creyendo que el precio que había pagado bien había valido la
pena.
Interpretación. Aunque La Bella Otero era hermosa, cientos de mujeres lo eran más que ella, o
más encantadoras y talentosas. Pero la Otero estaba constantemente en llamas. Los hombres
podían verlo en sus ojos, la forma en que movía el cuerpo, una docena de signos más. La
vehemencia que irradiaba procedía de su deseo interior: era insaciablemente sexual. Pero
también era una cortesana experta y calculadora, y sabía cómo ejercer su sexualidad. En el
escenario, hacía que cada hombre del público se avivara, abandonándose en el baile. En persona
era más fría, si cabe. A un hombre le gusta sentir que una mujer se enciende no porque tenga un
apetito insaciable, sino a causa de él; así, la Otero personalizaba su sexualidad, sirviéndose de
miradas, un roce en la piel, un lánguido tono de voz, un comentario picante, para sugerir que el
hombre la incendiaba. En sus memorias reveló que el príncipe Alberto era un amante
sumamente inepto. Pero él creía, al igual que muchos otros, que con ella era Hércules mismo.
La sexualidad de la Otero se originaba en realidad en sí misma, pero ella creaba la ilusión de
que el hombre era el agresor.
La clave para atraer al objetivo al acto final de tu seducción es no hacerlo de manera obvia, no
anunciar que estás listo (para saltar sobre tu presa o que ella salte sobre ti). Todo debe dirigirse a
los sentidos, no a la mente consciente. Debes hacer que tu objetivo advierta indicios en tu
cuerpo, no en tus palabras o actos. Que tu cuerpo arda en deseos: por tu objetivo. Tu deseo debe
verse en tus ojos, en el temblor de tu voz, en tu reacción cuando su cuerpo y el tuyo se acercan.
No puedes condicionar a tu cuerpo para que actúe de ese modo; pero si eliges una víctima
(véase el capítulo 1) que ejerza ese efecto en ti, todo fluirá naturalmente. Durante la seducción,
habrás tenido que contenerte, intrigar y frustrar a la víctima. Tú también te habrás frustrado con
ello, y estarás que no te aguantas. Una vez que sientas que el objetivo se ha enamorado de ti y
no puede retroceder, deja que esos deseos frustrados corran por tu sangre y te hagan entrar en
calor. No es necesario que toques a tus objetivos, ni que procedas a otros actos físicos. Como La
Bella Otero sabía, el deseo sexual es contagioso. Tu vehemencia se transmitirá a ellos, y arderán
a su vez. Que den el primer paso. Así no dejarás rastro. El segundo y tercero serán tuyos.
Escribe SEXO con mayúsculas al hablar de La Bella Otero. Lo exudaba.
—Maurice Chevalie.
REDUCCIÓN DE INHIBICIONES.
Un día de 1931, en un poblado de Nueva Guinea, una joven llamada Tuperselai recibió una
buena noticia: su padre, Allaman, quien se había marchado meses antes a trabajar en una
plantación de tabaco, había regresado de visita. Tuperselai corrió a recibirlo. Su padre iba
acompañado por un hombre blanco, vista inusual en esas partes. Era un australiano de Tasmania
de veintidós años de edad, y dueño de la plantación. Se llamaba Errol Flynn.
Flynn sonrió cordialmente a Tuperselai, al parecer particularmente interesado en sus senos
desnudos. (Tal como se acostumbraba entonces en Nueva Guinea, ella sólo llevaba puesta una
falda de paja.) El le dijo en un inglés rudimentario que era muy bella, y no cesó de repetir su
nombre, que pronunciaba excepcionalmente bien. No dijo mucho más de todas maneras —no
hablaba su lengua—, así que ella se despidió y se fue con su padre. Pero más tarde la joven
descubrió, para su consternación, que Mister Flynn le había tomado cariño y la había comprado
a su padre por dos cerdos, unas monedas inglesas y algunas conchas usadas como dinero. La
familia era pobre y al padre le agradó el precio. Tuperselai tenía un novio en el poblado al que
no quería dejar, pero no se atrevió a desobedecer a su padre, y se fue con Mister Flynn a la
plantación de tabaco. Por otra parte, no tenía intención de ser amigable con este hombre, del que
esperaba el peor de los tratos.
En los primeros días, Tuperselai extrañó mucho su pueblo, y se sentía nerviosa y de mal humor.
Pero Mister Flynn era educado, y hablaba con una voz tranquilizadora. Ella empezó a relajarse;
y como él guardaba su distancia, ella decidió que podía acercarse a él sin riesgo. La piel blanca
de Mister Flynn era una delicia para los mosquitos, así que ella empezó a bañarlo cada noche
con hierbas perfumadas para mantenerlos lejos. Luego se le ocurrió una idea: Mister Flynn
estaba solo, y necesitaba compañía. Para eso la había comprado. En la noche él solía leer; en
vez de eso, ella empezó a entretenerlo cantando y bailando. A veces él trataba de comunicarse
con palabras y gestos, batallando pidgin. Ella no tenía idea de lo que intentaba decir, pero la
hacía reír. Y un día entendió algo: la palabra "nadar". La invitaba a nadar con él en el río Laloki.
Ella accedió con gusto, pero el río estaba lleno de cocodrilos, así que llevó su lanza por si acaso.
A la vista del río, Mister Flynn pareció animarse; se quitó velozmente la ropa y se tiró al agua.
Ella lo siguió y nadó tras él. El la rodeó con sus brazos y la besó. Se dejaron llevar río abajo, y
ella se asió de él. Se había olvidado de los cocodrilos, y también de su padre, su novio, su
pueblo y todo lo demás por olvidar. En un recodo del río, él la cargó en brazos y la llevó a una
apartada arboleda, cerca de la orilla. Todo sucedió en forma más bien súbita, lo cual fue óptimo
para Tuperselai. En adelante, aquél se convirtió en un ritual diario —el río la arboleda—, hasta
que llegó el momento en que la plantación de tabaco ya no marchaba bien y Mister Flynn se fue
de Nueva Guinea.
Un día, diez años después, Blanca Rosa Welter asistió a una fiesta al Hotel Ritz de la ciudad de
México. Mientras recorría el bar en busca de sus amigos, un hombre alto, mayor le cortó el paso
y le dijo, con un acento encantador: "Tú debes ser Blanca Rosa". No tuvo que presentarse: era el
famoso actor de Hollywood Errol Flynn. Su rostro aparecía en carteles por todas partes, y era
amigo de los organizado-res de la fiesta, los Davis, a los que había oído elogiar la belleza de
Blanca Rosa, quien cumplía dieciocho años al día siguiente. La llevó a una mesa en un rincón.
Su actitud era gentil y segura, y oyéndolo hablar ella se olvidó de sus amigos. El le habló de su
belleza, repetía su nombre, dijo que podía hacerla estrella. Antes de que Blanca Rosa se diera
cuenta de lo que sucedía, él ya la había invitado a ir a Acapulco, donde vacacionaba. Los Davis,
sus amigos mutuos, podrían ir con ella como acompañantes. Eso sería maravilloso, dijo Blanca
Rosa, pero su madre nunca aceptaría. "No te preocupes por eso", replicó Flynn, y al día
siguiente se presentó en su casa con un magnífico regalo para Blanca, un anillo con su piedra
.natal. Derritiéndose bajo la encantadora sonrisa de Flynn, la madre de Blanca aceptó el plan.
Horas después, Blanca iba ya en un avión a Acapulco. Todo era como un sueño.
Los Davis, por órdenes de la madre de Blanca, trataban de no perderla de vista, así que Flynn la
subió a una balsa en la que se dejaron arrastrar al océano, lejos de la playa. Las halagadoras
palabras de él llenaron los oídos de Blanca Rosa, y ella le permitió tomarla de la mano y besarla
en la mejilla. Esa noche bailaron, y concluida la velada él la acompañó a su habitación, y entonó
para ella una canción cuando finalmente se separaron. Era la culminación de un día perfecto. A
media noche, ella despertó oyéndolo llamarla por su nombre, en el balcón de su habitación.
¿Cómo había llegado hasta ahí? El cuarto de él estaba en el piso de arriba; debía haber saltado, o
haberse descolgado, una maniobra peligrosa. Ella se acercó, en absoluto asustada, más bien
curiosa. El la atrajo dulcemente a sus brazos y la besó. El cuerpo de Blanca se convulsionó;
rebasada por esas nuevas sensaciones, totalmente confundida, echó a llorar —de felicidad, dijo.
Hynn la consoló con un beso y volvió a su cuarto, en forma tan inexplicable como había
llegado. Para entonces Blanca ya estaba irremediable-mente enamorada de él, y haría lo que él
pidiera. Semanas después, de hecho, lo siguió a Hollywood, donde permaneció hasta convertirse
en una exitosa actriz, bajo el nombre de Linda Christian.
En 1942, Nora Eddington, de dieciocho años, tenía un trabajo temporal como vendedora de
cigarrillos en el palacio de justicia del condado de Los Angeles. El lugar era entonces un
manicomio, repleto de reporteros de publicaciones sensacionalistas: dos muchachas habían
acusado a Errol Flynn de violación. Por supuesto, Nora había reparado en Flynn, hombre alto y
apuesto que ocasionalmente le compraba cigarrillos, pero su corazón pertenecía a su novio, un
joven marine. Semanas más tarde Flynn fue absuelto, el juicio terminó y el lugar se serenó. Un
hombre que ella conoció durante el juicio le llamó un día: era el brazo derecho de Flynn, y a
nombre de éste quería invitarla a la casa del actor, en Mulholland Drive. Nora no tenía el menor
interés en Flynn, y en realidad le temía un poco, pero una amiga que se moría por conocerlo la
convenció de ir y llevarla. ¿Qué tenía que perder? Nora aceptó. Ese día, el amigo de Flynn
apareció y las llevó a una espléndida residencia en la punta de una colina. Cuando llegaron,
Flynn estaba parado, sin camisa, junto a su piscina. Se acercó a saludar a Nora y a su amiga,
moviéndose con tanta elegancia —como un esbelto gato—y con una actitud tan relajada que
Nora dejó de sentirse nerviosa. El les hizo un recorrido por la casa, llena de objetos de sus
varios viajes por el mar. Habló tan maravillosamente de su amor por la aventura que ella deseó
haber tenido aventuras propias. Era el caballero perfecto, e incluso la dejó hablar de su novio sin
la menor señal de celos.
Nora recibiría una visita de su novio al día siguiente. Por algún motivo, él ya no le pareció tan
interesante; tuvieron una pelea y rompieron en el acto. Esa noche, Flynn la llevó a la ciudad, al
famoso club nocturno Mocambo. El bebió y bromeó, y ella se contagió de su ánimo, y le
permitió gustosamente tomarla de la mano. De repente, cayó presa del pánico. "Soy católica y
virgen", soltó, "y algún día llegaré al altar con un velo; si crees que te vas a acostar conmigo,
estás equivocado." Sin perder la calma, Flynn le dijo que no tenía nada que temer. Simplemente
le gustaba estar con ella. Nora se relajó, y le pidió cortésmente que volviera a tomarla de la
mano. En las semanas siguientes, se vieron casi todos los días. Ella se hizo su secretaria. Luego
acabó por pasar las noches de los fines de semana como su huésped. El la llevaba a esquiar y a
pasear en lancha. Seguía siendo el caballero perfecto; pero cuando la miraba o tocaba su mano,
ella se sentía invadida por una sensación estimulante, un hormigueo en la piel que comparaba
con el hecho de meterse a una regadera helada un día muy caluroso. Después iba a la iglesia
cada vez menos, apartándose de la vida que había conocido. Aunque por fuera nada había
cambiado entre ellos, por dentro toda apariencia de resistencia contra él se había desvanecido.
Una noche, luego de una fiesta, ella sucumbió. Flynn y Nora se unieron finalmente en un
tempestuoso matrimonio, que duró siete años.
Interpretación. Las mujeres que se relacionaban con Errol Flynn (y que al final de su vida se
contaron en miles) tenían todas las razones del mundo para desconfiar de él: Flynn era lo más
cercano en la vida real a un donjuán. (De hecho había interpretado al legendario seductor en una
película.) Constantemente estaba rodeado de mujeres, quienes sabían que ninguna relación con
él podía durar. Y luego estaban los rumores acerca de su fuerte carácter, y de su amor por el
peligro y la aventura. Ninguna mujer tuvo más razones para resistírsele que Nora Eddington:
cuando lo conoció, él estaba acusado de violación; ella sostenía una relación con otro hombre;
era una católica temerosa de Dios. Sin embargo, cayó bajo su hechizo, igual que el resto.
Algunos seductores —D. H. Lawrence, por ejemplo— operan sobre todo en la mente, creando
fascinación, estimulando la necesidad de poseer-los. Flynn operaba en el cuerpo. Su fresca y
despreocupada actitud contagiaba a las mujeres, lo que reducía la resistencia de éstas. Esto
sucedía casi al minuto de haberlas conocido, como una droga; él se sentía a gusto con ellas,
gentil y seguro. Una mujer adoptaba ese espíritu, dejándose llevar por la corriente que él creaba,
olvidándose del mundo y su pesadez; sólo eran ella y él. Luego —tal vez el mismo día, quizá
semanas después— llegaba el contacto de la mano de él, cierta mirada, que le hacía sentir un
cosquilleo, una vibración, una excitación peligrosamente física. Ella delataba ese momento en
sus ojos, un sonrojamiento, una risa nerviosa, y él tiraba a matar. Nadie se movía más rápido
que Errol Flynn.
El mayor obstáculo para la parte física de la seducción es la educación del objetivo, el grado en
que ha sido socializado o civilizado. Esa educación conspira para restringir al cuerpo, embotar
los sentidos, llenar la mente de dudas y preocupaciones. Flynn tenía la capacidad de devolver a
una mujer a un estado más natural, en que el deseo, el placer y el sexo no tenían nada de
negativo. Atraía a las mujeres a la aventura no con argumentos, sino con una actitud abierta y
espontánea que contagiaba su mente. Entiende: todo empieza en ti. Cuando llegue el momento
de volver física la seducción, prepárate para liberarte de tus inhibiciones, tus dudas, tus
persistentes sensaciones de culpa y ansiedad. Tu seguridad y serenidad tendrán más poder para
contagiar a la víctima que todo el alcohol que puedas aplicar. Exhibe ligereza de espíritu: nada
te molesta, nada te amilana, no te tomas nada en forma personal. Invitas a tus objetivos a
deshacerse de las cargas de la civilización, a seguir tu ejemplo y tu rumbo. No hables de trabajo,
deber, matrimonio, pasado o futuro. Muchas otras personas lo harán. En cambio, ofrece el raro
estremecimiento de perderse en el momento, donde los sentidos cobran vida y la mente queda
atrás.
Cuando él me besaba, provocaba una reacción que yo no conocía ni había imaginado jamás,
un vértigo de todos mis sentidos. Era una alegría instintiva, contra la que ningún encargado
amonestador y razonador dentro de mí me habría servido. Era algo nuevo e irresistible, y
finalmente avasallador. Seducción —palabra que implica ser conducido— tierna y delicada.
—Linda Christian.
CLAVES PARA LA SEDUCCIÓN.
Hoy más que nunca, nuestra mente se halla en un estado de constante distracción, bombardeada
por información interminable, proveniente de todas direcciones. Muchos de nosotros advertimos
el problema: se escriben artículos, se hacen estudios, pero se convierten simplemente en más
información por asimilar. Es casi imposible desactivar una mente febril; el solo intento detona
más ideas, una inescapable casa de espejos. Quizá recurrimos al alcohol, las drogas, la actividad
física, cualquier cosa que nos ayude a que la mente afloje el paso, a estar más presentes en el
momento. Nuestra insatisfacción ofrece al hábil seductor oportunidades infinitas. Las aguas en
torno tuyo abundan en personas que buscan algún tipo de liberación de la sobrestimulación
mental. El atractivo del placer físico sin cargas las hará morder el anzuelo, pero mientras tú
rondas las aguas, comprende: la única manera de relajar una mente distraída es hacer que se
concentre en una cosa. Un hipnotista pide a un paciente concentrarse en un reloj oscilante. Una
vez que el paciente se concentra, la mente se relaja, los sentidos despiertan, el cuerpo se vuelve
propenso a toda clase de novedosas sensaciones y sugestiones. Como seductor, eres un
hipnotista; y haces que el objetivo se concentre en ti.
A lo largo del proceso de seducción has ido llenando la mente del objetivo. Cartas, recuerdos,
experiencias compartidas te mantienen constantemente presente, aun cuando no estés ahí. Al
pasar ahora a la parte física de la seducción, debes ver más a menudo a tus objetivos. Tu
atención debe volverse más intensa. Errol Flynn era un maestro en este juego. Cuando se fijaba
en una víctima, dejaba todo lo demás. Hacía sentir a la mujer que todo pasaba a segundo
término: la carrera de él, sus amigos, todo. Luego la llevaba a un pequeño viaje, de preferencia
en medio de agua. Poco a poco, el resto del mundo se desvanecía al fondo, y Flynn ocupaba el
centro del escenario. Cuanto más piensen tus objetivos en ti, menos se distraerán en ideas de
trabajo y deber. Cuando la mente se concentra en una cosa, se relaja; y en esas condiciones,
todas las pequeñas ideas paranoicas a las que nos inclinamos —"¿De verdad me quieres?",
"¿Soy suficientemente inteligente o guapo?", "¿Qué me deparará el futuro?"— desaparecen de
la superficie. Recuerda: todo empieza en ti. No te distraigas, está presente en el momento, y tu
objetivo te seguirá. La intensa mirada del hipnotista produce una reacción similar en el paciente.
Una vez que la mente febril del objetivo empieza a serenarse, sus sentidos cobrarán vida, y tus
señuelos físicos duplicarán su poder. Ahora, una mirada ardiente lo hará sonrojarse. Tenderás a
emplear señuelos físicos que actúen principalmente sobre los ojos, el sentido del que más
dependemos en la cultura actual. Las apariencias son críticas, pero tú persigues una agitación
general de los sentidos. La Bella Otero se cercioraba de que los hombres repararan en sus
pechos, su figura, su perfume, su manera de caminan no permitía que predominara ninguna
parte en especial. Los sentidos están interrelacionados: una apelación al olfato detonará el tacto,
una apelación al tacto detonará la vista; el contacto casual o "accidental" —es mejor un roce de
la piel que algo más enérgico de inmediato— provocará una sacudida y activará los ojos.
Modula sutilmente la voz, hazla más lenta y grave. Vivos, los sentidos desplazarán las ideas
racionales.
En Los extravíos del corazón y del ingenio, novela libertina del siglo XVIII, de Crébillon hijo,
Madame de Lursay intenta seducir a un muchacho, Meilcour. Sus armas son diversas. Una
noche en una fiesta ofrecida por ella, se pone un vestido revelador; su cabello está ligeramente
alborotado; lanza al chico miradas ardientes; su voz tiembla un poco. Cuando están solos, ella
hace inocentemente que él se siente más cerca, y habla más despacio; de pronto empieza a
llorar. Meilcour tiene muchas razones para resistirse: se ha enamorado de una joven de su
misma edad, y ha oído rumores sobre Madame de Lursay que deberían hacerle desconfiar de
ella. Pero la ropa, las miradas, el perfume, la voz, la proximidad de su cuerpo, las lágrimas: todo
empieza a abrumarlo. "Una indescriptible agitación revolvió mis sentidos." Meilcour sucumbe.
Los libertinos franceses del siglo xviii llamaban a esto "el momento". El seductor lleva a la
víctima a un punto en que ésta exhibe señales involuntarias de excitación física que pueden
advertirse en varios síntomas. Una vez detectadas esas señales, el seductor debe trabajar
rápidamente, aplicando presión al objetivo para que se pierda en el momento: el pasado, el
futuro, todos los escrúpulos morales desvanecidos en el aire. En cuanto tus víctimas se pierden
en el momento, todo se ha consumado: su mente, su conciencia, ya no las contienen. El cuerpo
cede al placer. Madame de Lursay atrae a Meilcour al momento creando un desorden
generalizado de los sentidos, volviéndolo incapaz de pensar claramente.
Al llevar a tus víctimas al momento, recuerda algunas cosas. Primero, un aspecto desordenado
(el cabello revuelto, el vestido arrugado de Madame de Lursay) ejerce mayor efecto en los
sentidos que una apariencia pulcra. Sugiere la recámara. Segundo, debes estar alerta a las
señales de excitación física. Sonrojamiento, temblor de la voz, lágrimas, una risa inusualmente
enérgica, movimientos de relajación del cuerpo (cualquier tipo de reflejo involuntario, pues el
blanco imita tus gestos), un revelador lapsus Unguae: éstos son signos de que la víctima se
desliza hacia el momento, y de que ha de aplicarse presión.
En 1934, el futbolista chino Li conoció a la joven actriz Lan Ping en Shanghai. £1 comenzó a
verla con frecuencia en sus partidos, animándolo. Se encontraban en eventos públicos, y él la
descubría mirándolo con sus "extraños y ávidos ojos", y volteando luego a otro lado. Una noche
la halló sentada junto a él en una recepción. La pierna de ella rozó la de Li. Platicaron, y ella lo
invitó al cine. Una vez ahí, ella apoyó la cabeza en su hombro; murmuró algo a su oído, sobre la
película. Luego pasearon por las calles, y ella le rodeó la cintura con el brazo. Lo llevó a un
restaurante, donde bebieron un poco de vino. Li la llevó al hotel donde él se hospedaba, y ahí se
vio arrollado por caricias y palabras dulces. Ella no le dio oportunidad de retroceder, ni tiempo
para serenarse. Tres años más tarde, Lan Ping —quien pronto adoptaría el nombre de Jiang Qing
— practicó un juego similar con Mao tse-Tung. Ella sería la esposa de Mao, la infausta Madame
Mao, líder de la Banda de los Cuatro.
La seducción, como la guerra, suele ser un juego de distancia y aproximación. Al principio
sigues a tu enemigo a cierta distancia. Tus armas primordiales son tus ojos, y una actitud
misteriosa. Byron tenía su famosa mirada de soslayo, Madame Mao sus ojos ávidos. La clave es
hacer que la mirada sea breve y al grano, y luego desviarla, como una estocada al hender la
carne. Haz que tus ojos revelen deseo, y manten inexpresivo el resto de tu cara. (Una sonrisa
echaría a perder el efecto.) Una vez caldeada la víctima, acorta rápidamente la distancia,
pasando al combate cuerpo a cuerpo, en el que no das al enemigo margen para retirarse, ni
tiempo para pensar o considerar la posición en que la has colocado. Para eliminar aquí el
elemento de temor, sírvete de los halagos, haz que el objetivo se sienta más masculino o
femenino, elogia sus encantos. Es culpa suya que hayas procedido al contacto físico y tomado la
iniciativa. No hay mayor atractivo físico que hacer que el objetivo se sienta tentador. Recuerda:
el corsé de Afrodita, fuente de sus indecibles poderes seductores, incluía, entre otros, el del
dulce halago.
La actividad física compartida es siempre un señuelo excelente. El místico ruso Rasputin
iniciaba sus seducciones con un señuelo espiritual: la promesa de una experiencia religiosa
compartida. Pero luego sus ojos traspasaban a su víctima en una fiesta, e inevitablemente él la
sacaba a bailar, acto que se volvía cada vez más sugestivo conforme él se acercaba a ella.
Cientos de mujeres sucumbieron a esta técnica. En el caso de Flynn, la táctica era nadar o
navegar. En medio de la actividad física, la mente se desconecta y el cuerpo opera de acuerdo
con sus propias leyes. El cuerpo del objetivo seguirá tu ejemplo, será reflejo de tus
movimientos, tan lejos como quieras llevarlo.
En el momento, todas las consideraciones morales se desvanecen, y el cuerpo vuelve a un
estado de inocencia. Puedes crear parcialmente esa sensación mediante una actitud desenfadada.
No te preocupes por el mundo, o lo que la gente piense de ti; no juzgues de ningún modo a tu
objetivo. Parte del atractivo de Flynn era su total aceptación de una mujer. No le interesaba un
tipo de cuerpo particular, la raza de una mujer, su nivel de estudios, sus convicciones políticas.
Se enamoraba de su presencia femenina. La atraía a una aventura, libre de las restricciones de la
sociedad y de juicios morales. Con él, ella podía cumplir una fantasía, lo que para muchas era la
posibilidad de ser enérgicas o transgresoras, de experimentar peligro. Así que líbrate de tu
tendencia a moralizar y juzgar. Has atraído a tus objetivos a un momentáneo mundo de
placer, suave y acogedor, sin reglas ni tabúes.
Símbolo. La balsa. Flotando al mar, dejándose llevar por la corriente. La costa desaparece
pronto, y los dos están solos. El agua te invita a olvidar toda preocupación e inquietud, a
sumergirte. Sin ancla ni dirección, desprendido del pasado, abandónate a la sensación de la
deriva y pierde lentamente toda compostura.
REVERSO.
Algunas personas caen presa del pánico cuando sienten que caen en el momento. Con
frecuencia, usar señuelos espirituales ayudará a en-cubrir la naturaleza crecientemente física de
la seducción. Así operaba la seductora lésbica Natalie Barney. En sus mejores días, a principios
del siglo XX, el sexo lésbico era sumamente transgresor, y las mujeres para quienes representaba
algo nuevo solían tener una sensación de vergüenza o suciedad. Barney las conducía al contacto
físico, pero tan envuelto en poesía y misticismo que ellas se relajaban y se sentían purificadas
por la experiencia. Hoy pocas personas sienten repugnancia por su naturaleza sexual, pero
muchas están a disgusto con su cuerpo. Un método puramente físico de seducción las alterará y
perturbará. En cambio, haz que todo parezca una unión espiritual, mística, y ellas notarán menos
tus manipulaciones físicas

No hay comentarios:

Publicar un comentario